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E. BOTERO T.

sábado, 23 de abril de 2011

“LA VELOCIDAD DE LA LUZ” DE JAVIER CERCAS

JAVIER CERCAS
Toda novela es autobiográfica y esta lo es más que cualquiera.  Su autor (Javier Cercas, La velocidad de la luz, Tusquets editores, 2005) no hace ningún esfuerzo por disimularlo, es más: se vale de hacerlo explícito para hacernos divertir con el final, después de habernos llevado a lo largo de la lectura suspendidos de la pregunta acerca de si lo novelado no es en sí mismo esa novela que estamos leyendo. 


Lo que más me ha asombrado de su escritura es la fácil resolución que el autor le da a la relación entre su propia historia como escritor con la historia de la amistad de la que trata esta novela, la suya con Rodney Falk, el malogrado excombatiente de Vietnam, miembro de la tenebrosa Tiger Force del ejército norteamericano encargada de realizar lo peor del trabajo sucio en esa guerra. 



Pero, vamos por partes.  La novela se divide en cuatro grandes capítulos. 


El primero (“Todos los caminos”) se refiere a la forma en que, diecisiete años menos que el tiempo de la escritura final de la novela, el narrador vio cambiar su vida displicente  y bohemia, compartidas con su amigo Marcos en Barcelona, por la del estudio en una pequeña ciudad de los EEUU llamada Urbana.  Allí expresaría su deseo por convertirse en escritor, formulado expresamente al personaje más extraño de la escuela a donde llegaría a trabajar, un tal Rodney Falk, compañero de oficina, de quien tenía referencias macabras, sobre todo por parte de su compañera Laura Burns que remataba las palabras acerca del ausentismo inveterado de Falk a las fiestas de integración de aquella escuela con esta sentencia: “A mi lo que me preocupa no es que Rodney no sepa una mierda de español, sino que cualquier día de estos aparezca por aquí con una Kaláshnikov y nos quite a todos de en medio” (p.28).


Al día siguiente de tamaña sentencia conoce al tipo.  Compartirán oficina y nacerá entre ellos una amistad caracterizada por la sinceridad con la que Rodney Falk le habla al escritor en ciernes  previniéndolo contra el riesgo del éxito, como si hubiera entrevisto la verdad irrefutable de su futuro.  El énfasis del narrador es puesto en la extraña condición física, mental y social de Rodney Falk, pero sobre todo en los efectos estremecedores de una conversación que progresivamente va fabricando esa amistad sin límites.


La primera parte concluye cuando el narrador se entera que Rodney Falk ha renunciado a la escuela y decide ir a buscarlo a casa, donde se encuentra con un padre anciano que no sabe dar razón del paradero de su hijo.  Días después recibirá una llamada de ese padre invitándolo a visitarlo con el fin de contarle una historia que cree pueda ser del interés del narrador.


El segundo capítulo, titulado “Barras y estrellas”, está copado por la historia que el padre de Falks cuenta de su hijo, Rodney y de su participación en la guerra del Vietnam, habiéndose enlistado después de haber participado en las manifestaciones pacifistas contra dicha guerra.  El padre, un médico ya retirado de su oficio,  guarda con especial orden las cartas enviadas por sus dos hijos (Bob, el hermano menor de Rodney también se había enlistado).  Se las ofrece al narrador para que saque provecho de ellas.


La historia que cuenta al narrador es la historia de la evolución del pensamiento de Rodney Falk, que se puede constatar a lo largo de la lectura, en orden, de las cartas que enviaba.  El saldo que ha dejado en la mente del padre es el de la intriga por aquello que pudiera explicar el cambio tan drástico de un hijo que primero enviaba notas entusiastas y después aquellas cartas poseídas por una forma de escritura que llevaban al viejo a la conclusión de que algo había pasado por la cabeza de su hijo. 


Después será la llegada de Rodney de nuevo a su tierra natal, los meses de insomnio, de malestar emocional permanente, de furia contenida, de ingreso en el infierno de una memoria demasiado explícita como para poderla borrar de un plumazo. 


Ahora cree entender el porqué de la personalidad de su amigo y de esas decisiones impulsivas por alejarse de todo y perderse a los demás.


El tercer capítulo (“Puerta de piedra”) trata del regreso del narrador a Barcelona y de su éxito literario.  También de su tragedia ocurrida después de que se negara a abandonar una fiesta y acompañar, de regreso a casa, a su esposa y a su hijo.  Previamente, había tenido oportunidad de encontrarse con Rodney Falk, nuevamente, esta vez en Madrid, después de que este fuera a visitarle en Barcelona sin encontrarle.


Allí, durante toda la noche conversan y Rodney Falk le cuenta la historia de su pertenencia a la Tiger Force y de las acciones que llevaron a cabo contra la población civil en busca de comunistas y guerrilleros del Vietcong.  Historia trágica de matanzas contadas por quien las hubiera cometido.  También le cuenta de su deseo por testificar ante un gran jurado para que se reabra la investigación, en particular, con una de aquellas masacres, la cometida contra la población de My Khe, en la provincia de Quang Nai.


Después, subido en el éxito, el narrador termina por perder lo que más apreciaba y se hunde una profunda depresión melancólica de la que sale cuando recuerda a su amigo y decide volver a visitarlo aprovechando una gira promocional convenida por su editora con universidades de los EEUU.


El cuarto y último capitulo (“El álgebra de los muertos”) contiene su estadía en la tierra natal de Rodney Falk, a donde conoce a su esposa y a su hijo  colgado después de haber concedido declaraciones a una cadena local que luego las vendió a una cadena nacional, habiendo quedado en peligro de ser asesinado por sus antiguos camaradas pues anunciaba que iba a confesar ante un gran jurado todo lo que sabía acerca de esa Tiger Force a la que habia decidido pertenecer, estando en Vietnam, por voluntad propia.


LA GUERRA SEGÚN LAS EPÍSTOLAS DE RODNEY FALK


Notable esta advertencia que Rodney Falk le hace a su amigo, en aquel hotel de Madrid siendo casi ya la madrugada:


“En la guerra están los que se hunden y los que se salvan.  No hay más.  Tommy era de los que se hunden, y tú también lo hubieras sido.  Pero Tommy se salvó, no sé e cómo pero se salvó.  A veces pienso que más le hubiese valido no hacerlo… En fin, ése era Tommy Birban: un hundido que se hundió más por salvarse:” (p. 185)


La alusión involucra, indiscutiblemente, a Primo Levi, “Los Hundidos y los Salvados”, el nombre de aquel capitulo de “Si esto es un hombre…” y que Primo Levi estuvo tentado a utilizar como nombre de su libro.  Recordamos a qué se refería con las dos categorías, Rodney Falk parecía enorgullecerse habiendo pertenecido a las primeras.  Tommy Birban era el compañero de armas que estaba dispuesto a testificar, con él, ante el gran jurado.  Había muerto, misteriosamente, atropellado por un carro fantasma pocos días antes de rendir su declaración.


De ser capaz de lo que fue capaz era lo que llevaba a Rodney Falk a tomarse por un “salvado”, aunque también fuera a terminar su vida cruentamente, suicidándose, después de aquel reportaje que tuvo difusión nacional y que lo convirtió, ipso facto, en objetivo militar de aquellos camaradas de la Tiger Force con quienes había firmado un pacto de silencio absoluto respecto de lo que habían hecho en Vietnam.


Estudiante de Filosofía y Literatura, por los años de 1967, Rodney Falk tenía ideas claras acerca de lo que ocurría en Vietnam.  Estaba al tanto de ello por la lectura de análisis escritos por Mary McCarthy (Ver: Leckie, Robert. Las guerras de AméricaCastillo de los Libros. 1992),  Philippe Devillers   y Jean Lacouture (Ver: Viet Nam, De la guerre francesa à la guerre américaine [par] Philippe Devillers et Jean Lacouture. 1969) junto con los libros de Morrison Salsbury (Ver: Mary Hershberger. Traveling to Vietnam. Syracuse University Press. 1998), Staughton Lynd (Ver: Irwin Unger. The American Historical Review. Vol. 72, No. 4 {Jul. 1967}. The University Of Chicago Press) y Tom Hayden (Ver: Tom Hayden. Port Huron Statement (1962). Viet Nam Generation Inc. 1993) y, según su padre


“había llegado a la conclusión, mucho menos impulsiva o más razonada que la de muchos de sus compañeros de aulas, de que las motivaciones declaradas de la intervención de su país en Vietnam eran falsas o espurias, su finalidad confusa y a fin de cuentas injusta, y sus métodos de una brutalidad atrozmente desproporcionada.” (p. 94)


Entonces por ello participó en toda clase de movimientos contra la guerra y, habiendo conocido a una mexicana, Julia Flores, entró de lleno a militar en el movimiento pacifista, contribuyendo también a iniciarlo en el amor, la marihuana y en un rudimentario español. 


Habiéndose graduado recibe en su casa la notificación del ejército con la orden de alistarse.  No se niega.  Opta por desechar otras posibilidades: emigrar al Canadá, por ejemplo, o hacerse a una incapacidad médica que los buenos contactos de su padre le habrían facilitado.  Habiendo discutido con este, padre orgulloso del enlistamiento de sus hijos a la causa del ejército americano, se va durante tres días de su casa al cabo de los cuales vuelve con la determinación tomada de presentarse al llamado. 


Lo cierto es que se enlista, según el padre siguiendo una tradición:


“… era un chico con la cabeza llena de novelas de aventuras y de películas de John Wayne: sabía que su padre había hecho la guerra, que su abuelo había hecho la guerra, que la guerra es lo que hacen los hombres, que sólo en la guerra un hombre prueba que es un hombre.” (p.97)


En sus primeras cartas a sus padres, Rodney parece conservar su espíritu crítico con la guerra.  Su descripción de cómo es recibido a su llegada a Fort Jackson, primera fase de su entrenamiento militar, recuerda las descripciones de los escritores de la literatura del desastre que hemos traído en este largo ensayo:


“Lo primero que notas al llegar aquí es que la realidad ha retrocedido hasta un estado primitivo, porque en este lugar sólo rigen la jerarquía y la violencia: los fuertes salen adelante, los débiles no.  En cuanto entré por la puerta me insultaron, me raparon al cero, me pusieron ropa nueva, me despojaron de mi identidad, así que no hizo falta que nadie me dijera que, si quería salir de aquí con vida, tenía que procurar mimetizarme con el entorno, disolviéndome en la masa, y tenía que ser más brutal que el resto de mis compañeros.  Lo segundo que notas es algo todavía más elemental.  Antes de conocer esto yo ya sabía que la felicidad perfecta no existe, pero aquí he aprendido que tampoco existe la infelicidad perfecta, porque cualquier mínimo respiro es una fuente infinita de felicidad.” (p.98)


Es en esas condiciones que Rodney Falk conoce una versión del miedo que no tenía antes: el miedo a sí mismo, ya no el miedo a un enemigo lejano, sino el miedo a lo que le rodeaba (mandos, compañeros, la soledad, etc.), y quizás es por ese miedo que empezó a amar todo lo que antes odiaba.


La mutación está perfectamente situada en el orden del peso de una emoción que como el miedo, esta vez el miedo a sí mismo, condena a la desintegración y al hundimiento: amar lo que antes odiaba será la forma de hacerse a un equilibrio e impedir la caída en un estado de postración que le conduciría inevitablemente a la vergüenza y al rechazo por parte de los suyos.


Aquí notamos este miedo fundamental, a sí mismo,  haciendo las veces de catalizador de un  cambio que opera en beneficio de quien necesita la aquiescencia de un subordinado, su lealtad sin fisuras, su adhesión a los ideales que encarna.   Por el miedo el subordinado se vuelve incondicional, obsecuente, capaz de resignificar todas las ideas acerca del prestigio, esta vez conseguido a partir del agrado que pueda propiciar en la demanda de ferocidad que le es formulada por quien lo enrola en sus filas.  Entonces el miedo hay que imponerlo y conseguirlo.


El miedo a sí mismo prefigura la eficacia de la crueldad en el recibimiento, él ya estaba allí quizás cifrado al tiempo de la dependencia absoluta de otro que hizo las veces de otro sin el cual no cabía posibilidad de supervivencia.  La eficacia de toda técnica capaz de convertir un sentimiento por otro, quizás radique de modo decisivo en esta experiencia de lo ya vivido y sufrido que el inconsciente se encarga de mantener activa en las reservas de su propia manera de significar la experiencia temprana.  Tal vez en ese tiempo la crueldad supuesta en el que nos separaba de la madre, hizo las veces de instrumento para salvarnos del miedo al hundimiento y a la separación, quizás entonces también nos identificamos con lo agresivo del agresor porque eso daba muestras de sacarnos, salvos, de aquella otra amenaza mucho más aniquilante y tormentosa.  No es gratuita la costumbre en la milicia de concederle al superior jerárquico los atributos de un padre preocupado por el bienestar de sus “hijos”.


Las cartas de Rodney progresan hacia la consolidación de ese cambio radical operado en él.  Solamente un año después de su estadía en Vietnam, y como si hubiera necesitado todo ese tiempo para asimilarla, cuenta la experiencia vivida en el entrenamiento en Fort Polk (segunda fase de su entrenamiento antes del envío al exterior) en “técnicas de evasión y supervivencia”, cuando un capitán de sonrisa impasible y ademanes cultivados, desolló, sin borrar la sonrisa de sus labios, a un conejo arrancándole las vísceras y lanzándolas a los soldados, siempre sonriente.


Llega a Vietnam en 1969.  De nuevo la misma sensación: primero el miedo, ese miedo y luego la extrañeza.  Esta última un verdadero suceso de des-realización,  esa sensación simultáneamente perceptual e ideativa que  provoca los primeros síntomas de enfermedad mental en quien la sufre. 


“… el Vietnam que se había forjado en su imaginación no guardaba el menor parecido con el Vietnam real; de hecho, diríase que se trataba de dos países distintos, y lo sorprendente era que parecía mucho más verdadero el Vietnam imaginado desde Estados Unidos que el Vietnam de la realidad y que, en consecuencia, se sentía mucho menos ajeno a aquél que a éste.” (p. 101)


Sobrevendrá lo que será pensado como una paradoja: conservando su crítica contra lo que los Estados Unidos le hacían a Vietnam, no dejaba de sorprenderse por sentirse “mucho más norteamericano que en Norteamérica” y, al mismo tiempo, con todo el respeto que pudiera tener por los vietnamitas, aquí los sentía mucho más lejanos de él que lo que sentía cuando estaba en su tierra. 


La singularidad del otro, en este caso “los vietnamitas” será vivida como abrumadora, es decir, amenazante en sí misma.  Podría considerar que la diferencia de idiomas hiciera explicable esta sensación, pero habia algo en el comportamiento de ellos que le abrumaba: su exotismo, la falta de ironía, la increíble capacidad de abnegación y su pasmosa y permanente serenidad con su cortesía exagerada y su credulidad insulsa (p.101) por lo que se instaló en una suspicacia infundida por un sentimiento de culpa basado en el descubrimiento de que aquellos otros eran menos complejos que él, más sencillos… 


A pesar de que ese sentimiento fue cambiando, lo hizo no revelándole la complejidad de los vietnamitas, sino constatando que en él mismo se estaba produciendo una disminución de su propia complejidad, lo que él reconoce como “una mutilación de su personalidad”, ofreciéndole un último refugio seguro en la adhesión incondicional a sus superiores, verdadero anestésico  que le conducía a un estado de felicidad que, no por proceder de la abyección, era menos real.


“… porque en aquel momento descubrió en carne propia que la libertad es más rica que la esclavitud, pero también mucho más dolorosa, y que por lo menos allí, en Vietnam, lo que menos deseaba era sufrir.” (p. 102)


Tenemos aquí pues el destino de quien, luego de una rabieta contra el padre, terminó encontrando una versión más ominosa de este, en un país lejano y dispuesto a hacer pagar cara la decisión de invadirlo.  No solamente encontrándola sino identificándose con ella aun a costa de renunciar a todo lo que había podido conseguir durante sus estudios de Filosofía y Literatura, su pertenencia al movimiento pacifista, su enamoramiento primero y su opción por una vida sin compromisos. 


El proceso no fue totalmente incruento y carente de excepcionales contradicciones que se fueron haciendo cada vez más débiles y distantes.  En una ocasión, por ejemplo, pelea contra un superior porque este ha humillado a una camarera vietnamita.  Se trataba del mismo suboficial que días antes había pagado a aquella camarera el consumo de Rodney con el que había tenido una conversación mientras el oficial continuaba pidiendo más licor.  Rodney se vio enfrentado a contestar, por primera vez, la pregunta formulada por el suboficial de qué creía él que “habíamos venido a ser aquí”.  A este país, aclaró el oficial cuando Rodney le preguntó si se refería a “este bar”.  Como ya conocía la respuesta reglamentaria, se la dio.  Lo que obtuvo fue que el suboficial se riera de él, burlándose de lo que tomaba por creencia sincera de Rodney.  A matar amarillos es a lo que hemos venido aquí, le recordó el suboficial.  Y como el trago que había pedido se demoraba, entonces puso una zancadilla a la camarera, que cayó al piso estrepitosamente.  Fue cuando Rodney le ayudó a levantarse con lo que terminó ganándose un bofetón del suboficial que lo aturdió sin impedir que el suboficial siguiera golpeándole.


Días más tarde, mientras esperaba con otros soldados el bus que los llevaría desde el bar hasta su cuartel, se acercó un chico con una caja de lustrar zapatos mientras que, la acera del frente, la camarera que había defendido lo llamaba insistentemente hacia ella.  Rodney decidió hacer caso a su llamado, observó que mientras se dirigía hacia ella el chico lo superaba corriendo en su misma dirección pero sin la caja de embolar en sus manos.  La explosión mató a dos de sus compañeros dejando a otros mal heridos.  La caja de embolar contenía la granada.  La chica le había salvado la vida.


Siendo que hasta entonces esa había sido la única vez que había sentido de cerca la muerte, parecía como que su salvación le indicase que el sufrimiento no debería ir más allá de este suceso.  Y así se sintió, incluso anhelante de volver a casa, pero entonces ocurrió la muerte de su hermano Bob, luego de pisar una mina.  Con él se había encontrado en varias ocasiones, siempre disfrutando con hacer las veces de anfitrión en la retaguardia, gozando con el mientras lo visitaba y no pudiendo dejar de sentir una desazón extrema cuando Bob regresaba al frente de batalla.


“Rodney se consagraba por entero a su hermano durante esas visitas, pero cuando los dos se despedían después de una semana de farras diarias nunca se quedaba con la sensación de haber contribuido a que Bob olvidara por un tiempo la inclemencia de la guerra, sino que siempre le embargaba una desazón difusa que le dejaba en el estómago un rescoldo de pesadumbre, como si se hubiera pasado aquellas jornadas fraternales de risas, confidencias, alcohol y noches en vela tratando de purgar un pecado que no había cometido o no recordaba haber cometido, pero que le escocía como si fuera real.” (p. 109)


No podemos menos que asegurarnos de que el narrador (todavía es el padre quien le narra al escritor la historia que infiere de su hijo a través de la cartas), sabe dar cuenta, aquí, del encuentro con ese punto de la condición humana que habla de la prevalencia de la culpa sobre la transgresión, del pecado cometido antes de poseer las cualidades necesarias para cometer alguno, eso que las religiones denominan “pecado original” y del que todo nene es culpable al nacer, que los psicoanalistas sitúan más allá del principio del placer o goce y que los existencialistas –pero no solo ellos-  han llamado “culpa”. 


Una culpa tan poderosa como potencia que incita la mayor parte de las veces a que quienes no puedan soportarla, acudan al delito como camino que permita darle forma concreta. 


Faltándole un mes para regresar a casa, Bob, su hermano, cae muerto víctima de una mina.  Ya había descartado la decisión de re-engancharse en el ejército.  El suceso terminó por despojar a Rodney de toda vacilación con respecto de sus sentimientos.  Él, que tampoco quería re-engancharse, cambió de opinión aun a sabiendas de que gozaba del privilegio que le concedía el hecho de que quedaba como hijo único.  Habiendo prestado su servicio en la retaguardia, solicitó ser adjudicado a un batallón de combate. 


Es cuando sucede un cambio en el tono y el contenido de las cartas, ahora “más prolijas, más oscuras”.  El padre no sabía explicarse ese cambio pero podía evitar la emergencia, en su pensamiento, que lo llevaba a comparar esta guerra con las que habían librado él y su propio padre.  La referencia del narrador es en este punto ilustrativa de que no se trataba simplemente de un cambio en la mentalidad de su hijo.


“Una guerra en la que reinaba todo el dolor de todas las guerras, pero en la que no cabía ni la más mínima posibilidad de redención o grandeza o decencia que cabe en todas las guerras.” (p. 111)


Una guerra tan parecida a las actuales, casi podría decirse que pionera de las actuales: 


“…entendió o imaginó que en aquella guerra había una falta absoluta de orden o sentido o estructura, que quienes luchaban carecían de un propósito o dirección definidos y que por tanto nunca se conseguían objetivos, ni se ganaba o perdía nada, ni había un progreso que pudiera medirse, ni siquiera la menor posibilidad, no ya de gloria, sino de dignidad para quien peleaba en ella.” (p. 111)


Una guerra como las actuales, cada vez más necesaria cuanto más permita la movilización del complejo militar-financiero e industrial que la determina.  Una guerra más apegada a satisfacer la demanda de contratistas mercenarios que viven y sobreviven de la ocurrencia de la guerra y en la cual han llegado a tener tal grado de incidencia y determinación que logran impedir cualquier conato de paz que se formule desde la sociedad civil o desde algunos militares implicados en ella. 


LAS NUEVAS EPÍSTOLAS DE RODNEY FALK


Testigo de los efectos que sobre los mismos vietnamitas producían las acciones de los guerrilleros, sus miedos a recibir castigo en las vidas de sus seres queridos, su capacidad para simular de tal modo que en ocasiones propiciaban emboscadas feroces y letales, herido por la muerte de su hermano, Rodney Falk  ahora en un frente de combate da cuenta de que su pensamiento continúa despojándose de toda consideración solidaria con el otro.  Su ingreso en un estado de narcisismo absoluto no se deja esperar.


“Una vez leí una frase de Pascal donde se dice que nadie se entristece del todo con la desgracia de una amigo.  Cuando la leí me pareció una frase mezquina y falsa; ahora sé que lo que dice es cierto.  Lo que la hace verdadera es ese ‘del todo’.  Desde que estoy aquí he visto morir a varios compañeros: su muerte me ha horrorizado, me ha enfurecido, me ha hecho llorar; pero mentiría si dijera que no he sentido un alivio obsceno ante ella, por la sencilla razón de que el muerto no era yo.  O dicho de otra manera: el espanto está en la guerra, pero mucho antes estaba en nosotros.” (p. 114)


Pero es después de lo sucedido con el capitán Vinh, sur-vietnamita que había sido encontrado culpable de pasar información a los del Vietcong, que los padres de Rodney empiezan a notar un cambio más radical en sus cartas.  Rodney se había hecho buen amigo de aquel capitán y cuando supo que había traicionado a su ejército y a sus aliados, no vaciló en manifestar que le habría matado de buena gana. 


Es la carta posterior a este la que motiva la mayor preocupación de sus padres, seguros de que esa carta no parecía estar escrita por su hijo, “sino alguien distinto que usurpaba su nombre y su letra.” (p. 117)


Las elucubraciones del padre son precisas al respecto del cambio.  No es que no pareciera de Rodney, sino que quien escribía era “demasiado Rodney”, como un Rodney en “estado químicamente puro”, “extracto de Rodney”. 


El escritor vendrá a confirmarlo.  Su aproximación diagnóstica al asunto que está ocurriendo en Rodney es más precisa que la de cualquier manual diagnóstico de psiquiatría.


“He leído y releído esa carta y, por ambigua o confusa que sea, la observación (del padre de Rodney: demasiado Rodney…) me parece exacta, porque en esas páginas sin duda escritas a chorro es evidente que la escritura de Rodney ha ingresado en un dudoso territorio espejeante en el que, si bien es difícil no identificar la voz de mi amigo, resulta imposible no percibir un potente diapasón de desvarío que, sin hacerla del todo irreconocible, la vuelve por lo menos inquietantemente ajena a Rodney, entre otras cosas porque no siempre elude las tentaciones de la truculencia, la solemnidad o la simple cursilería.” (p. 118)


Habiendo pasado un mes sin recibir cartas de su hijo, esta carta parecía haber sido escrita desde el lugar a que fue a parar Rodney después de lo que él llamaría “el incidente”: el asalto de la aldea de My Khe, en la provincia de Quang Nai, y que había dejado más de medio centenar de víctimas.


Rodney, meses después, testificaría en el juicio que se le instruyó al teniente que estaba al mando del pelotón implicado en la masacre contra civiles, el que finalmente fue absuelto.  El padre solo había logrado enterarse que después de aquel incidente, Rodney, sin haber recibido herida alguna, estuvo hospitalizado durante tres semanas en Saigón.  Para el padre resultaba significativo el hecho de que su hijo aludiera “al incidente” solo de pasada, de manera superficial, dando testimonio de que ya elegía un silencio acerca de algo verdaderamente conmovedor conducta nueva en la personalidad de aquel Rodney prolijo y sentimental, capaz  de dar cuenta de que sabía escribir como egresado de las carreras que había cursado. 


El padre terminaría por creer que el cambio se debía al exceso de consumo de marihuana y alcohol, o al menos así daba a entenderlo como si la exactitud de la causa lo distrajera de conclusiones mucho más escabrosas. 


El cambio es descrito con precisión: en las cartas primeras, Rodney pone el énfasis en los hechos y rehúye las reflexiones abstractas; en estas sucede al contrario, pensamientos volátiles, vehementemente expresados, tanto, que su padre temía que su hijo estuviera perdiendo el juicio. 


LA FELICIDAD DE LA GUERRA


Es a la reducción al estado de “nadie”, borramiento absoluto del yo, que debe atribuirse el que alguien acceda a declararse pleno de una felicidad invasiva con la guerra por haber descubierto que su acontecimiento es fundamentalmente un acontecimiento estético. 


Es lo que Rodney dirá: esa es la única verdad de la guerra, de todas las guerras, también de ésta.  Ya vemos a donde ha ido a parar su decisión por sufrir lo menos posible mientras esté en Vietnam, no a un estado de felicidad, lo  que resultaría más bien contingente, sino a creer haber descubierto esa verdad que todos miran pero que no ven, y que no tienen el valor de admitirla así, como verdad irrefutable:


“Y ésa es precisamente la verdad que todo el mundo aquí conoce (que conoce cualquiera que haya estado en una guerra) y nadie quiere admitir.  Que todo esto es hermoso: que la guerra es hermosa, que el combate es hermoso, que es hermosa la muerte.” (p. 120) (Cursivas me pertenecen)


Ese “nadie quiere admitir” debe tomarse como expresión propositiva, no negativa: habiéndose reducido a la condición de nadie, es desde esta perspectiva pre-subjetiva que resulta admirable y bella la muerte, siendo la guerra su principal proveedora. 


Las técnicas empleadas desde Fort Jackson y Fort Polk, daban ahora sus frutos.  Un estado de conversión absoluta de la humanidad en máquina de guerra con una conciencia capaz de celebrar esta última como única posibilidad de felicidad y calma absolutas.  Ya se está lejos de quien aprovecha cualquier suceso para hacerse a la felicidad, ya se ha instalado, víctima de un proceso de des-subjetivación, en la felicidad absoluta, la muerte. 


Ya ha muerto toda humanidad dentro de sí.  Porque el hecho de que el criminal no lo piense, no quiere decir que cuando se mata a otro algo dentro del criminal también ha muerto y se trata de una muerte de la que resulta improbable algún retorno.


“No, no es sólo eso.  Es sobre todo la alegría de matar, no solo porque mientras son otros los que mueren uno sigue vivo, sino también porque no hay placer comparable al placer de matar, no hay sensación comparable a la sensación portentosa de matar, de arrebatarle absolutamente todo lo que tiene y es a otro ser humano absolutamente idéntico a uno mismo, uno siente entonces algo que ni siquiera podía imaginar que es posible sentir, una sensación semejante a la que debimos de sentir al nacer y hemos olvidado,  o a la que sintió Dios al crearnos o a la que debe de sentirse pariendo, sí, eso es exactamente lo que uno siente cuando mata, ¿no, papá?, la sensación de que uno está haciendo algo por fin importante, algo verdaderamente esencial, algo para lo que había venido preparándose sin saberlo durante toda la vida y que, de no haber podido hacerlo, le hubiera convertido sin remedio en un desecho, en un hombre sin verdad, sin cohesión y sin sustancia, porque matar es tan hermoso que nos completa, le obliga a uno a llegar a zonas de sí mismos que ni siquiera atisbaba, es como estar descubriéndose, descubriendo inmensos continentes de fauna y flora desconocidas allí donde uno imaginaba que no había más que tierra colonizada, y por eso ahora, después de haber conocido   la belleza ilimitada y centelleante de la muerte, siento como si fuera más grande, como si me hubiera ensanchado y alargado y prolongado más allá de mis límites anteriores, tan mezquinos, y por eso pienso también que todo el mundo debería tener el derecho a matar, para ensancharse y alargarse y prolongarse cuanto pueda, para alcanzar esas caras de éxtasis o beatitud que yo he visto en la gente que mata, para conocerse a fondo o ir tan lejos como la guerra le permita, y la guerra permite ir muy lejos y muy deprisa, mas lejos y más deprisa todavía, más deprisa, más deprisa, más deprisa, hay momentos en que de repente todo se acelera y hay una fulguración, un vértigo y una pérdida, la certeza devastadora de que si consiguiéramos viajar más deprisa que la luz veríamos el futuro.” (pp. 121-22).


Pero no basta la felicidad por vasta que ella sea.  Rodney se ve compelido a formular su hipótesis tanto o más trágica que su felicidad manifiesta.  No su hipótesis, corrijamos, su verdad: lo que más le resulta repugnante no puede ser que eso sea verdad sino que nadie –de nuevo nadie…- diga la verdad.  Veamos con la entonación que toma a nadie por sujeto de las oraciones, el efecto de verdad narrado por Rodney Falk:


“… estoy a punto de preguntarme por que nadie lo hace y se me ocurre algo que nunca se me había ocurrido, y es que quizá nadie lo diga no por cobardía, sino  simplemente porque suena falso o absurdo o monstruoso, porque nadie que no sepa de antemano la verdad está capacitado para aceptarla, porque nadie que no haya estado aquí va a aceptar lo que aquí sabe cualquier soldado raso, y es que las cosas que tienen sentido no son verdad.  Son sólo verdades recortadas, espejismos: la verdad es siempre absurda.  Y lo peor de todo es que solo cuando uno sabe esto, cuando uno aprende lo que sólo puede aprenderse aquí, cuando uno finalmente acepta la verdad, sólo entonces puede ser feliz.  Te lo diré de otro modo: antes odiaba la guerra y odiaba la vida y sobre todo me odiaba a mí; ahora amo la vida y la guerra y sobre todo me amo a mí.  Ahora soy feliz.” (p. 122)


DE NUEVO EN CASA


Rodney regresa a casa en el verano de 1969, su padre recordará lo sucedido como catastrófico.  Condecorado con medallas y con una herida en la cadera que le produciría ese “paso trompicado e inestable de perdedor”, Rodney no encuentra en el aeropuerto quien lo espere, su padre y Julia Flores, aquella amiga de los años del pacifismo, no logran llegar a tiempo al aeropuerto, debido al atascamiento en la carretera por un accidente de tránsito. 


Lo primero que recibió al llegar a la estación fue el escupitajo en pleno rostro de una chica.  Aturdido por no encontrar a nadie esperándolo en el aeropuerto, Rodney terminó envuelto en una pelea con otro muchacho, la policía tuvo que quitárselo para que no lo matara a golpes.  Lo que desencajó a Rodney fue un insulto preciso: “Mirad qué cobardes son estos asesinos de niños”.  Para su padre la reacción de Rodney no era otra cosa que reflejo de lo que había vivido y pronóstico de lo que iba a ser su futuro. 


“No se equivocó.  Porque la vida de Rodney nunca volvió a parecerse a la que un año y medio atrás había abandonado a la fuerza para irse a Vietnam.” (p. 128)


Rechazó invitaciones de bienvenida, intentó y malogró un matrimonio con Julia, abandonó todo trato amistoso con sus antiguos camaradas…  Era como si se hubiera traído a casa Vietnam, aunque esta vez comportando el más absoluto silencio acerca de su experiencia allí, en contraste con la locuacidad de la que hacía gala a través de sus cartas.


“Lo cierto es que saltaba a la vista que, si mientras estaba en Vietnam no pensaba más que en Estados Unidos, ahora que estaba en Estados Unidos no pensaba más que en Vietnam.”  (p. 129)


Pero ahora sería el silencio y no su palabra la que destacaría su vinculación con la experiencia militar.  La sensación de ser tratado, en su país, como un apestado y no como un héroe (aunque supiera que no lo era) muy seguramente que refrendaba la decisión de no hablar respecto de lo que había sido su participación a través de la pertenencia a la Tiger Force.  Refugiarse en casa, negarse a salir y, cuando decide hacerlo, enfrascarse en discusiones que terminaban en reyerta, creyendo que todo comentario acerca de Vietnam iba dirigido contra él, como si se tratara de una agresión personal. 


Y no podía ser de otra manera si recordamos el grado de narcisismo del que daba testimonio en la última carta comentada, ese estado que él confundía con el de la felicidad suprema, como el propio de un hombre que, por fin, en su vida, había descubierto el verdadero sentido de ésta vanagloriándose por ello. 


Imposible continuar con su matrimonio entonces regresa a casa donde privilegia el trato con su madre y rehúye obstinadamente todo encuentro con el padre.  Beber y fumar, consumir toda clase de cosas, algunas de ellas tal vez con el fin de recrearse en la repetición de lo ya vivido, cayendo en depresiones cada vez más profundas y atiborrarse con pastillas, y silencio total: sobre Vietnam, sobre su hermano Bob, sobre su presente.  Nunca se sentaba dando la espalda a una puerta o a una ventana, revisaba que todas las persianas de la casa estuviesen cerradas, revisaba también, noche tras noche, la seguridad de las puertas, sus aldabas bien puestas, planeaba el acompañamiento de armas que siempre tenía dispuestas en la cercanía, sufría de pesadillas que le impedían volver a conciliar el sueño, sobrevivió a dos intentos de suicidio después del segundo buscó ayuda en la Asociación de Veteranos.


Buscó entonces trabajo pero no lograba conseguirlo.  Pensaba que sus empleadores lo miraban como a un monstruo cuando se enteraban de dónde procedía.  Intentó con varios trabajos, pero siempre terminaba deprimido.


“Cuando Rodney regresó de Vietnam convertido en una sombra derribada del muchacho brillante, trabajador y juicioso que había sido, su padre confió en que el tiempo acabaría devolviéndole su naturaleza perdida, pero desde su retorno habían transcurrido ocho años y Rodney seguía sumergido en una bruma impenetrable, convertido en un fantasma ambulante o un zombi: en Rantoul se pasaba los días enteros tumbado en la cama, leyendo novelas y fumando marihuana y viendo viejas películas en la televisión, y cuando salía de casa era sólo para conducir durante horas por carreteras que no llevaban a ninguna parte o para beber a solas en los bares de la ciudad.” (pp. 133-34)


Todo viene a cambiar después de la muerte, por cáncer de estómago, de su madre.  Rodney había renunciado a sus hábitos de ocio y melancolía, cuidando esmeradamente de ella, contribuyendo a que su agonía no fuese cruenta.  No lloró en su velorio pero una tarde el padre lo encontró en la cocina llorando y por primera vez, después de muchos años Rodney volvería a hablarle.


“Hacía mucho tiempo que padre e hijo convivían en la misma casa sin apenas dirigirse la palabra, pero al atardecer Rodney empezó a hablar, y fue sólo cuando su padre tuvo un atisbo deslumbrante del vértigo de remordimientos en el que había vivido su hijo durante todos aquellos años, porque comprendió que Rodney no sólo se sentía culpable de la muerte de su hermano y de su madre  y de la de un número indefinido de personas, sino también de no haber tenido el coraje de obedecer a su conciencia y haberse plegado a la orden de ir a la guerra, de haber abandonado allí a sus compañeros, de haber presenciado el horror sin atenuantes de Vietnam y haber sobrevivido a él.” (p. 135)


Todo cambió después, Rodney pareció salir de esa burbuja en la que estuvo durante quince años, comenzó a frecuentar la ayuda que le ofrecía la Oficina de Veteranos como si hubiera encontrado un nuevo propósito por el cual valiera la pena conseguir el restablecimiento del ánimo y vivir. 


Sabremos, páginas después, de qué se trataba: de su decisión de hablar, de presentarse ante un Gran Jurado y denunciar los hechos en los cuales había participado junto con todos los miembros de la Tiger Force.  Pero también vendría un matrimonio, un hijo y, cuando las cosas comenzaron a complicarse por las amenazas de sus antiguos camaradas, decidió suicidarse pues esa era la única manera de poner a salvo a sus dos seres queridos (el padre moriría después), mujer e hijo…


CONSIDERACIONES FINALES


Este ensayo llega hasta aquí, él no buscaba serlo de la novela como si de lo que ella ofrece al estudioso del comportamiento humano para que este pueda adentrarse en el conocimiento de la génesis de un victimario.  Este, por supuesto, puede ser el caso de uno y no debe tomarse como paradigmático. Pero el escritor nos ofrece con especial cuidado lo que podemos llamar la génesis psicológica que conduce a la conversión de un buen tipo en un criminal de guerra. 


A mí por lo menos me incita a considerarlo así.  El peso de las teorías acerca del origen de la mente criminal nos impide, muchas veces, ver la singularidad de los casos por mantenernos en la idea de que un saber general podría servirnos de algo para comprender el asunto.  Pero considerar privilegiada aquella mirada “objetiva” sobre este proceder reflexivo y profundo, no creo que contribuya sino a que prosperen toda clase de propuestas de redención tanto o más ilusorias que el conocimiento que se cree haber encontrado. 


Rodney Falk no puede salvarse de su destino.  Sin embargo es el personaje que se la aparece a un escritor en formación y la historia que le ofrece merece que renazca, en la persona de este, aquel que Rodney Falk se encargó de herir de muerte el día que decidió enrolarse en la milicia de una nación invasora.  Si se hubiera negado a hacerlo, tal vez habría podido continuar sus sueños de pensador y escritor, pagando los dos años de cárcel que debían pagar los que se negaban a participar de la guerra.  Convertirse en objetor de conciencia le habría valido la posibilidad de mantener una coherencia entre quién era él y ese destino carcelario temporal.  Pero no fue así: eligió algo que también le permitió encontrarse con la respuesta a quién era él.  El precio que pagó fue demasiado alto, Javier Cercas es capaz de demostrarnos cuánto.





















4 comentarios:

  1. Rapanui me ha enviado la dirección de un blog, del que transcribo su intención:

    Este blog está creado como una aportación a la reflexión. Hay muchas cosas que están pasando simultáneamente, que están cambiando nuestras vidas y nuestra sociedad y uno tiene siempre la sensación que el análisis que se está realizando de ellas no es el correcto porque se está haciendo desde las ideas antiguas y no desde las necesariamente nuevas visiones de los temas. Por eso, muchas veces no entendemos bien lo que está pasando, porque desde los puntos de vista del pasado el futuro a veces no tiene sentido.

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  2. Más del blog enviado por Rapanui:

    "Hoy día del libro y de San Jordi estaba acabando el magnífico libro de Jorge Juan Fernandez "Las reglas del juego" que presentamos este mes en el Circulo de Bellas Artes (ver vídeo de la presentación) y encontré una curiosa reflexión, una regla empírica sobre la Red atribuida a Will Hill y Jakob Nielsen, la regla del 90-9-1. Esta regla dice que en la mayor parte de las comunidades on line, el 90% de los usuarios son lo que se denomina "lurkers", personas que leen y observan pero que no contribuyen a la discusión, porque no lo necesitan o no ven la ventaja de hacerse "visibles" frente a la de obtener conocimiento desde su anonimato. Mientras el restante 9% de los usuarios contribuyen esporádicamente y el 1% son los más activos, los creadores, los dinamizadores, los "astros" de la Red. En otras palabras ese 10% (9%+1%) es visible y el 90% es invisible, pero existe, aunque sólo se puede deducir de forma indirecta. Forma parte del universo de la Red, pero no es notorio y existe la esperanza de que con el tiempo empiece a integrarse como un miembro activo."

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  3. Y uno más que se relaciona con los personajes de la novela de Javier Cercas, "La velocidad de la Luz":

    "La moraleja es que "lo que no vemos puede ser incluso más importante que lo que vemos" o que lo que vemos no es toda la realidad, tal vez incluso sea solo una parte muy pequeña de la sociedad, lo que durante mucho tiempo se llamó en sociología: la mayoría silenciosa, que se manifiesta en las elecciones o en los grandes eventos colectivos de alto contenido emocional. Espero que lo hayais disfrutado."

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