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E. BOTERO T.

jueves, 21 de julio de 2011

VERBO SIN GRACIA


VERBO SIN GRACIA: LA PALABRA PRESA DE LA HABLADURÍA

Eduardo Botero T.



Tan frecuente como la noticia acerca de otra muerte fácil y certera, y a propósito de que en esta ocasión las víctimas han sido personas cercanas a nuestra admiración y afecto, son pocas las veces que no sucumbimos con facilidad a la explicación manida, al lugar común que jamás interrumpe su repetición en esa viciosa circularidad que transforma al pensamiento en herramienta inútil e incapaz de ofrecer salida, solución, arreglo.


“Algo debía”.  “¿En qué andaba metido?”.  “¿Atraco o venganza personal?”  Por citar solamente tres expresiones comunes que aparecen en los comentarios acerca de un asesinato. Fácil decirlas precisamente porque es difícil pensarlas.  No solamente es difícil pensar cada muerte en sí misma sino su imperturbable repetición, su casi naturalización progresiva: y es de esa dificultad para atrevernos a encontrar ideas que posibiliten su interrupción que procede el facilismo y la repetición constante de las tres expresiones traídas a manera de ejemplo.


Podemos asegurar, sin temer equivocarnos, que para una mentalidad férreamente religiosa, de esas que ya no existen, la jaculatoria y la oración tienen mayor poder de alivio para el que las exclama.  Pero desde el punto de vista de un pensamiento eficaz y contundente, igualmente comparte con las citadas su inutilidad.  Ni la habladuría ni la oración se han revelado eficaces para que entre nosotros se detenga esta repetición de los asesinatos.  Se nos dirá que la oración, al ser practicada por muchos creyentes y refrendar la adhesión del que la pronuncia a una comunidad de creyentes, por lo menos contribuye a que el sujeto se suponga miembro de algo más grande y poderoso que una hipotética comunidad de asesinos. Pero esta supuesta ventaja terminará por arrojar su propia contribución a la habladuría: “La mayoría de los colombianos somos buenos”.


BANALIZACIÓN DE LA TRAGEDIA Y ERUDICIÓN DEL FUNCIONARIO


La habladuría no se queda en las exclamaciones citadas, ella se nos revela casi como una potencia capaz de mostrarse erudita.  La divulgación mediática y la interpretación de las estadísticas son dos ejemplos que podemos invocar para sustentar nuestra afirmación. 


La divulgación mediática, con sus noticias redactadas por graduados de universidades de prestigio y proferidas a viva voz por profesionales de la locución y de la actuación (la locución de la noticia es un acto), es quizás la mejor muestra de un intento por lograr un buen lenguaje sin pensar acerca de la repetición incesante de lo que se notifica.  Excelente presentación, manejo técnico impecable, set de producción que bascula entre la presentación simple de los que locutan y la imagen del trabajo que se realiza más allá de la presentación, todo un entramado decorativo que contrasta con la miserable repetición de la misma noticia en tres ediciones diarias cuando no durante las 24 horas del día.


La interpretación de las estadísticas acerca de las muertes por asesinato es la otra manera como la habladuría aparenta erudición.  Por ejemplo cuando se compara un porcentaje de homicidios ocurrido en un lapso de tiempo del actual año, con el porcentaje de homicidios ocurrido en el mismo lapso de tiempo del año inmediatamente anterior.  Se dice, por ejemplo, que mientras en este año ocurrieron 26 homicidios entre enero y marzo, en el año pasado y en el mismo lapso de tiempo, ocurrieron 32 homicidios y que esta diferencia revela que la acción de las autoridades ha contribuido a la “disminución” del número de homicidios.



YA NO ES LA LEY DE DIOS SINO LA LEY DEL MÁS FUERTE   


Tanto la repetición incesante de las noticias como esta interpretación caprichosa y arbitraria de las estadísticas responden a una idea que naturaliza la ocurrencia de los homicidios y los hace aparecer como eventos asimilables, por ejemplo, a las muertes provocadas por una enfermedad contagiosa.  Esa idea hace parte de la concepción que conocemos con el nombre del darwinismo social, una extensión arbitraria y caprichosa de las coordenadas descubiertas y expuestas por el gran investigador inglés en el campo de la evolución, al análisis del campo social y cultural.


Es al darwinismo social a quien apelan en la actualidad quienes saben que ya no existen almas creyentes como en el pasado pero sí un pésimo nivel académico en las universidades donde se educa buena parte de la ciudadanía que coincide en permanecer como espectadora pasiva del drama que se ejecuta ante sus ojos.  Asegurar, en la actualidad, que los homicidios –y otras tantas cosas que nos afectan- proceden de una voluntad divina que decide y determina su ocurrencia, no es un proceder que consiga suficiente audiencia, a lo sumo, en unos cuantos lugares de culto en donde el lavado de activos ha encontrado las fisuras legales necesarias para cristalizar sus propósitos.  Tal vez exista en algún lugar del presente un devoto seguidor del personaje de la novela de Umberto Eco, El Nombre de la Rosa, Jorge de Burgos, convencido de que el carnaval no hace más que afectar la piedad y con ella el miedo tan necesario para conservar, inmodificable, el orden deseado por Dios.  Es probable que se trate de una legión en construcción y la  participación en política de muchos de sus representantes esté indicando una tendencia que sea preciso considerar como ejecución de un determinado ideal. 


Pero sobre una población alfabetizada, a la que no se puede engañar mediante recursos de esa naturaleza, el orden económico –que se postulaba a sí mismo como enterrador de las ideologías- sabe que en las tesis del darwinismo social encuentra “explicaciones” capaces de refrendar la dificultad del pensar y dar apariencia de erudición a lo que no es otra cosa que la habladuría propia de una ideología que se sabe dominante y que reproduce su dominación mediante la repetición incesante de sus propias interpretaciones del mundo y de lo que sucede.


ESPECTADORES PASIVOS PARA UNA VORACIDAD ACTIVA


Las estadísticas acerca de la inequidad no dejan de hacer su especial aporte a la habladuría en otra versión de apariencia erudita.  Y su aporte no proviene tanto del hecho incuestionable que esas estadísticas registran como sí de la ignorancia deliberada que practican quienes las invocan acerca de su correlación con la relajación de la eticidad en esa minoría que controla la sociedad a través del monopolio de su poder en el Estado y que no puede ocultar que el acceso a ese monopolio no se debe a que haya probado su singular eficacia para el manejo del mismo como sí al uso de todos aquellos medios que se agrupan bajo el nombre genérico de violencia. 


Tan pronto como se cita la inequidad se asume, automáticamente, y como prueba de habladuría erudita, que la pobreza, per se, genera violencia.  Ya sabemos a dónde ha conducido este modo de pensar en quienes creyéndolo cierto se embarcaron en el intento por dar cauce a esa violencia para hacerla eficaz en la transformación radical de las cosas.  Se ignora, esta vez no de modo deliberado pero si por haber sido tomados como presa de su propia concepción teórica, de que el ejemplo dado por las llamadas clases dirigentes, para acomodarse ellas mismas en la naturalización de las cosas que han impuesto a los demás, cunde como verdolaga en playa de arriba-abajo, generando esa especial coincidencia entre los sectores más ricos de la sociedad con los más lumpenizados de la misma, y que consiste en la facilidad con la que logran violar la ley mientras se prestan favores mutuos.


Creyentes y fundamentalistas del darwinismo social, lo que hacen es ejecutar las acciones consecuentes con esa ideología, es decir, probar que son los más fuertes.   Perezosos para el pensamiento, necesitados de lugares comunes, la permanencia de los demás como espectadores pasivos de la tragedia les ahorra consecuencias no propiamente fantasiosas sino realistas, entre otras, conservar eso que sin titubeos se han acostumbrado a llamar vida.  Pero no hay pasividad absoluta, la actividad bulle y consiste en luchar por intentar conseguir la gracia protectora de algún duro y que le permita dar ágil trámite a la solución de conflictos ligados con la convivencia.  Ese mismo que cree mostrarse espectador pasivo será capaz de entregar activamente toda su libertad a cambio de que se le permita seguir viviendo tal y como vive: temeroso y obsecuente con los poderosos e implacable con los más débiles.  Es de arriba-abajo como se ejerce esa progresiva naturalización de la violencia y, quienes han perdido el norte de su identificación como ciudadanos, no hacen más que acatar la orden y cumplirla. 


En un territorio poblado por la idea de que es preciso postularse víctima para obtener dispensa y perdón para con las faltas cometidas en venganza de la supuesta agresión recibida, es otro elemento que debería considerarse al momento de señalar a la inequidad como la causante de esta epidemia de homicidios que nos agobia.  Entronizado en el poder, el soberano nos recuerda que su violencia no tiene otra procedencia que la agresión sufrida por él en el pasado.  Entonces lo  que se hace popular es postularse víctima para legitimar las acciones que se lleven a cabo.  Se trata de una lógica perversa que conoce el impacto emocional que produce en los espectadores la ocurrencia de una injusticia.  Mientras las verdaderas víctimas son sometidas a la sospecha y obligadas a probar que efectivamente lo son y quedar tomadas por la frondosidad de una burocracia que contribuyó a la expropiación de sus bienes, los gestores de la apropiación y del genocidio postulan la desgracia de que fueron victimas como proveedora del permiso para hacer lo que les venga en gana. 


No tan pasivos, pues, quienes fungen de meros espectadores, prefieren apelar al lugar común y a practicar adhesiones incondicionales con aquel que consideran ganador de una contienda que nunca detendrá su ominosa ocurrencia mientras no se descubra el tinglado de fondo que la sustenta, la alimenta y la ampara hasta volverla casi perpetua.  No es que esté imposibilitado para usar una herramienta que una mínima alfabetización puede proveer, sino que hace del pensamiento tentación contraria a su afán por continuar viviendo su aburridora vida que considera el único modo posible de vivir.  Tal vez ignore que se trata de una sola vida esta que nos ha tocado vivir y que mucho tenemos que ver con lo que en ella nos suceda.  Pero esta ignorancia no procederá tanto de las falencias de su educación como sí de esa poderosa fuerza inconsciente que lo lleva a sucumbir, fascinado, frente al espectáculo del sacrificio sangriento.










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