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E. BOTERO T.

lunes, 11 de junio de 2012

LOS NOMBRES DE LOS PADRES




Por: Eduardo Botero Toro



En coro se postula la declinación del Nombre del Padre como acontecimiento característico de la cultura.  Se dice que la misma explica la extensión  y la profundidad de su malestar actual.  Es un decir que armoniza las aproximaciones sociológicas y psicológicas, que abandonan sus discrepancias tradicionales para fabricar este canto al unísono. 

Ni la ferocidad de los seguidores de Alá, los de Yahvé y los de Dios, ni la exaltación furiosa de los dirigentes conservadores elegidos por ciudadanos, ni la proliferación de bandas criminales organizadas alrededor de la promoción y la defensa de un capo, parecen significar  mayor cosa para quienes postulan esa declinación del Nombre del Padre.  Tampoco la buena salud de que gozan las monarquías europeas, pasados más de dos siglos de ocurrida la Revolución Francesa…

La estadística que muestra la deserción del padre de familia y la emergencia de la llamada familia monoparental cuya dirección corresponde a la madre cabeza de hogar,  parece ser el único hecho que probaría la verosimilitud de lo postulado. 

Encargado de la función de regular el deseo mediante la ley, la relajación de la relación de los ciudadanos con esta última, haría de la declinación del Nombre del Padre explicación suficiente para entender el actual estado de cosas, consecuencia nefasta de esa relajación.  El malestar entonces no provendría de la necesaria represión del deseo para efectos de conseguir la armonía social, sino, por el contrario, de su desbordamiento.

Habría malestar entonces porque existe anarquía, porque la fuerza pulsional se ha desbordado y la entrega de la economía a la dependencia del salvajismo del mercado, contraría  la formación social que reflejaba el autoritarismo de la producción que delegaba en el Estado el papel de verdadero Padre capaz de regularla. 

Faltando el padre en casa, se explicaría que los ciudadanos hijos de esos hogares monoparentales, encabezados por las madres cabeza de hogar, no estarían dispuestos para aceptar la regulación y ejercerían una especie de encargo tácito en virtud del cual fracturarían la solidez de los nexos sociales otrora capaces de encausar sus energías en la perspectiva de obtener metas de engrandecimiento de cada quien por la vía de su contribución al engrandecimiento colectivo.   De esta fractura provendrían los sentimientos de inseguridad y de temor predominantes.

Presentadas de este modo las cosas, el malestar actual provendría de ese ejercicio anárquico de los ciudadanos, capaz de subvertir el orden de un Padre debilitado por la acción.  Los sentimientos de inseguridad y de temor frente a la vida, serían la consecuencia de la misma acción y su remedio estaría en la restitución de un Padre vigoroso y altivo encarnado en la figura de un hombre que hubiera dado muestras de haber reprimido en él mismo, toda tentación a la relativización y al ejercicio de la libertad.  En otras palabras, de alguien que demostrara no haber sucumbido al desbordamiento pulsional y promoviera la restitución de esa fortaleza como única vía de escape a esos sentimientos de inseguridad y de temor  predominantes en el humor de la colectividad. 


El maquillaje de los dirigentes en campaña electoral, la ferocidad militante de los feligreses y las hagiografías de los capos, se sumarían al posicionamiento de las monarquías en el corazón de los consumidores de banalidades y de chismes, todo dispuesto para que por parte de los ciudadanos se realice un acto típicamente paterno: su adopción.  El engranaje de la publicidad todo el tiempo solicita de los consumidores realizar el acto de adopción de esas figuras dispuestas allí, en el escenario, para ser adoptadas por el público cuya capacidad de admiración bascula entre la adopción de las figuras que promueven la conservación de los valores y las que simulan el cuestionamiento de los mismos. 

Porque en la dirección de la cultura (¿tiene una dirección la cultura?) lo que se lleva a cabo es la explícita capacidad de combinar todas las formas de ejercer el poder, sin despreciar ninguna vía, ni siquiera las vías ilegales, por fuera de toda ley, con tal de mantener invicta la provisión constante de bienes y de servicios para la mayor gloria de unos cuantos.  “Adóptanos” es una consigna que hace caso omiso de la dialéctica y eleva lo contradictorio al plano del ideal.  

Un poder que al tiempo que promueve la prohibición de matar, mata y así con todo. 

La adhesión a ese poder es la propia del soldado que cumple órdenes y carece del derecho a cuestionarlas. Es el soldado el que ha adoptado a su jefe, no al contrario, aceptando todo el sacrificio que sea necesario para mantener viva su determinación. 

Puede ser que el padre falte en casa, pero no sucede así en el ámbito público.  Como un espejo que se ha roto en mil pedazos, cada fragmento reclama estar autorizado para ser reflejo de lo que acontece.  Y ejerce su función, adoptando cualquiera de los representantes de las figuras de autoridad, haciendo caso omiso de la justificación de sus discursos y de su correspondencia con las ideologías: los indios dejan de adorar a sus dioses y los cambian por el de los conquistadores, los “maras” salvadoreños inscriben en sus cuerpos la cruz esvástica, los hijos de las aristocracias criollas negocian bajo cuerda con los hampones para mantener vivos sus privilegios de casta y los servicios secretos de las democracias contratan como asesores a los encargados de desmentirlas…

Declinar es sinónimo de difuminación, de desaparición, de ausencia.  Años antes del ascenso de Hitler al poder, fue el diagnóstico compartido por millones de ciudadanos en el mundo occidental que adoptaron la figura de este personaje como encarnación capaz de restituir el orden.  Y el actual orden de cosas mucho debe al éxito de esa ideología que estableció el modelo del campo de concentración como modelo de organización social a través de lo que se ha llamado sociedades de control por unos, sociedades disciplinarias por otros. 

Relajando (ellos dicen: flexibilizando) toda ley garantista de los derechos ciudadanos, el modelo de organización mafiosa ha ido reemplazando paulatinamente el llamado estado de derecho, y el éxito de la operación se debe, en buena medida, a las contribuciones extra-legales de ese lumpen-proletariado que fue capaz de realizar a su modo, su propia revolución. 

Todo esto no habla de la declinación del Nombre del Padre como si de su regresión a la figura del padre de la horda primitiva.  Pa’qué derechos democráticos, ahora lo único admisible (adoptable) es la ciega obediencia.

Y vistas de este modo las cosas, se hace obligatoria la pregunta acerca de si el malestar actual, que progresivamente se expresa a través del resurgimiento de la protesta social, no es un síntoma de la muerte de la convicción de los dirigentes en las bondades propias del capitalismo que han encarnado y sus instituciones políticas que han corrompido.

Las protestas cada vez son más fuertes y cada vez revelan nuevos datos que nos sirven para pensar que su extensión alcanza inclusive a sectores que tradicionalmente han hecho las veces se gratuitos defensores de intereses ajenos.  No solamente en Frankfurt ha sido visible la adhesión de las fuerzas policiales a las marchas de protesta que se han negado a usar sus bastones y gases en contra de los manifestantes.  El descubrimiento de las adhesiones por parte de las autoridades policiales y militares no a la autoridad de los estados sino a alguna de las facciones lumpen-proletarias que controlan los mercados de productos ilegales, no consigue mantener incólumes las relaciones de obediencia al superior.  Es probable que la progresiva alfabetización sumada al efecto sobre sus bolsillos de las medidas económicas tomadas por quienes quieren seguir siendo privilegiados al  momento de salvarse de la hecatombe, les lleve a pensar en lugar de simplemente obedecer. 

La emergencia y desarrollo de las nuevas tecnologías de comunicación, que han horizontalizado la misma con la facilidad de la inmediatez y de la simultaneidad, dificultan la instauración de un pensamiento único destinado a encauzar el malestar ciudadano en una perspectiva afecta a los intereses de unos pocos.  El modelo de la banda de gángsters choca con esta realidad que le impide mantener en la ignorancia a sus integrantes.  Somos testigos del surgimiento de una nueva existencia del  ágora que no requiere de nuestra presencia física para congregarnos y comunicarnos.  Todos los intentos de regulación son fácilmente superables por la acción de personas cualificadas tecnológicamente para inutilizarlos.  Si la insubordinación coordinada fue imposible en los campos de concentración y de exterminio nazis, esta nueva versión del campo de concentración que son las sociedades de control, podrían demostrar posible lo que entonces fuera impensable. 

Y la sucesión de figuras destinadas a restituir el buen Nombre del Padre de la horda primitiva, se puede convertir en un verdadero sainete, en una representación que no por cómica deja de ser trágica, de su imposible restitución.  Caricaturas de padre autoritario, serán cada vez más incapaces de desmentir su adhesión a un modelo de estado tomado por verdaderos rufianes sin vergüenza.  Encargados de servir a un solo amo, a ese espejo roto en mil pedazos y a cada uno de cuyos fragmentos que se  pide los adopte como padres, quedará imposible reflejar una sola cara de la moneda y en sus  lunas aparecerá la impotencia de la caricatura para agotar el reflejo de la realidad en ella misma, en su figura.  La dialéctica reaparecerá como verdad irrefutable, y, menos mal, sabemos que no existen armas físicas capaces de impedir su emergencia. 

A fuerza del abuso del término “terrorismo” por parte de los verdaderos terroristas, representantes de quienes fabrican todos y cada uno de los insumos de las armas explosivas, más pronto que tarde la dialéctica de las contradicciones emergerá como única herramienta capaz de enderezar las cosas y ponerse al servicio de los más altos intereses humanitarios.  Los monigotes educados en sus centros de poder podrán llamar como quieran este pronóstico que no depende tanto de la voluntad de quien lo profiere sino del ritmo impuesto por una ley no susceptible de ser manipulada y dirigida hacia otros fines. 

En cada quien, fragmento de ese espejo roto en mil pedazos, inevitablemente surgirá de nuevo el interrogante de si es posible salvarse individualmente o participando de acciones comunitarias destinadas a tal fin.  Salvarse del hundimiento a que nos conduce la incapacidad de los dirigentes para admitir la dialéctica de las contradicciones, salvarse de una realidad que entiende por vida la sola satisfacción de las necesidades primarias, salvarse, en fin, del intento por conciliar lo inconciliable.

No se nos pida entonces que encaucemos nuestra práctica en la perspectiva de reparar un motor que hace rato se ha hecho añicos en el corazón de las subjetividades contemporáneas.  No se nos pida convertir nuestra práctica en una especie de curandería del alma.   No se nos pida que contribuyamos a generar en nuestros pacientes falsas esperanzas en mundos mejores.  Ni se nos pida que entendamos las formas singulares del malestar como llamados de ciudadano asustado al inspector de policía.  Como pocas veces, nuestra práctica no puede ser otra que la de quien contribuye a exacerbar el entusiasmo de cuidar de sí para salvarse con los otros.  Al reconocimiento del malestar como bombillo de alarma ante el cual cada uno tiene la obligación de hacer su respectiva elección. 

No se trata de salvar al Padre ni a sus modelos de estado y de familia.  Se trata de reconocer la inevitabilidad de su fracaso y a partir de ello buscar nuevas formas de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás de tal modo que hagamos de la regulación del deseo el estado que reclama el surgimiento de una nueva ley, la ley que se desprende de privilegiar la solidaridad humana como forma de convivencia con la vida y con el espacio en que ella se realiza. 

A los idiotas útiles de la causa que se ha realizado como exitosa hasta la fecha, los invitamos a que se valgan de su capacidad académica para iniciar una reeducación que los haga útiles a la causa de la inteligencia y de la solidaridad humanas.  El aprecio que conserven por ellos mismos no merece se le conceda el trato que le han dispensado hasta la fecha.  Cuidar de sí significa volver a escudriñar en los meandros de la propia singularidad humana, aquella verdad por la cual podemos hacernos libres: librepensadores, es decir, sujetos capaces de independizar la búsqueda de la verdad, de la satisfacción de los intereses de unos cuantos.














2 comentarios:

  1. Es alentador conocer de la mano de un psicoanalista, el rechazo en hacer de su practica "una curanderia del alma", cuando otros escarban en la filosofía por las ideas que hagan de su practica algo sumamente elevado, aguardando en silencio; detrás de la raya que hace del psicoanálisis una practica normalizante. Mientras, disminuyen su peligrosidad, aplazando su responsabilidad ante lo que sucede entre, dentro y fuera de su consultorio.

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  2. En tiempos de alineación...el "MALESTAR"humano podría "aliviarse" al experimentar una "catarsis colectiva"?.

    Existiría un futuro, de la especie humana a pesar que los paradigmas propuestas en nuestra modernidad apuestan por la destrucción del habitat, de los recursos biológicos y la "banalización" de la felicidad.

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