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E. BOTERO T.

jueves, 18 de noviembre de 2010

ESCENA DE FAMILIA, DE FERNANDO BOTERO (1985)

FAMILIA SIN VIRGEN

En subasta pública se ofrece la obra del pintor colombiano Fernando Botero por un precio exorbitante (un millón quinientos mil dólares) que al pintor le parece bajísimo.  Quisiera resaltar otro valor del cuadro a través de este escrito.

Dos “toros” inanimados,  destacan en la escena.  Uno de juguete, puesto sobre la base de madera, en el piso, hace esquina, la inferior derecha; el otro, lo que queda después de la disección y la formolización del animal que ha sido muerto en la faena del  matador, del torero.   Se trata de una familia de toreros.  Otro objeto inanimado: las espadas, la de picas y la de matar.  Y hay más: la taza, las frutas doradas, los vestidos, la ventana…  En medio, la familia: el padre, el matador, sentado y, a su alrededor, los hijos, tras él su esposa vestida al propósito.

Posa, la familia posa para el pintor.  La pintura, objeto inanimado, resuena con los objetos tales.  No hay risa por ninguna parte, ni siquiera un asomo de sonrisa, ni siquiera en el niño vestido al propósito.  Esta es una familia vestida para la pose, expuesta para que el pintor la revele pública cuando las tintas inanimadas hayan secado.

Llama la atención que se titule “escena familiar”, como no sea que se interprete la pose como lo habitual de esa familia en particular.  Pero la pose enseña: todo está figurado para resaltar tres figuras, la del toro vencido,  la del matador que, suponemos, es quien lo ha matado y el torito de juguete.  Una diagonal imaginaria trazada desde la esquina superior izquierda hasta la inferior derecha, arrojan la imagen del matador al centro.

El matador, pues, posa con su familia.   Una espada está clavada en el marco de la ventana:  si se repara, excepto la mujer, la familia es la misma cuadrilla del torero.  Picador, mozo, matador y candidatos a la futura alternativa. 

Pero primero está el toro muerto, su resto.  Con Francis Bacon podemos decir: “tras el hecho queda su fantasma” (Cf. Andrew Sinclar: Francis Bacon. Barcelona, Circe, 1995, p. 225.  Citado por  Londoño Vélez, Santiago: Botero, La invención de una estética. Bogotá, Villegas Eds., p. 562).   Ya vencido y sin posibilidades de embestir, sus restos posan por aquella nueva acción de quien después de matarlo ahora exhibe orgullosa e impunemente los resultados de esa faena.  Pero no es uno cualquiera, parece ser, el orgullo de la familia puede atestiguarlo, uno muy especial, quizás aquel al que el matador hubiese querido no matar, hubiese pedido indulto a la presidencia de aquella  corrida y este le hubiera sido negado.  Porque la valentía del toro se exalta porque ella misma da cuenta de la valentía del torero, sobretodo si este sobrevive…

Después está el matador: se supone superior a la bestia no porque carezca de fiereza y virilidad sino porque es capaz de planear y hacer ritual con el acto mortífero.  En lugar de un trono, el matador se rodea de su esposa y sus hijos y, dejando caer sus manos sobre los muslos, cruza las piernas como en actitud de absoluta relajación.  El pintor parece acentuar el carácter anti-dramático del oficio (o del arte), la colocación de ese oficio en el rango de uno otro cualquiera, uno más.  La serenidad del matador da cuenta de que su arte excluye la muerte del toro como drama y la coloca más bien en el lugar de lúdico oficio.  La repetición y una y otra vez de un ritual en el que al decir de Jorge Díaz oficiaban en simultánea “El Buscón” (Quevedo y Villegas) y Don Quijote. Aquí ni lo uno ni lo otro.

Al final de la diagonal el toro juguete.  Un torerito en perspectiva, distante, seguramente que lo usa por fuera del día de la pose. El hombre juega fácilmente con aquello que, años después, matándolo le granjeará prestigio.  Es  lo que el pintor parece resaltar: la condición lúdica, repetitiva, del oficio, del arte. 

La familia del matador, capaz de juego y pose, envuelve su existencia tanto con el decorado propio del oficio como con la serenidad de quien se sabe prestigiosa por el ejercicio del mismo.  Familia que vitorea unida, permanece unida. 

La escena cuenta también la fertilidad de esa pareja, capaz de sustraer su intimidad a los vítores y oles de una afición enardecida por el afán de que corra sangre por la arena.  Tres hijos, todos tres debidamente vestidos a gusto del matador y su manola, la que lleva tocado de color rojo, color de la sangre, color de la capa del mozo de cuadrilla, color de las medias del matador. 

Se sabe que Fernando Botero asistió durante dos años a la escuela de tauromaquia de La Macarena de Medellín.  Pero esta escena familiar es “la otra escena”, allí donde la faena consiste no en matar sino en reproducirse, así sea para morir.

Un asunto final: en casa del matador, ninguna alusión a la Virgen de la Macarena.  Esa con cuya imagen se inaugura la Feria de la Candelaria, todos los años, y que llamó tan poderosamente la atención de Jean Allouch cuando José Diego Salazar lo invitó a la corrida inaugural de aquel año.

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