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E. BOTERO T.

lunes, 29 de agosto de 2011

¿ESPÍRITUANÁLISIS? I

Por Eduardo Botero Toro


MICHEL FOUCAULT

No somos más que resto para todo aquel que de testimonio de nuestra palabra  dicha en voz alta.  Resto, deshecho, jirón, colgajo… Apenas el otrosí de un contrato implícito, el sueño que escapa a nuestra memoria, el recuerdo envilecido por la suma de posteriores interpretaciones, la arenga que cae en oídos sordos, el llamado a la cordura del personaje de la Balada para un Loco de Astor Piazzola: un bandoneón extasiado con la repetición de una melodía de infancia.



Aferrarse a una palabra que es repetición y no incitación a que el espíritu use su escalpelo y de libertad a toda la polisemia que la conforma, es el proceder del feligrés, del fanático y del que puede vivir solamente a expensas de saberse claque.  El que entendió, entendió…   Todo lo que  hagamos con nosotros mismos (un saber, un método, una práctica, la meditación reflexiva de nuestra experiencia…) en beneficio de transformarnos de tal modo que podamos acceder a la verdad, supone la puesta en cuestión de todo aquello que se promueva como verdad establecida. 


Sea la compulsión a repetir los dictados severos  de la pulsión de muerte, la puesta del acto en el orden de suponer la superación de aquellos dictados y su conversión en “otra cosa”, pasa por convertir en obligatoria la decisión de comprender las trazas más significativas de la cultura en la que -y por la que- somos.  Sin esta obediencia será imposible sustraerse del imperativo dogmático. Estamos aquí a expensas de que unos de los suyos quisieron dejar constancia de su cópula y, siguiendo la reflexión ligada al remordimiento de Borges, a lo mejor nos concibieron para la vida, para la felicidad…


“… Mis padres me engendraron para el juego 
arriesgado y hermoso de la vida, 
para la tierra, el agua, el aire, el fuego. 
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida 
no fue su joven voluntad. Mi mente 
se aplicó a las simétricas porfías 
del arte, que entreteje naderías…


La muerte puede bien tomar la forma del ritual, de lo que se repite, aquello que se aleja tozudamente del ejercicio.  Ni el descubrimiento más asombroso, ese que fuerza el insight en millones de seres humanos, está libre de caer en la desgracia de lo que se repite hasta la inanidad tornándose progresivamente de inútil a peligroso.  Todo ritual se prescribe de tal manera que fácilmente se hace manual, repetición sin riesgo.  Un ejercicio se realiza abierto a las infinitas posibilidades del andar: de él, se dice, que hace del camino su meta.  Porque es de este modo que el ejercicio opera, es por lo que el sujeto que lo realiza se hace imprescindible y queda sujeto a las exigencias de sus hallazgos.  Que el científico más preclaro desconozca el peso de su subjetividad en el hallazgo que lo representa, no lo libra de la inconformidad que registra una vez constata el uso que otros hagan de su hallazgo.
 


“La fórmula” es el resultado inevitable de todo ritual.  La que exorciza, la que  alivia, la que cura o la que mata.  Pero ella se convierte en objeto ineludiblemente ligado a quien se instaura en la condición de yo-ideal y se confunde con aquella.  No existe otro afán que el de hacerse supuesto propietario de aquello que pre-existe a su descubridor: desde el bacilo de Koch hasta la patente que una tal Judith Miller inscribió sobre la fórmula química del yagé.  También los derechos de autor de los grandes pensadores…


La apertura a las múltiples posibilidades del devenir es el resultado y el método simultáneo de todo ejercicio.  Descristianizar la espiritualidad nos permitiría descubrir más y mejores mundos para una espiritualidad acorde con el afán por buscar y tratar de encontrar la verdad.  Un verdadero ejercicio espiritual es apertura –no repaso, es trashumancia –no congelación, es vagabundeo –no contención.  En algún lugar de la apertura, la trashumancia y el vagabundeo, hallaremos un acto, un sentimiento o una idea que nos orienten en la dirección anhelada. 


Recuerdo la parábola que le escuché a un pintor acerca de la inspiración, partiendo de suponer que el oficio del verdadero artista significa 99% transpiración y 1% inspiración.  Si una persona cualquiera camina descalza por la playa y observa que algo brilla en la arena, temeroso de que sea un vidrio, apartará su pie del camino para no cortarse: pero si quien camina descalzo por la playa es un joyero y ve que algo brilla en la arena, se agachará, lo recogerá y de pronto es un diamante.


Es en ese de pronto que un oficio encuentra posibilidades reales para producir hallazgos de valor.  No nos desentusiasme el hecho de que algún corifeo del ritual acuse a nuestra parábola de ser síntoma de nuestro materialismo, sabida y conocida es la velocidad con la que presumen la verdad de aquello en lo que han enquistado su ritual pues se sienten propietarios exclusivos de todos los diamantes del mundo e implícitamente reclaman por saber que aquello de lo que se sienten propietarios es usado por alguno de los indóciles adversarios de su respectiva secta.  Los diamantes están ahí, en las minas que los contienen y en aquellas que no han sido todavía abiertas, hacen parte de ese dios spinoziano, de la naturaleza, los últimos como verdadero dolor de cabeza para los que se adjudican su propiedad, como le duele la cabeza al esclavista cuando desconoce el paradero de un esclavo cimarrón.


Ese de pronto no podemos considerarlo exclusivo del azar, por eso también subrayé, en la narración de la parábola las palabras un joyero y deliberadamente transcribí para un cualquiera el verbo observar mientras que para el joyero empleé el verbo ver.  Porque el asunto no depende de mirar con detenimiento, sino de quién se es para interpretar las posibilidades que conduzcan a un hallazgo favorable.  Nadie critica el miedo del primero y su magnífica adhesión al cuidado de sí que, con todo, lo expulsa de la posibilidad de tener en sus manos aquello que el segundo valorizaba en función de quién era.  No es lo mismo un brillo en la arena para uno y para otro, porque uno y otro no son lo mismo.  Es probable que un aprendiz del segundo actúe como el primero con el fin de proteger las manos que necesita para desempeñarse en el oficio que aprende.  Un maestro verdadero le hará notar que puede más el miedo que el deseo y que un deseo bien puede encausarse de tal manera que dicte el cuidado necesario para constatar el hallazgo y disfrutarlo. 


Quizás de lo único que podamos tener certeza es que se trata de una sola vida y de que en buena parte depende de nosotros mismos lo que nos acontezca durante ella.  Así, la obligación por conocer las trazas que definen la cultura en la que estamos y por la que somos, no riñe absolutamente con el afán por decidir el modo de ubicarnos con respecto de las mismas.  Si como agentes receptores de una pulsión de muerte que pugna por mantener la adhesión a fórmulas dogmáticas  que nos paralizan en la simple resignación, o si como agente activos del afán por superar el imperio que establece la pulsión de muerte tanto en cada uno de nosotros mismos como en la cultura en general. 


El rito nos conduce a lo primero, el ejercicio nos ofrece posibilidades para lo segundo.  La dignidad gana pues es distinto morir de pie que hacerlo arrodillados. Y que vamos a morir... no cabe  la menor duda.

  






1 comentario:

  1. Esta propuesta me lleva a pensar sobre rivalidades como: racionalidad-emocionalidad,intuicion-hecho-,Deber-Deseo, Entre las que se debate constantemente nuestro hacer, nuestro ser, debate que podría darse de manera más tranquila si el sentimiento de culpa que valida la espiritualidad propuesta por la religiosidad, no lo condenara.

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