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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

ESCRITURA DEL DESASTRE I

TEMÁTICAS ALREDEDOR DE “LA NOCHE”, DE ELIE WIESEL.

Eduardo  Botero T.

En cuanto a la forma:

-       Mostración en vez de demostración
-       Descripción
-       Narrador: primera persona del singular
-       La frase corta, el párrafo corto, suma de cuadros: ¿texto para un documental?

En cuanto al contenido:

-       Los escenarios y la temporalidad: ante-víspera, víspera, durante la estadía en el campo, final.
-       La relación padre-hijo, narrada por el hijo.
-       La relación con Dios: el instrumento por excelencia es la pregunta.
-       La ablación de la memoria: la reducción de la vida a la pura supervivencia diaria.
-       La inhibición del acto de defensa a pesar de los llamados a ejercerlo.
-       La muerte de Dios
-       La experiencia de la vigilia, regida por la temporalidad de los sueños
-       La desaparición de las bondades de la interpelación, la reducción a la pura obediencia.
-       La sustitución de la pregunta “¿quién soy?” por la pregunta “¿cómo sobrevivo?”
-       “La música militar es a la música, lo que la justicia militar es a la justicia”.  B. Russell
-       Un parto masculino: “Mi padre lanzó otro estertor, y fue mi nombre: ¡Eliézer!” (p. 108)


DE LA CONTUNDENCIA DEL MOSTRAR

En “La Noche”, Elie (por Eliézer) Wiesel no demuestra, muestra.  Como guión para documental, cada fragmento de su novela sienta y presenta los elementos que la constituyen en su economía singular, eximida de adiciones innecesarias y traducidas en notas para el autor mismo.  Para no olvidar, para que otra temporalidad las retome y se las represente.

Su resultado es el detalle del cuadro.  Frases cortas, párrafos cortos, capítulos cortos, novela corta.  Se lee, como se dice, de una sentada.  De ahí la inferencia: esta narración, al tiempo que novela la experiencia, bien puede soportar un documental.  De hecho, después de ver el documental “Noche y Niebla” de Alain Resnais (1955), resulta inevitable constatar el apoyo en la obra de Wiesel.

La diferencia, por supuesto, resalta: el narrador en “La Noche” no puede ser sino desde la primera persona, expuesto a que el lector establezca la relación yo de la enunciación/yo del enunciado. En el documental, desde la primera persona del plural, que toma por objeto el campo de concentración y la población que lo habita. 

Cada fragmento en que se divide cada capítulo, describe una imagen.  La palabra que circula en la comunicación de quienes la forman, se encuentra totalmente constreñida a la escena.  Salvo en las alusiones a la divinidad, nada de lo que se habla se abstrae de lo que se muestra. 


La narración no parece proponerse algún afán por lo literario en sí, más que, por la vía de instaurar precisiones descriptivas en relación con lo inefable.  No obstante al final, la estética no puede eludirse como propósito deliberado de la narración. 

El espejo, lo especular, lo óptico: la narración nos insistió todo el tiempo en mostrar.  Cada lector está obligado a ponderar el texto como prueba de aquello que, parafraseando a Valery, siendo impensable se reveló posible.

En la secuencia de sentar, presentar y representar, “La Noche” sienta y presenta.  Cabe al lector lejano en el tiempo y en la geografía, representarse la obra y saber disponer de las resonancias que lo sentado y lo presentado lo ocupen.  La analogía de “La Noche” con la pintura de Goya, nos obliga a preguntarnos por el poder de la mostración.


LECTOR IN FÁBULA

Yo de la enunciación/yo del enunciado: Wiesel no se afana por resaltar su implicación en los acontecimientos  con respecto a la del resto de su comunidad.  El afecto cifrado a su vida de relación se limita a no perder la alianza con su padre. La buena fortuna de que su fallecimiento  se haya producido pocos días antes de la liberación, acentúa el valor de esa mutua dependencia como sostén, como apoyo.

Tal vez los lectores de hoy delatemos nuestra instalación en el expansivo –y soberbio- yo ideal, criticando la pasividad con que la comunidad judía  transilvana espero a que se consumara su traslado a los campos de concentración nazis. Sabemos que después de los hechos todos tendemos a ser lúcidos. Nunca, a lo largo de la obra, Wiesel da a entender que  fuera un incomprendido por los demás, uno que sí avizorara el destino funesto  que los demás se negaban a entrever. Esta sabiduría premonitoria se la adjudica a su amigo Moshe-Shames, el custodio de la sinagoga, con quien mantuvo, durante cierto tiempo su relación de iniciado. Fue a las advertencias de Moshe que la comunidad  prestó oídos sordos: “Judíos, escúchenme.  Es lo único que les pido.  Ni dinero ni compasión.  Pero escúchenme –gritaba en la sinagoga, entre la oración del crepúsculo y la de la noche” (p. 20). Usen el cuerpo, usen sus oídos, usen los nexos de estos con la razón, usen la desconfianza como precaución, usen el poder salvador de la anticipación, pongan distancia, corran… el cuerpo, usen el cuerpo.  Instalada en la convicción de que estaba loco, la comunidad espera otro desenlace. 

Wiesel advierte que él mismo descreía de las advertencias de aquel a quien había admirado tanto.  “Sólo sentía compasión por él”. Cuando sugiere Palestina como probable y posible destino salvador, apenas lo hace porque lo ha oído de otros, y lo sugiere a su padre.  Este responde invocando su vejez, su dificultad para comenzar de cero en otro lugar, su impotencia. 

El narrador es, pues, uno que, también confió que su destino, en poder de los nazis, iba a ser otro.  Repite lo que de oídas repetían otros, él mismo como cualquiera otro.  El gesto, las buenas maneras de los alemanes recién llegan a Sighet, inducen a despojarse de temores, a prestar oídos sordos a las advertencias pesimistas, a declararlas falsas alarmas.  Del cuerpo, la mirada que se fija en el gesto del otro. Todavía no se revela posible lo impensable: quedar despojados de todo, no solo de sus pertenencias, sino de la ciudad en que nacieron, de la casa que habitan, de las relaciones con sus vecinos, de la vida cotidiana, etc., pero por sobre todo de la confianza en sus propias intuiciones.

Si nos vemos obligados a postular un tema y un personaje, podemos decir que “La Noche” es, ante todo, la presentación de un personaje-tema que no es el silencio, que no es la pasividad, que no es la resignación.  Se trata del personaje-tema que podemos denominar “el testigo”.  La narración en primera persona da cuenta de que en el yo de la enunciación se ha producido una ruptura con su pasado inmediato, particularmente a nivel de su confianza en  la divinidad, lo que parece tener por consecuencia la elección privilegiada de un aspecto del yo del enunciado, el cuerpo. 

Valido de una creencia que no hubiera sido puesta en cuestión por la experiencia, el yo de la enunciación permanecería sometido a los afanes de una épica, inclusive, de una hagiografía. Wiesel no muestra su inclusión en el acontecimiento como gesta ni como heroísmo. Fracturada la convicción, no queda otro lugar que el de testigo, así la propia vida quede implicada en el acontecimiento. La frialdad del campo pareciera congelarse en la frialdad del relato.

Pero el yo del enunciado ha sido reducido a ser solamente instrumento, herramienta y ha quedado proscrito a una permanencia en la dialéctica vida/muerte que asiste a la desaparición de la dosis de azar que siempre, en la libertad y en la paz, hace dialéctica, también, con todo determinismo.  Ahora no se está muy seguro de que habrá futuro.

Esa reducción a la condición de mera herramienta conduce a reducir la subjetividad a la pura corporalidad.  Todos los elementos en cada cuadro repetirán lo mismo: la sopa, el pedazo de pan, la cerca eléctrica, los latigazos, el humo que sale por la chimenea del horno crematorio, los cadáveres apilados en la tierra o en las volquetas que los trasladan, la cuchara, la navaja, la enfermedad, la apariencia física, la marcha, etc.  Todo esto no es más que referencia al cuerpo, lo que puebla el pensamiento, lo que se vuelve objeto de narración.

Siendo el cuerpo fondo, forma y contenido de la experiencia cotidiana, apenas se vislumbran jirones de  humanidad a través de una re-valorización del gesto: la sonrisa en el rostro de un responsable, que anunciaba probable disminución de los castigos; la muestra de solidaridad súbita y efímera, que interrumpía la ferocidad de un vigilante; el encuentro con un paisano que prestaba su concurso profesional al custodio y al secuestrado, que fabricaba esperanzas para mejores tratos.  En fin,  pero todo expuesto a un imaginario afianzado en las bondades de la mirada, otra expresión de lo corporal.

DEL DIOS PADRE AL PADRE QUE ACEPTA SACRIFICARSE CON EL HIJO

Esta vez Dios no ha dado orden alguna a un padre para que sacrifique a su hijo como prueba de lealtad. Adán, Abraham, Noé… Desobediencia, lealtad, salvación: la trilogía nos revela más personajes-temas.  La Soha carece de profetas, el acontecimiento no exalta la misión de un hombre.  ¿Cómo desestimar la afirmación de que Dios ha muerto?  La orfandad pesa más cuando al padre, en la memoria que lo prolonga hasta el presente, no se le pueden hacer preguntas.

Moshe-Shames lo había advertido en sus informales lecciones al iniciado joven Wiesel: “El hombre se eleva hacia Dios por las preguntas que le formula –gustaba repetir-.  Ése es el verdadero diálogo.  El hombre interroga y Dios responde.  Pero no se comprenden sus respuestas.  No es posible comprenderlas (…) Las verdaderas respuestas, Eliézer, sólo las encontrarás en ti mismo” (p. 18).

Otro personaje-tema: el padre y el hijo.  Sabemos del contexto que el III Reich se postula como “el padre” que sustituye al padre alemán, al de cada familia, que según Schreber, había dimitido.  Sabemos por los cuadros de Wiesel en su novela, que la filiación entre los superiores y los retenidos en razón de la raza a la que pertenecían, era tan exacta y estricta, como la cadena de autoridad de la premodernidad: hijo mayor que representa al padre quien, a su vez, representa al señor feudal, este al príncipe representante del rey, el rey del Papa y el Papa de Dios.  Representarse el nazismo como la fascinación de los hombres por la ofrenda entregada en sacrificio a dioses oscuros (Lacan), contrasta notablemente con la suposición de que todo este genocidio obedeció a la obra de un solo hombre, Hitler, el padre, el Fhürer. La modernidad se inauguró, también, con la guillotina lloviendo como ducha rígida (León de Greiff) sobre la humanidad del rey, el que ocupaba un especialísimo lugar en la cadena de autoridad de la premodernidad.  Schreber sindica al romanticismo proveniente de los interrogantes que surgen al tenor del desarrollo de la modernidad, de ser el causante del debilitamiento del peso del padre en la familia aria.  El programa político del Fhürer coincide puntualmente con el delirio del hijo de Schreber: dar origen a una raza superior.  Conditio sine qua non: eliminar  aquellas que se opongan a este destino, mucho más las que a sí mismas se declaren elegidas.  Instrumentalizándolas será una forma de des-humanizarlas.

Wiesel interroga a Dios desde la convicción cotidiana en la que permanece al lado de su padre.  Pero no comprende las respuestas no porque estas vengan desde el fondo del alma sino porque Dios, terriblemente, calla.  En el fondo del alma nace, valga decirlo así, la muerte de Dios.  Para declararlas incomprensibles Dios tendría que haberlas formulado.  Silencio absoluto. 

Simultáneamente el eslabón de la cadena generacional, el padre de Wiesel, sufre su propia transformación.  El hombre que despreocupado por los sucesos familiares, “culto, poco sentimental… más ocupado de los demás que de los suyos” (p. 17), desaparece y, en su lugar, emerge el hombre que acompaña todas las horas de todos los días a uno de los suyos el que, a su vez, declara objeto preciado de su defensa, sostener este acompañamiento a cómo de lugar y hasta que sea posible. 

La pobreza de su herencia en un momento próximo a sucumbir definitivamente (una cuchara y una navaja) no podemos declararla mas que desde la soberbia que nos concede la distancia temporal y geográfica.  Ambos instrumentos recuerdan la relación de la humanidad con la transformación de la naturaleza, sí, pero además, resistencia del valor de uso de esos objetos en virtud de su pertenencia a quien sabe manipularlos, un hombre, instrumentos al servicio de dificultarle al cuerpo las consecuencias de su finitud.   

Porque ese es el legado: conservar la humanidad en medio de la decisión por eliminarla a como de lugar. La paternidad, podemos decir, se desliga de su conexión con la divinidad, emerge en bruto como referente único de posibilidades expresada en el padre acompañante.  La orfandad con respecto a la divinidad queda subsanada por la exaltación de una filiación que igualmente, se basa en la creencia, pero que esta sí, mitiga el sufrimiento, alivia, auxilia.  La humanidad del padre de Wiesel revela su costado salvador ausente en la divinidad. 

Ya no el legado después de muerto, sino aquel que se gesta en vida: con su padre, ambos compartiendo la experiencia, es con el único ser que Wiesel puede seguir obteniendo todas las bondades que provienen del derecho a interpelar al otro sin temor a consecuencias negativas sobre el propio cuerpo.  Con el kapo, con los SS, mucho menos con Mengele,   ningún prisionero tiene la esperanza de obtener provecho con el uso de la interpelación, todo lo contrario.  Inclusive entre los prisioneros mismos, la interpelación puede acarrear consecuencias negativas.  Prevaleciendo el miedo como único afecto autorizado –y propiciado- por los carceleros, no falta quien encuentre en la singularidad de ser soplón lo que no encontraría manteniéndose fiel al grupo. 

El padre de Wiesel puede ser interpelado por él.  Una fabulosa excepción a aceptar la reducción a la pura condición de instrumento. 

Después de esta experiencia al yo de la enunciación “no le queda más remedio” que encontrar una narración que sustituya lo trágico anclado con lo inefable por lo dramático desplegado en el hallazgo de una escritura propia, en cierta forma, la comprensión de aquel legado ya no del padre sino de Moshe-Shames según el cual “las verdaderas respuestas (…) sólo las encontrarás en ti mismo”.

Debemos destacar que  esta relación entre un padre y un hijo es narrada por el hijo que sobrevive al padre y al campo.  Ambos han dejado de ser lo mismo que era cada uno antes del acontecimiento: el padre ya no puede sino preocuparse por uno de los suyos, en Wiesel ha muerto Dios.  Para el que sobrevive la otra vida, la mejor vida, será, en vida, la libertad, incluso para que esta pase a hipotecarse mejor en las exigencias de la escritura, de una escritura propia, la del hijo que nace cuando el padre pronuncia su nombre como último estertor.

OTROS ELEMENTOS A CONSIDERAR

Lo no dicho en la narración también contribuye a configurar otros personajes-temas.  La narración, escrita después de la experiencia traumática del campo de concentración, ejemplariza el ejercicio de la memoria.  En contraste: la escasa memoria de la que se da cuenta durante la estadía en los diversos lugares del campo de concentración, referida al tiempo anterior a la experiencia.  No es que no aparezcan pasajes alusivos a ella, por ejemplo, en los reencuentros con personas conocidas de antes del campo, sino que algo ha sucedido en el campo de la atención, la percepción y la memoria.  

Una clave para comprender todo esto la da la escritura de las páginas 46-47 de la novela, referidas al tiempo que había transcurrido desde la concentración en el ghetto, pasando por el traslado en tren y la llegada al campo de concentración:  “Tantos acontecimientos habían tenido lugar en pocas horas que había perdido por completo la noción del tiempo.  ¿Cuándo habíamos abandonado nuestra casa?  ¿Y el ghetto? ¿Y el tren?  ¿Una semana solamente? ¿Una noche, una sola noche? (…) ¿Cuánto tiempo hacía que nos manteníamos en medio del viento helado? ¿Una hora? ¿Una simple hora? ¿Sesenta minutos? (…) Seguramente era un sueño”.

El exceso en la vigilia solo puede ser comprendido si se le vincula al contenido manifiesto de un sueño, entonces, alterada la temporalidad, la percepción y el juicio, es inevitable que durante la tragedia toda memoria del tiempo pasado, como evidentemente en este caso, siempre mejor, no será sino otro motivo de dolor, en este caso auto inflingido y, a su vez, excesivo en medio del exceso.

Otro suceso: no se puede seguir declarando, después de esta experiencia, que el inconsciente continuará desconociendo la muerte.  Las palabras finales de la novela son reveladoras: “En el fondo del espejo, un cadáver me contemplaba.  Su mirada en mis ojos no me abandona más”. 

El horno crematorio está allí, en el paisaje inmediato, también la cerca eléctrica, pero sobre todo, el constatar que el desprecio pueda haberse elevado a la condición de una ideología capaz de incluir la impiedad como ingrediente indispensable en las recetas de la racionalidad administrativa. 

La fila, el conteo, la estadística, las revisiones odontológicas y médicas, la desinfección obligatoria, la desnudez en público, la anestesia que produce la nieve como preámbulo de la gangrena, la capacidad de los desnutridos por correr sesenta kilómetros escapando, con sus verdugos, de la arremetida de la resistencia, de la liberación… son todos ellos personajes-temas que ameritan ser sometidos a la meditación reflexiva.  Igual que la música, la militar, recordando a B. Russell: “La música militar es a la música, lo que la justicia militar es a la justicia”.

CODA

La multitud inerme, personaje-tema, del que no podemos fácilmente excluirnos.  Hubo voces que llamaron a la resistencia, las hubo que dijeron que era preferible morir de pie que arrodillados, hubo seres que advirtieron lo que se venía y… sin embargo… otra orden, muy poderosa por cierto, triunfó llevando a la multitud a montar en aquellos vagones que los conducían al exterminio. 

Recuerdo los testimonios durante la llamada “Masacre de Trujillo”.  La gente murmuraba fulano está caliente.  Esto quería decir que ya todos estaban enterados de que “fulano” iba a ser asesinado.  Pero el fulano, enterado, no escapaba, no huía, no oía las advertencias, desdeñaba las ofertas de solidaridad, permanecía, impasible, caminando por las calles como si no fuera, en ese mismo momento, objeto de seguimiento.  Extraño poder este de la muerte cuando no disimula nada y es anunciada.  Extraño acto este de no escapar, de no ponerse a salvo… tal vez por haber sucumbido a la fascinación que despierta la ofrenda en sacrificio, tal vez porque se está prisionero del embrujo, tal vez porque habiéndose acostumbrado a confundir la muerte con un cadáver (un muerto), ser otro cadáver no despierte el miedo que la sacralización de la muerte acostumbraba despertar.  Las chapolitas mueren fascinadas –y calcinadas- por la luz de la vela.



 

    

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