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E. BOTERO T.

domingo, 26 de febrero de 2012

LA MUERTE DEL ESQUELETO


Eduardo Botero T.




Yo no me opongo a la cremación pero tampoco a discutir sobre su novedad y menos sobre su pertinencia.  Vaya y venga con la disminución progresiva de las áreas destinadas a cementerio, el Dios que todo lo puede es capaz de juntar cenizas: nada –salvo la paz del mundo- es imposible para el Todopoderoso. 

Pero no dejo de considerar que este asunto de la cremación ha convertido al esqueleto en algo imaginario.  De hecho en las salas de morfología de las facultades de medicina ya se lo ha reemplazado con esqueletos de poliuretano.  Y también a los pacientes, se les ha reemplazado por muñecos.  Es decir, ya no se espera a que un cristiano sea muñeco para aprender anatomía y las  virtudes de reemplazar un paciente verdadero con un muñeco son ampliamente favorables para todos los pacientes.  No me impresiona favorablemente suponer que en un futuro también lloraremos más por la muerte de un muñeco que de un humano, ya empezamos a hacerlo con los animales…

Pero lo que es el esqueleto ha muerto.  Yo no sé si tenga implicaciones filosóficas o no, así como la muerte de Dios proclamada por Nietzche y por Wall Street. Compasión no quiero, quiero mejor indiferencia.  El esqueleto se ha vuelto invisible, después de que se le veía tan rozagante en los campos de concentración y en las laminitas de la edad media. 

Es-que-le-tocaba.  Como a todo en estos tiempos de obsolescencia programada. El esqueleto no va más, ahora pura imaginación, al lado del unicornio, de la honradez de los gobernantes y de la eficacia milagrosa del divino prepucio. 

Ahora apenas sí vago recuerdo.  “Hubo una vez…”.  Y entonces habrá quién descrea de su existencia y postule que nuestras carnes no se apoyan en la verdadera contundencia del calcio y del fósforo, sino en la concreta solidificación de un espíritu puesto al servicio de nuevas causas divinas.
 

Creo que existió un primer culpable, antes que la cremación, de la muerte del esqueleto, el amor.  O alguien ha leído alguna vez un poema que diga, por ejemplo: “¡Ay! ¡Cuánto dolor cuando recuerdo/ el paso de la epífisis distal de tus falangetas/ por el borde sinuoso de mi espina ilíaca!”

Y mucho menos este: “Las cuencas de mis órbitas oculares no alcanzan/ para mantener cómodos mis ojos cuando miran tu lordosis lumbar mientras locomociones por la acera!”  Hubiera sido una aproximación, pero en poesía las aproximaciones no valen. 

El esqueleto ha muerto tal vez para desdicha de los buscadores de tesoros indios que se guiaban durante las noches, esperando la fosforescencia que salía de las tumbas como guía fundamental para hallar sus botines.  O para desdicha de los coleccionistas de objetos macabros. 

Desde el nacimiento hasta la muerte, el esqueleto se ha convertido en una suposición.  Las ciencias morfológicas no podrán impedir la aparición de supersticiones conexas con el asunto. Tendremos templos a los cuales asistirán algunos para adorar al “divino sacro”, al “todopoderoso omoplato” o al “balanceado húmero”.  Y careceremos de calaveras frente a las cuales proferir nuestros juramentos solemnes. 

Y, cuando al caer de nalgas haga su estallido la risa, no estaremos muy seguros de haber propiciado que haga su aparición ningún huesito de la alegría ni algo parecido.  Diremos, simplemente, que nos encanta comer mierda que para eso somos colombianos.  

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