Eduardo Botero T.
He leído tu extensa nota para revelarnos congoja y determinación y me
ha quedado un sabor ambiguo, entre amargo y ácido. Empezando porque pareciera
la carta de un derrotado que se toma a sí mismo por una especie de Quijote que
en lugar de enfrentar molinos de viento y enamorarse de una cuidadora de cerdos
a quien considera reina, acopia esfuerzos para disuadirnos de que nada puede
hacerse con respecto de la alfabetización de los que llamas “nativos digitales”,
tus estudiantes Jiménez, matriculados en el curso Evaluación de Textos de No Ficción perteneciente a la línea de
Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la
Pontificia Universidad Javeriana de Santa Fe de Bogotá, Distrito Capital.
Nos notificas al respecto: los editores deben estudiar para ser
tales. Aquel viejo concepto de que el
buen editor era antes que cualquier otra cosa un magnífico lector, ya no
basta. Es necesario que se matricule en
una universidad que cobra cuatro millones por 16 semanas de estudio y que
concede diploma que certifica que el tipo o la tipa ganaron las materias y pueden
ejercer como el cartón atestigua. De
esto nada dices en tu protesta escrita, es decir, de lo que debería ser considerado
como el problema de fondo: la vinculación acordada entre universidad, docente y
estudiante, mediante la cual los tres creen que el dispositivo de estudio es
suficiente como para formar un comunicador social que pueda, más adelante,
especializarse en el campo de la dirección editorial. En tiempos de la muerte seca (Àries), el
duelo consiste en suplantar al que falta por la ficción, por la ilusión, por el
espejismo que tienen a bien ofrecer y aceptar instituciones universitarias,
profesores y estudiantes. La materia
hace parte pues de un discurso, el de la ficción, que supone posible construir un
saber a partir de la operación que entre nosotros se sigue llamando estudio.
“Pero algo está pasando en la educación básica, algo está pasando en
las casas de quienes ahora están por los 20 años o menos.”
Cuando creía que en tu nota ibas a profundizar en la descripción del
problema que motivó tu renuncia a la cátedra universitaria, zaz! te revelas
hablando y diciendo las mismas sandeces que los viejos repiten a diario para
referirse al estado actual de la vida. Veamos
al respecto varios momentos en los que incurres en el exceso de opinión.
“No voy a generalizar. De 30, tres se acercaron y dos más hicieron
su mejor esfuerzo. Veinticinco muchachos en sus 20 años no pudieron, en cuatro
meses, escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el
plazo pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio
a otro.”
No nos muestras un solo ejemplo,
ni siquiera el de los tres que se acercaron o el de los dos que hicieron su
mejor esfuerzo. Nos hablas, a tus lectores,
como a menores de edad que deben creer a pie juntillas en lo que el profesor
asegura. Esto es grave en un profesor
que se declara insatisfecho con la tarea que ha puesto a sus estudiantes y nos
asegura que las cosas sucedieron tal y como a él le parece que sucedieron. Pero existe una diferencia entre nosotros,
lectores, y, por ejemplo, un padre de familia que quisiera conocer el porqué de
la calificación de su hijo y se conformara con la explicación del profesor. A la antigua, cuando profesores y padres de
familia daban por supuesta la negligencia automática del que llamaban alumno y
su acuerdo tácito como ocupantes del solio del argumento de autoridad.
De inmediato, los medios,
absolutamente dependientes de la reproducción de hechos interesantes en lugar de los importantes,
han hecho eco de tu nota quejosa, acogen tu escrito y lo hacen circular como
escandalosa prueba de que los jóvenes de hoy en día no sirven para escribir un
resumen quizás debido a que tuvieron todo en sus casas amén de una pésima
educación básica.
Yo te pregunto: ¿consultaste con
tus descalificados estudiantes la decisión de hacer pública tu decepción con un
hecho que los implicaba a ellos?
¿Promoviste con ellos reuniones tendientes a averiguar qué sucedía con
una tarea que ninguno podía terminar del modo que considerabas adecuado? ¿Te preguntaste por el contexto cultural en
medio del cual acontece lo que señalas como hecho preocupante?
¿Cierto que no? En lugar de ello apelaste al viejo truco del
basamento en la autoridad moral de la generación a la que perteneces para
denostar de la que busca y logrará suplantarte, como es ley de la vida desde
que el mundo es mundo. Solo que tu
basamento merece consideración aparte:
“Nunca he sido mamerto ni amargado ni
ñoño: a los 20 años, fumaba marihuana como un rastafari y me descerebraba con
alcohol cada que podía al lado de mis cuates. Quería ver tetas, e hice cosas de
las que ahora no me enorgullezco por tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en
eso. Pero leía.”
¿Y en esas lecturas no encontraste que no existe nada más patético
que un nuevo viejo haciendo alarde de pertenencia a lo que caduca repitiendo en
el mismo tono que sus ancestros las mismas estupideces que estos decían cuando
no podían entender esa ley de la vida que existe desde que el mundo es
mundo?
Como lector de tu carta-renuncia me hubiera gustado conocer ejemplos
de los escritos que descalificaste en lugar de verme forzado por tu escrito a
decidir entre creerte o no creerte, como si fuera un feligrés de rastafari…
Como no sucedió de esa manera, y que era lo mínimo de esperar de un profesor
universitario, evoqué la forma como se calificaba por parte de algunos divos de
comarca infatuados en su engreimiento secular cuando decían que el 5.0
pertenecía al investigador, el 4.0 al profesor de clase y el 3.0 al estudiante
más avanzado. O los que decidían
arbitrariamente hacer perder la materia a un estudiante de quien conocían
cuánto debía sacar de nota en su examen final y le colocaban justo aquella que
le obligara a repetir la materia, por consideraciones que vaya a saber quién rezumaban
contrariedad subjetiva del profesor
hacia el estudiante.
No creo que haya sido la marihuana ni el alcohol los que te hayan
conducido a este estado actual en donde fabricas escándalos para mayor gloria
de las nuevas deidades mediáticas.
Tampoco el exceso de lectura.
Pero la apelación a este basamento de autoridad por el cual juzgas
diferenciarte de la débil, precaria y superficial estructura mental de tus
estudiantes del curso, te denuncia instalado en el narcisismo propio de quien
supone su superioridad por el hecho de haber practicado de otra manera aquello
que es faltante en sus especulares objetos de comparación. Esto delata una introspección escasa y habría
que pedirte explicación acerca de cómo tanta lectura no la produjo. Cometes el error de considerar culpable al
que llamas “Doctor Google” aunque te parezca “cándido” echarle la culpa a
Internet, la televisión, etc. Supones
que tus prácticas privadas de las que te muestras arrepentido te autorizan a
hablar con el tono del profesor decepcionado que alimenta el afán reproductivo
de los medios para los cuales la facultad en la que trabajabas preparaba a sus
estudiantes.
¡Y nada dices al respecto de eso!
Que no es lo interesante,
vaya, pero sí lo importante. Porque coetáneos de esos estudiantes que has
descalificado en el salón de clases, han sido capaces de retomar el rumbo de
aquellos que consideran que una verdadera educación consiste en aprender a
pensar y no en aprender a obedecer. Te
muestras decepcionado porque no obtuviste la obediencia debida a tu consigna
académica, pero tu decepción es directamente proporcional al silencio que
guardas con respecto de la contribución de los dueños de los medios en que irán
a trabajar los estudiantes que parece se niegan a cumplir con objetivos más
cercanos al adiestramiento que a la verdadera educación. Se te olvida que has sido contratado en los
nuevos marcos de las necesidades propias de una educación bancaria, mercantil,
puesta al servicio de las necesidades de unos cuantos y alejada de los
intereses y las necesidades de la mayoría de la población. Y que el fracaso del que te lamentas está
descrito en los términos de un entrenador que no logra cumplir con las
exigencias del dispositivo bancario y de los que pretenden calificar con
honores solamente a aquellos que logren cumplir con el deseo de las
autoridades.
Temerle al uso del cine, del Power Point y de otros dispositivos que
la tecnología moderna procura para ser utilizada en las clases, te coloca del
lado de la nostalgia por tiempos cuya muerte no asociamos solamente con las
muestras de grandeza que pudieron haber arrojado a pesar de la precariedad de
los recursos tecnológicos. Suponer que
la enemistad con su uso nos aprestigia como cultores de una forma superior de
ejercicio de la docencia, procura demostrar como virtud lo que no es otra cosa
que el inveterado miedo del pequeño artesano con respecto de la máquina
industrial. Es como colocarse del lado de las ventajas del copista medieval
comparado con las que posibilitara el invento de la imprenta y despreciar a
esta porque promoviera la extensión del libro a capas más amplias de la
población.
Todas estas consideraciones, Profesor Jiménez, me han estado dando
vueltas en la cabeza leyendo y releyendo la nota mediante la cual presentas tu
renuncia. No puedo silenciar que me ha
conmovido profundamente tu dolor, a veces me asalta en mi propia experiencia,
no tanto cuando evalúo el rendimiento académico de mis estudiantes como sí cuando
pienso en la importancia que este sistema le concede a la educación y los
términos en que la considera pertinente y necesaria. Creo haber mantenido un ánimo realista
conforme al encuentro de sucesos que no por fortuitos dejan de ser importantes.
Me refiero, por ejemplo, a cuando un grupo de estudiantes logra
demostrar que lo que se estudia tiene que ver con sus vidas pasadas, presentes
y futuras. No tiene que ser un grupo
numeroso, no, basta con que unos cuantos asuman su vinculación con la carrera que
han elegido, en términos que vayan más allá del simple cumplimiento formal y
rutinario de sus requisitos. El aprecio
por el suceso tiene que desprenderse necesariamente del afán por considerar que
el mismo tendrá una trascendencia excepcional en sus vidas futuras. Cada quien dirá el modo y los alcances de
cómo haya sido afectado por el suceso.
Si este no ocurre, señal de que el cuadro no ha quedado bien pintado
(Prèvert), que es necesario replantear las cosas y volver a comenzar como lo
que somos, continuadores de Sísifo obligados a plantearnos los límites y los
alcances de la educación.
Por otra parte es necesario conocer los modos de vida de nuestros
estudiantes. Yo me he encontrado con una
verdad de a puño, que desmiente aquella aseveración de vejetes prostáticos que
dice que los jóvenes de hoy no creen en nada.
No es así, creen, y de manera firme y coherente en la música. Escuche sus músicas, conmuévase como Fito
Páez cuando declara su asombro por Lady Gaga, la que logró superar su
limitación fonética mediante la música.
Claro, esto no le prohíbe escuchar un buen tango o regocijarse con Bob
Marley o el sonido de una quena grabado en Machu Pichu. Ni lo rebajará bajándole de los altares del
buen arte, la buena prosa y la buena escritura.
Su sinceridad me conmueve, créame Profesor Jiménez. Pero no comparto su pronóstico desesperanzado
y pesimista acerca del rendimiento futuro de esos estudiantes que no lograron
hacer la tarea tal como usted quería. Yo
he sido testigo de preocupaciones similares por parte de ingenieros que
participaron de obras que quedaron mal hechas, rajando estudiantes en la universidad a nombre de proteger a los
demás de sus supuestas malas producciones.
La nota, amigo mío, describe más al que la coloca que al que la recibe,
sobre todo si quien la recibe empeñó todo su esfuerzo, durante un semestre,
para averiguar qué era lo que el profesor quería para recibir una buena
nota.
Me atrevo a hacerle una sugerencia: lea de nuevo la obra de Daniel
Pennac, “Como una novela”, y entérese de cuántos modos podemos valernos los
profesores para instilar en los alumnos motivaciones que los conduzcan a pensar
en lugar de simplemente obedecer. Si
somos demasiado obedientes con el dispositivo bancario de la educación pública
y privada, nos revelaremos defraudados cuando los estudiantes no logren dar
muestra de haber asimilado el adiestramiento.
Educar es lo difícil, entre otras cosas, profesor, porque es imposible.
Esta entrada del blog no tiene comentarios, pero no quiere decir que no han habido lectores. Sé, porque así fue como llegué a esta entrada, que muchos la han leído y les ha permitido, como a mi, repensar la nota del profesor Jimenez. Debo admitir que es fácil dejarse llevar por las quejas nostálgicas de dicho profesor, sin embargo, es interesante ver, como vemos en casos clínicos, que detrás de una queja referida a alguien suele ocultarse una falta o una incapacidad propia.
ResponderEliminarGracias por sus letras.