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E. BOTERO T.

domingo, 15 de mayo de 2011

LA LLUVIA TRAE LA MUERTE

VIDA Y MUERTE EN UNA TARDE DE LLUVIA


http://youtu.be/T_HReMwr5QE





“Cali es un sueño atravesado por un río” dicen que exclamó un poeta nerudiano, procedente de la capital del país, arrobado por la buena brisa que refresca el intenso calor que hace en la ciudad, inclusive durante los inviernos, que aquí en el trópico son definidos por las lluvias torrenciales que se dejan caer cuando menos se piensa.

Y como cuando menos se piensa puede ocurrir a cualquier hora del día o de la noche, ningún minuto del horario puede declararse eximido de haber sido mojado por el aguacero.  Evoco un fragmento de Los Cantores del Quiya Huasi: “Aguacero pasajero no me mojés el sombrero/ que a ti no te cuesta nada y a mi me cuesta dinero.”

Cali es una ciudad que se desespera cuando el aguacero amenaza con volverse eterno.  Se lo declara suceso no grato, impertinente forastero, malograda expresión de la naturaleza.  Los ánimos caleños cambian cuando llueve y es muy difícil observarlos porque la gente se encierra y no se deja ver, como si la vida pública muriera temporalmente.  Aquí nadie nunca está preparado para la lluvia: no hay gabardinas, no hay sombrillas, no hay vuelos de techos en las fachadas de las casas.  Esta es una ciudad hecha para el solo verano, cosa que era soportable antes, cuando podía predecirse las temporada de lluvias (“en abril: aguas mil”), pero con el cambio climático que ya no es un hecho exclusivo del saber de científicos previsivos, ahora llueve en cualquier hora del año. 

Provengo de tierras lejanas más bien montañosas.  Entre mis paisanos y los caleños siempre ha existido una fraternal competencia.  A veces toma visos sinuosos en el lenguaje.  En Cali –situada sobre el gran Valle del Río Cauca- se burlan de  Medellín por estar rodeada de montañas: “Valle es Valle y lo demás es loma”, dicen los caleños para resaltar el valor de su geografía.  Los medellinenses ripostan: “Loma es loma y lo demás se inunda”.

Sin embargo en estos tiempos de aguaceros imperdonables tanto valles como faldas resienten la sobredosis de agua que reciben: las planicies se inundan, las montañas se deshacen como si fueran montoncitos de tierra que se diluyen sin misericordia.  Y tanto las alcantarillas como los riachuelos subterráneos, rebosan la carga que portan, pestilente la de las primeras, asombrosamente limpia las de los segundos.

Tanto en Medellín como en Cali, es paradojal, los ciudadanos aseguran que el cielo es una ruana (un poncho) y que el roto le tocó a cada ciudad. 

En ambas ciudades se niega deliberadamente la contribución humana a la tragedia invernal.  Eso también lo comparten: los dineros destinados al Saneamiento Básico muy seguramente reposan en las arcas de una cuenta en algún paraíso fiscal del planeta, mientras que el funcionario que se los robó funge de gran personaje deambulando en camioneta blindada y acompañado por escoltas, que hace tan semejantes al político con el gángster, amén de sus joyas suntuosas y sus trajes de marca.

A regañadientes, por la ventana del auto, alcanzo a ver la perrada de uno de esos carros oficiales, pasando a gran velocidad por encima de un charco y chilguetiando con agua pantanosa a los transeúntes que corren presurosos buscando refugio.  La polarización de los vidrios de ese auto impide distinguir quiénes son sus ocupantes.  De repente un relampagueo brilla en la multitud y truena el tiro de un revólver dirigido contra los patanes. La bala rebota en el blindaje del vehículo y va a terminar en el cuerpo de otro transeúnte que la recibe apenas abriendo los brazos y cayendo, desmadejado, al suelo. 

Por un instante la vida desaparece y un silencio retumba en el ambiente.  Los carros han detenido su marcha y alrededor del herido –quién sabe si ya muerto- se forma una multitud más deseosa de observar que de ayudar. 

En Cali y en Medellín, la pesadilla se repite a diario…

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