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E. BOTERO T.

domingo, 2 de enero de 2011

Ni profetas ni sabios: ¡parresiastas!








 Por MICHEL  FOUCALT






Podemos oponer la parrhesía (ver nota aparte) a otras modalidades fundamentales del decir veraz que encontramos en la antigüedad, pero que hallaríamos sin duda, más o menos desplazadas, formalizadas de maneras diversas, en otras sociedades, la nuestra incluida. A partir de la Antigüedad podemos definir cuatro modalidades del decir veraz. En primer término, la profecía. El profeta, al igual que el parresiasta, es alguien que dice la verdad. Pero la característica fundamental del decir veraz del profeta está en la postura de mediación que asume. El profeta no habla en su propio nombre: transmite una palabra que es, en general, la palabra de Dios. Articula y profiere un discurso que no es el suyo, dirige a los hombres una verdad que viene de otra parte. También está en posición de intermediario, en tanto se sitúa entre el presente y el futuro. El profeta devela, ilumina lo oculto, pero no sin ser oscuro, no sin dar a lo que dice una envoltura que es la del enigma. La profecía no dice la verdad en su lisa y llana transparencia. Aun cuando el profeta diga lo que debe hacerse, resta aún interrogarse, resta saber si se ha entendido bien, hay que cuestionar, vacilar, interpretar.

El parresiasta, al contrario, habla en su propio nombre. Es esencial que lo que formula sea su opinión, su pensamiento y su convicción. Debe firmar sus dichos. El parresiasta no dice el porvenir. No ayuda a los hombres a franquear lo que los separa de su porvenir, sino que los ayuda en su ceguera acerca de lo que son, acerca de ellos mismos. En el juego entre el ser humano y su ceguera arraigada en una desatención, una complacencia, una cobardía o una distracción moral, allí el parresiasta cumple su papel. Y el parresiasta no habla mediante enigmas: al contrario, dice las cosas lo más clara, lo más directamente posible, sin ningún disfraz, ningún adorno retórico. Es cierto, deja algo por hacer: deposita en aquel a quien se dirige la dura tarea de tener el coraje de reconocer esa verdad y hacer de ella un principio de conducta.

El decir veraz parresiástico puede oponerse también a otro modo de decir veraz muy importante en la Antigüedad: el de la sabiduría. El sabio habla en su propio nombre. La sabiduría que formula es la suya propia; no es simplemente un portavoz, como el profeta. Pero el sabio mantiene su sabiduría en una reserva, que es esencial. En el fondo, es sabio en y para sí mismo, y no necesita hablar. Nada lo obliga a impartir, enseñar o manifestar su sabiduría. El sabio es estructuralmente silencioso. Si habla, sólo lo hace interpelado por las preguntas de alguien o por una situación de urgencia para la ciudad. Eso explica que sus respuestas bien puedan ser enigmáticas y dejar a aquellos a quienes se dirige en la ignorancia o la incertidumbre. En este sentido se emparienta con el profeta. Pero, a diferencia de la profecía, en la que se dice lo que será, el sabio dice lo que es, el ser del mundo y las cosas. Y si ese decir veraz puede asumir valor de prescripción, no es bajo la forma de un consejo ligado a una coyuntura, sino en la de un principio general de conducta. El parresiasta, a diferencia del sabio, no mantiene una actitud esencial de reserva. Su deber, su obligación, su responsabilidad consiste en hablar y no tiene derecho a sustraerse a esa misión. Lo vemos precisamente con Sócrates, que, como se recuerda a menudo en la Apología..., ha recibido del Dios la función de interpelar a los hombres, tomarlos por el brazo, hacerles preguntas; una tarea que él no abandonará, aun amenazado de muerte.

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