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E. BOTERO T.

martes, 30 de noviembre de 2010

NUESTROS JÓVENES: NOSOTROS MISMOS XIV





CARTA A MIS HIJAS UTILIZANDO LA LETRA DE UN TANGO





Cafetín de Buenos Aires               



Tango 1948
Música: Mariano Mores



De chiquilín te miraba de afuera
como a esas cosas que nunca se alcanzan...
La ñata contra el vidrio,
en un azul de frío,
que sólo fue después viviendo
igual al mío...

Como una escuela de todas las cosas,
ya de muchacho me diste entre asombros:
el cigarrillo,
la fe en mis sueños
y una esperanza de amor.

Cómo olvidarte en esta queja,
cafetín de Buenos Aires,
si sos lo único en la vida
que se pareció a mi vieja...
En tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía... dados... timba...
y la poesía cruel
de no pensar más en mí.

Me diste en oro un puñado de amigos,
que son los mismos que alientan mis horas:
(José, el de la quimera...
Marcial, que aún cree y espera...
y el flaco Abel que se nos fue
pero aún me guía....).

Sobre tus mesas que nunca preguntan
lloré una tarde el primer desengaño,
nací a las penas,
bebí mis años
y me entregué sin luchar.



ESAS COSAS QUE NUNCA SE ALCANZAN…



El tiempo pasa y en lugar de sentarnos a lamentarnos por haber perdido un paraíso que en verdad jamás existió (no porque mamá fuera una bruja empedernida que te estuviera usando, como neonato, en rezos y hechizos diabólicos, no, sino porque simplemente no fue un paraíso o lo que se entiende por tal… más vale que lo aceptemos…) debemos celebrar que un poeta como E. S. Discépolo, logre recordarnos, a través de la letra de este tango, una sensación propia de la infancia: ¡la de querer llegar a ser como los mayores!


Sensación única, absolutamente cierta: aquí sirve el cafetín  -y lo que en él acontece- como muestra de una de esas cosas que nunca se alcanzan, no por imposibles, sino porque la lentitud con la que transcurre el tiempo durante la infancia hace parecer que nunca se tendrá esa edad requerida para hacer parte de aquel tinglado.


“La ñata contra el vidrio”: mirada expectante, intensa, concentrada.  Fumar, conversar, tomar, enamorar, amistarse, posar, alardear, fingir, reír, maldecir, alegar, aceptar, ganar, perder.  Todo un acontecimiento repleto de promesas para saberse ya mayor. 


Entre asombros, más tarde, ya autorizado para estar (más que eso: para ser) en el café, recibir la posta, el legado, el bautizo: cigarrillo, fe en los propios sueños y la esperanza (esa pasión triste) de amar. 


Pero aunque sea imposible el reencuentro con el objeto perdido, no deja de aparecer menciones a uno de sus agentes más precisos.  Por la semejanza del cafetín con la propia madre: dadivosa, alcahueta, generosa… Aquí el mundo y el ámbito doméstico parecen fundirse sin dar muestra alguna de contrariedad.  Lo terreno y lo celestial también: mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas…  Todo para un currículo suficiente y de promisorios resultados a futuro: filosofía, dados, timba (juego), pero sobre todo, la aspiración, aunque cruel, a la propia evanescencia: la poesía cruel de no pensar más en mi.


Finalmente los amigos.  Nombres y signos que nos intrigan.  ¿Cuál la quimera de José?  ¿En qué cree y qué espera, aun, Marcial?  ¿Cómo el flaco Abel fue y sigue siendo guía?  No todo nos es dicho, no todo se nos explica: cada quien continuará, a sus modos, la historia.  Evocará subrogados de esos tres personajes, a lo mejor descubrirá en sí mismo versiones parciales de cada uno de ellos.  ¿Cuál mi quimera? ¿En qué creo y qué espero, aun?  ¿Quién –o quiénes- mi(s) guía(s)?


Entregarse sin luchar justamente allí donde esas mesas nada preguntan, nacer a las penas, conocer el desengaño amoroso y sufrirlo: el cafetín entonces se vuelve escenario, versión in diminutio, de un continente que apoya y sostiene cuando al drama de la esperanza se le suma la pena de amor y esa sensación de acogotamiento que proviene de una defraudación sin posibilidades de rectificación ni reinicio.


Curiosa y paradójicamente, serán voces del mundo de afuera, ese en el que tantas cosas dramáticas acontecen sin que la voz preocupada de nadie pueda impedirlas, las que denunciarán sospechosos e insanos los acontecimientos que ocurren en el cafetín.  Pero podemos pensar que existen demasiados abstemios que, en lugar de haberse bebido sus años, los han masticado de tal manera que quedan desprovistos de cualquier memoria capaz de celebrar, con la ternura, la inteligencia y la estética de este tango, probablemente puesto en la voz de quien jamás se paró de allí para morir en la locura del que nunca sucumbió al llamado de  placer alguno.  La locura de alguien que, obedientemente, no quiso pegar sus ñatas al vidrio frío del cafetín y terminó prefiriendo la locura de no ser a la gracia de vivir.


Se tiene que haber sido niño feliz para desear dejar de serlo.  De lo contrario, atorrante, la nostalgia nos llevaría a inventar paraísos que jamás existieron, para suponernos procedentes del mismo lugar de donde suelen proceder los héroes mitológicos.  Uno se pregunta ¿de qué vale inventarse orígenes de tal alcurnia cuando se lleva una vida totalmente constreñida a cifrar todo comportamiento no en el espacio abierto del poder ser sino en el podrido espacio del deber ser? 


Orígenes tan excelsos, puestos a preceder vidas tan atadas al puro goce, al puro masoquismo moral, no pueden encontrar la felicidad sino en los sermones contra los hábitos no saludables y los estilos de vida sujetos al criterio de los prefectos de disciplina. 


¿No tendrá qué ver esto con el aumento de los casos de demencia senil a que asistimos en los últimos años?  Una vida así amerita cambiar la consigna: olvidar es vivir.


Mirar de afuera como esas cosas que nunca se alcanzan…  En la tribuna del estadio, en la emisora, en el asiento del teatro, en el espacio que deja una puerta entreabierta, dejada así por una pareja afanada, descuidada y deseante.  Ni futbolistas ni locutores ni actores… está bien… Pero en el banquete de la vida siempre queda algo por repetir.  Acuérdense de cerrar bien la puerta. 



Su Taita.



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