Eduardo Botero T.
Yo no me opongo a la cremación pero
tampoco a discutir sobre su novedad y menos sobre su pertinencia. Vaya y venga con la disminución progresiva de
las áreas destinadas a cementerio, el Dios que todo lo puede es capaz de juntar
cenizas: nada –salvo la paz del mundo- es imposible para el Todopoderoso.
Pero no dejo de considerar que este
asunto de la cremación ha convertido al esqueleto en algo imaginario. De hecho en las salas de morfología de las
facultades de medicina ya se lo ha reemplazado con esqueletos de
poliuretano. Y también a los pacientes,
se les ha reemplazado por muñecos. Es
decir, ya no se espera a que un cristiano sea muñeco para aprender anatomía y
las virtudes de reemplazar un paciente
verdadero con un muñeco son ampliamente favorables para todos los
pacientes. No me impresiona
favorablemente suponer que en un futuro también lloraremos más por la muerte de
un muñeco que de un humano, ya empezamos a hacerlo con los animales…
Pero lo que es el esqueleto ha
muerto. Yo no sé si tenga implicaciones
filosóficas o no, así como la muerte de Dios proclamada por Nietzche y por Wall
Street. Compasión no quiero, quiero mejor indiferencia. El esqueleto se ha vuelto invisible, después
de que se le veía tan rozagante en los campos de concentración y en las
laminitas de la edad media.
Es-que-le-tocaba. Como a todo en estos tiempos de obsolescencia
programada. El esqueleto no va más, ahora pura imaginación, al lado del
unicornio, de la honradez de los gobernantes y de la eficacia milagrosa del
divino prepucio.
Ahora apenas sí vago recuerdo. “Hubo una vez…”. Y entonces habrá quién descrea de su
existencia y postule que nuestras carnes no se apoyan en la verdadera
contundencia del calcio y del fósforo, sino en la concreta solidificación de un
espíritu puesto al servicio de nuevas causas divinas.
Creo que existió un primer
culpable, antes que la cremación, de la muerte del esqueleto, el amor. O alguien ha leído alguna vez un poema que
diga, por ejemplo: “¡Ay! ¡Cuánto dolor cuando recuerdo/ el paso de la epífisis
distal de tus falangetas/ por el borde sinuoso de mi espina ilíaca!”
Y mucho menos este: “Las cuencas de
mis órbitas oculares no alcanzan/ para mantener cómodos mis ojos cuando miran
tu lordosis lumbar mientras locomociones por la acera!” Hubiera sido una aproximación, pero en poesía
las aproximaciones no valen.
El esqueleto ha muerto tal vez para
desdicha de los buscadores de tesoros indios que se guiaban durante las noches,
esperando la fosforescencia que salía de las tumbas como guía fundamental para
hallar sus botines. O para desdicha de
los coleccionistas de objetos macabros.
Desde el nacimiento hasta la
muerte, el esqueleto se ha convertido en una suposición. Las ciencias morfológicas no podrán impedir
la aparición de supersticiones conexas con el asunto. Tendremos templos a los
cuales asistirán algunos para adorar al “divino sacro”, al “todopoderoso
omoplato” o al “balanceado húmero”. Y
careceremos de calaveras frente a las cuales proferir nuestros juramentos
solemnes.
Y, cuando al caer de nalgas haga su
estallido la risa, no estaremos muy seguros de haber propiciado que haga su
aparición ningún huesito de la alegría ni algo parecido. Diremos, simplemente, que nos encanta comer
mierda que para eso somos colombianos.
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