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E. BOTERO T.

viernes, 25 de febrero de 2011

“MI VIAJE AL INFIERNO” III DE MARÍA JIMENA DUZÁN



DIDÁCTICA DESTINADA A COMPRENDER LA OCURRENCIA Y LA SUPERACIÓN DE UN DUELO COAGULADO




Eduardo Botero Toro


Llamamos “duelo coagulado” aquella manera de reaccionar frente a una pérdida, mediante la cual el sobreviviente prefiere, de manera deliberada y voluntaria, no pensar en (ni hablar de) lo sucedido, toda vez que así consigue impedir el asalto de emociones que supone le llevarían a sucumbir, a enloquecer.

En cierta forma se asemeja a los “duelos inefables”, aquellos que ninguna palabra permite elaborar, tales como los duelos de los padres por la muerte de los hijos.  Sabemos que en tiempos en que predomina la paz se cumple una cierta ley, la de que primero mueren los viejos y después, cuando ya lo sean, los que hoy son jóvenes.  Siendo negada la inmortalidad en el inconsciente, de todas maneras este suceso se correspondería con una ley inscrita en el orden de lo ineluctable.  En la guerra, ese acontecimiento usualmente instigado y dirigido y determinada por viejos (los determinadores) pero en el que los muertos son predominantemente jóvenes (víctimas y perpetradores), quien sobrevive es el anciano y aquella ley es totalmente quebrada por esta realidad.  De ahí que, hasta donde sé, ningún idioma tiene una denominación precisa para este sobreviviente, mientras que las palabras huérfano, viudo, viuda, denotan la precisión del suceso.

Huérfano de una palabra que denomine con exactitud a quien sobrevive a la muerte de un hijo, ese no saber cómo llamarse resuena con el imposible de la elaboración del duelo, forzando a un silencio que no obedece tanto a una acción deliberada, voluntaria, sino a una imposición de la realidad que resulta imposible evitar. 

Prácticamente todo duelo inefable es duelo coagulado, no a la inversa.  Por eso resulta de especial importancia distinguir que las coagulaciones pueden provenir ya no de imposiciones ineluctables de la realidad como sí de decisiones voluntarias del sobreviviente.

Quiero, en esta entrega, deliberadamente y suponiendo la autorización generosa de la autora, intentar una didáctica del duelo coagulado a partir de su crónica. 

LA TEMPORALIDAD

Diecisiete años se tomó María Jimena Duzán (MJD) para decidirse a escudriñar en torno a como su hermana fue asesinada.  La masacre en que fue muerta ocurrió el 26 de febrero de 1990 y es a mediados de 2007 cuando MJD se formula una pregunta cuya respuesta será el contenido de “Mi viaje al infierno”: contemplando cómo dos antiguos adversarios enconados ahora se saludaban cordialmente y se miraban a los ojos,  se preguntó si ella misma tendría “…el temple para hacer lo mismo con los verdugos de (su) hermana Silvia” (p.15).  Hecha esta pregunta, otras vendrían como en cascada: “¿Estaría yo lista? ¿Lo estarían ellos? ¿Lo estaría la sociedad en que vivo? ¿Valdría la pena?  ¿Sería posible?

Ante sus ojos, la hermana de un miembro del Ejército Revolucionario Irlandés (IRA por sus siglas en inglés, guerrilla de orientación católica), se encontraba con el asesino de su hermano, un ex-policía que cometió el crimen mientras el padre y otros hermanos de Claire, que es como se llamaba aquella mujer, estaban en la cárcel.  La escena la conmueve, allí, en aquella Casa de Paz “donde víctimas y victimarios se reconocieron tras el proceso de reconciliación integral que le puso fin a la guerra de Irlanda” (Pág. 13)

MJD pone fin a su duelo coagulado durante 17 años y las preguntas que se hace nos ofrecen un testimonio fundamental para nuestro propósito didáctico.  Creo que los procesos de acompañamiento que hacemos con comunidades instaladas en la coagulación de sus duelos, en donde lo simbólico no acontece a través de la puesta en acto de la justicia, la verdad y la reparación, deben tener por meta precisamente el que los sujetos lleguen a formularse esa clase de preguntas, o, mejor –dado nuestro enfoque- a estar atentos al momento en que estas preguntas estén emergiendo, porque se trata de preguntas que al mismo tiempo indican un final de la coagulación del duelo, como el anuncio de acciones destinadas a la elaboración mediante el establecimiento de la verdad, condición indispensable para que la justicia y la reparación advengan como ejercicio de un derecho y no como graciosa y mendaz obra de caridad del Estado o del oportunismo político de sus gobernantes.

No se trata de cualquier clase de preguntas: son preguntas por las capacidades del yo, de los otros, de la sociedad en que se vive, a la par que preguntas por la posibilidad de superación de trámite violento a las diferencias. 

¿Yo podré mirar a los ojos a los verdugos de mi hermana? Ya la pregunta anuncia cierto deseo, páginas atrás MJD ha revelado que ella envidiaba de Claire “su mirada franca, altiva y transparente” (pág. 14).  Tal vez fueron esas las mismas características que MJD encontraba en su hermana asesinada, de la que destacaba su arrojo, su perseverancia y la seriedad con la que emprendía sus trabajos periodísticos. 

La siguiente pregunta (¿estaré lista?) es una respuesta afirmativa a la primera, pero que remite a un querer saber sobre el timing, es decir, por si es o no este el momento preciso.  Aquí se insinúa un plan, un propósito que se interroga por las propias condiciones psicológicas para averiguar sobre su posibilidad real.

Concomitantemente con ella: ¿Lo estarían ellos?  De nuevo un propósito: eso no puede saberse sino es averiguándolo.  Habiendo, como periodista, “contado permanentemente la historia de los otros” (pág. 17), MJD goza de ocupar un puesto en la sociedad que le confiere a esa pregunta posibilidades de respuesta que quizás otros no puedan tener del mismo modo.

¿Valdría la pena?  Aquí la pregunta es por la utilidad de un proceso que se sabe será penoso, no fácil, al fin y al cabo la decisión por coagular el duelo había sido tomada para evitarlo. 

¿Sería posible?  No cabe ya la menor duda, se trata de un proyecto, el de establecer la verdad, sin importar la pena que le produzca el periplo que deberá llevar a cabo para lograrlo.

En un momento de la coagulación del duelo, algo de la realidad obliga a debilitar esa soldadura y es cuando emergen no las soluciones al sufrimiento sino posibilidades reales para acometerlas. Ella misma hace su descubrimiento con sorpresa, como si se tratara de algo de la dimensión de lo absurdo: “Tal  vez suene absurdo, pero descubrí que aún sufría, y mucho; un sufrimiento que hoy puedo definir como hermético, añejo, reconcentrado.  De improviso, sin racionalizarlo, como un dique que se rompe, sentí necesidad de sacar el dolor, de comprenderlo, de asimilarlo, de curar la herida que yo creía cicatrizada y que, por el contrario, estaba tan fresca como si acabara de abrirse.” (Pág. 16)

Todo “Mi viaje al infierno” es testimonio de las peripecias que hubo de llevar a cabo ella para lograr plantear con nitidez el problema del cual había querido alejarse durante 17 años: la forma en que el duelo se atravesó en su vida; el modo en que ella se sentía implicada por esa muerte; la decisión por saldar una cuenta simbólica que la llevara a recuperar la imagen del rostro de su hermana y la memoria para poder tener algo que entregar como posta a la siguiente generación, las hijas de MJD, la liquidación del silencio que se instauró entre MJD y su madre, la conciliación entre su función social como periodista de opinión y su vida privada.


Hay que tomar el libro pues como la forma singular, particular, en que una sobreviviente introduce un límite a la temporalidad del duelo coagulado y opta por renunciar a la evitación, al olvido deliberado y al silencio, haciendo que la palabra cumpla su misión de ensalmo, de catarsis, pero sobre todo, de posibilidades reales para la resolución definitiva del duelo, por lo menos en lo que concierne a su propia subjetividad. 

Distinguiendo su posición privilegiada sabe que el suyo puede ser el testimonio útil para otros:

“Y, desde luego, porque mi testimonio puede ser el mismo de miles de colombianos que, sin oportunidad de contar sus historias, han padecido tragedias similares o peores, en el silencio abismal de su dolor.” (Pág. 17)




CURSO, TRANSCURSO Y SUPERACIÓN DEL DUELO COAGULADO



Pero he comenzado por el final, señalando el modo en que MJD puso fin a la coagulación de su duelo, en otras palabras, dando curso a la elaboración propiamente del duelo a la que deliberadamente se había negado queriendo evitar la pena que como exceso se sumaría.

Sin haber sido escrito para lectores especializados, el libro nos ofrece a los que participamos de la obligación de implicar nuestro ejercicio psicoanalítico con el horizonte de nuestra época, material suficiente y preciso para la comprensión de los duelos de aquellos otros que no cuentan con el privilegio de la autora y permanecen “en el silencio abismal de su dolor”.

Pero ella dará cuenta de la coagulación de su duelo desde un presente en el que ya ha acometido el propósito por elaborarlo.  Los testimonios que conoceremos harán parte no del día a día de ese tiempo de la coagulación, sino que harán las veces de hallazgos que podemos considerar de tipo arqueológico, de lo que en otros ensayos hemos denominado “operación historiadora del pensamiento”. 

Cuando somos testigos de un duelo instalado en la soldadura de la coagulación, lo que frecuentemente se nos revela es la negativa a hablar, generalmente decisión acompañante de una racionalización que procura explicar la inutilidad de la palabra, toda vez que lo sucedido no puede modificarse.  Pero existen otras expresiones, aquellas del orden de hacer como si nada hubiera sucedido, “echarle tierra al asunto”, dejar que el difunto pueda marchar a la otra vida en paz. 

Nuestra realidad arroja dos expresiones más de esta inefabilidad del duelo que conduce a su coagulación: la vergüenza por la condición de precariedad material en la que han quedado sobrevivientes que, antes de la masacre, gozaban de calidad de vida y de prestigio social en sus comunidades y que ahora han perdido y la amenaza permanente de los perpetradores de las masacres que amenazan con llevar a cabo retaliaciones con quienes se “pongan de sapos”. 

Hasta la página 107 de su crónica, podemos establecer un dato revelador de la posición de MJD, conocida por su trayectoria periodística independiente y su convicción de que el buen periodista debe constituirse en vigilante permanente de los gobernantes apegándose a una fidelidad debida a sus lectores.  Días antes del asesinato de su hermana, MJD había tomado la decisión de entrevistar a Diego Viáfara, médico militante de los grupos narcoparamilitares del Magdalena Medio, y quien por esos días había rendido un testimonio macabro de lo que allí acontecía, a los directivos de El Espectador.  “Sin embargo –escribe- tras el asesinato de mi hermana, perdí la noción de las cosas y abandoné el tema.  Quizás presentía que sin indagaba por esa vía iba a terminar investigando sobre la masacre de Cimitarra (que fue en la que perdió la vida su hermana), así que taponé aquella posibilidad.” (Págs. 107-8)




La pérdida de la noción de las cosas le sucede a quien desempeña una labor como la de la periodista de opinión, que precisamente, hace de su oficio, una manera de encontrar la noción de las cosas.  No por ello MJD se garantizaba a sí misma lograr ese encuentro eficazmente.  “Desde que comencé este ‘viaje’, he tenido la sensación de que a pesar de todos los años que invertí como periodista en entender el conflicto de mi país, nunca pude armar del todo el rompecabezas de lo que entonces sucedía.  Cuando creía que iba a pasar una cosa, sucedía otra.  Las fichas nunca encajaban.” (Pág. 113).  ¿Efecto de la coagulación del duelo? Parece ser, pero nada nos impide considerar que aun desde antes de que su hermana fuera asesinada, tampoco le fuera posible lograr que las fichas encajaran.  La complejidad del conflicto armado en Colombia no proviene de incapacidades intelectuales o afectivas de quienes lo estudian.

Hacia los días previos al asesinato, al escuchar y leer el testimonio de Diego Viáfara, MJD todavía creía, al igual que muchos en la capital del país, que el fenómeno del narcoparamilitarismo en el Magdalena Medio, no era más que la repetición de aquellos grupos de autodefensa campesina de antaño.  Confiesa que no pudo anticiparse a imaginar la envergadura de aquel acontecimiento contrarrevolucionario ni los efectos, por ejemplo, sobre la concentración de la tenencia de la tierra.

“Pero lo que jamás imaginé fue que esta fuerza ilegal, que yo creía circunscrita al Magdalena Medio, se estuviera convirtiendo en un proyecto nacional, en una suerte de ‘para-poder’, con control sobre vastas zonas del país y con la facultad de elegir concejales, alcaldes, diputados, gobernadores y parlamentarios.

“Tampoco anticipé que la violencia que  empezaba a desatar masacres como las del Magdalena Medio (región donde se encuentra situada Cimitarra) iba a cambiar dramáticamente la tenencia de la tierra, a realizar una contrarreforma agraria, a desplazar a cerca de cuatro millones de personas.” (Pág. 106).

Precisamos entonces que la dificultad para dar cuenta de lo real del contexto, obligatoriamente tendrá efectos sobre la decisión de coagular el duelo.  La no comprensión del contexto impide la existencia de un referente al cual asirse de manera tal que se de cabida y posibilidades de trámite a un duelo individual.  Pero no se trata de la incomprensión, simplemente.  Es que lo que estaba sucediendo y de lo que todavía no se repone este país, era ni más ni menos el acceso al poder de una fuerza perversa capaz de garantizarse total impunidad a sabiendas de que convirtiéndose ella, en la ley misma, conseguía así transgredirla a su antojo. 

Es ilustrativo el silencio que aun guarda MJD con respecto a la lista de instituciones cooptadas por esa fuerza y que se detiene en parlamentarios, sin mencionar jueces ni presidentes. Lo cierto es que aquí se cumplió lo que Italo Calvino señalaba para las sociedades corruptas, que, a diferencia de las sociedades civilizadas, hace que sean los ciudadanos honestos a los que le corresponda transitar a escondidas apenas si auxiliados por su propia suspicacia toda vez que aquellos poderes que teóricamente estaban destinados a protegerlos en sus vidas, su honra y sus bienes, han sido tomados por la corrupción de manera definitiva.

La inefabilidad del duelo, su coagulación, tienen procedencias diferentes a las de la sola subjetividad del afectado.  Sin garantías suficientes y que deben ser provistas por un contexto favorable sinceramente a sus intereses, la coagulación del duelo y su inefabilidad, en lugar de considerarse resistencias a la elaboración, deben concebirse como formas de protección de lo que queda de vida.

Protección precaria, pero al fin y al cabo facilitadora de la ilusión según la cual quien guarda silencio  se anticipa y previene a toda retaliación.  Tal vez la palabra más exacta y que demuestra este estado de cosas es la palabra impunidad, que es el título del capítulo con que MJD termina su crónica.  La impunidad es la primera fuente de negación del acontecimiento: “Después d veinte años de perpetrada en un sitio público, la masacre de Cimitarra sigue impune.  No hay un narco-paramilitar preso.  No hay un político preso.  No hay ningún miembro de la fuerza pública preso.  No hay ningún  autor material o intelectual acusado de haber cometido ese asesinato múltiple.  Es como si la masacre no hubiera ocurrido o como si mi hermana y los campesinos se hubieran suicidado de manera colectiva.” (Pág. 195)

Y es que el proyecto de esa fuerza contrarrevolucionaria consiguió un 97% de impunidad que siempre ha logrado mantener prácticamente inmodificable hasta la fecha.  Suponer entonces que la decisión por instalarse en la coagulación de los duelos solamente provenga de equivocados manejos en el orden de la economía psíquica de los sobrevivientes, distorsiona la verdadera realidad del contexto en que se produjo su drama.  La impunidad ha sido la segunda masacre cuya eficacia se traduce en las dificultades que genera para que se establezcan  verdad y  justicia, que junto con la reparación, constituyen el único camino a seguir en la elaboración de los duelos producidos por esta guerra.

No obstante lo que llevó a MJD a hacer su “viaje” fue aquel acontecimiento de reconciliación del que ella fue testigo en aquella Casa de Paz en Belfast.  Y aquí entramos en un territorio del análisis que ofrece serias dificultades a la hora de las conclusiones. 

Creo que parte de la coagulación de los duelos procede del apego de los afectados a una identidad que, prometiendo caminos de resolución a sus duelos, llega a convertirse en ocasiones en parálisis e inhibición.  Me refiero a la condición de “víctimas”.  Tanto en “Duelo, acontecimiento y vida” (ESAP-COLCIENCIAS, 2000) como en “Del Olvido Deliberado o Deliberación sobre el Olvido” (Universidad Libre, 2005), insistimos en que la dificultad de la elaboración de los duelos procedía, también, de la insistencia del carácter determinista de la memoria (en lugar de la operación historiadora del pensamiento) y de la aceptación absoluta de la condición de víctimas (en lugar de la condición de sujetos).  Remito a los interesados a esos dos textos.

Aquí me interesa resaltar que, con respecto de lo primero, “Mi viaje al infierno” es una muestra de esa operación historiadora del pensamiento, su autora da muestras de los beneficios que deriva de cambiar su deseo de no saber, por el de la investigación rigurosa que hace de la emoción motivación y acompañante de ella.  Gustavo Gallón y la Comisión de Juristas que encargó a Omaira Gómez (Págs. 19-28) de acompañar a MJD en la investigación que llevaría al establecimiento de la verdad, fueron personajes esenciales de ese proceso.  Es preciso insistir: ningún acontecimiento es, per se, histórico; lo hace historia la decisión de quien ha sido conmovido por él.  Por determinismo de la memoria entendemos el apego del afectado a la sola ocurrencia del hecho y de los efectos emocionales que le produce.  Por operación historiadora del pensamiento, el libro de MJD.  Pero también podríamos citar otros, por ejemplo “El Olvido que Seremos”, de Héctor Abad Faciolince.

En cuando al estatuto de víctima, en lugar de sujeto, el capítulo 22 del libro de MJD, muestra la decisión de su autora por someter a reflexión su condición de tal.  “Siempre he tratado de evitar la palabra ‘víctima’, porque no creo que la mayoría de quienes la pronuncian a diario, sepan lo que realmente significa.  No es fácil ser ‘víctima’ en un país como Colombia, donde hasta las palabras se han convertido en parte del conflicto y han terminado por ser secuestradas por el fanatismo y la intolerancia.  Las víctimas en Colombia incomodan, estorban, intimidad, dañan la foto.  Son el testimonio más crudo de que la sociedad a la que pertenecen, por conveniencia o por desidia, delega en los más débiles y desvalidos las más pesadas cargas.” (Pág. 179).

Emerge entonces el descubrimiento de otro de los rasgos del duelo: la pérdida de la dignidad del asesinado.

“Hasta hace poco no entendía muy bien por qué les tocaba a las víctimas dar las explicaciones al momento de demostrar el expolio y la agresión, pero ahora sé la razón para semejante injusticia: porque inconsciente o conscientemente hay una gran parte de la sociedad que lo primero que hace es quitarles su dignidad. ‘A su hermana le pasó lo que le pasó por meterse donde no debía’, es la frase que más recuerdo a lo largo de estos años. ‘Si la asesinaron los paramilitares, en algo raro debería estar metida’, es otra frase que me acostumbré a escuchar y que siempre he considerado indigna, porque no solo pone en tela de juicio la reputación de la víctima –en lugar de la del perpetrador-, sino porque abiertamente justifica el asesinato.” (Págs.179-80)

Adquiere sentido el hecho de que desde el poder se propague la idea de que quien piensa diferente es un colaborador de la guerrilla cuando no un “guerrillero sin uniforme”: de esa manera los determinadores se aseguran de que cada crimen perpetrado quede debidamente justificado.  Por arriba, el determinador propala la idea, la repite hasta conseguir que se convierta en “verdad” irrefutable; por abajo, en el uno a uno de los crímenes, su obsecuente servidor, el perpetrador (casi siempre la siguiente víctima del determinador que necesita asegurarse de su silencio), protegido. 

La indignidad puesta sobre la persona del asesinado no proviene del crimen del que ha sido víctima, sino de la creación de esa atmósfera de justificación que los determinadores han logrado instaurar a través del control sobre los medios de comunicación y de los eventos en los cuales condecoran victimarios (ensalzados como héroes de la patria). 

La operación investigativa de MJD, que nos informa acerca de cómo se convirtió en “víctima oficial”, es decir, en víctima reconocida como tal por el Estado y la denuncia que ella hace demuestra la diferencia que queremos resaltar entre el estatuto de “víctima” y el estatuto de “sujeto”.  La Ley de Justicia y Paz, aprobada por el Congreso de Colombia en agosto de 2005, le reveló a ella que detrás de esa aparente magnanimidad para con los afectados, lo que se escondía era la descarada utilización de ellos con el fin de  hacer pasar como beneficios lo que no era más que un indulto disfrazado a los jefes del narco-paramilitarismo. 

Una complacencia acrítica con una condición ofrecida por los mismos que de algún modo se beneficiaron de esa maquinaria de muerte que ha sido el narco-paramilitarismo, podemos considerarla como uno de los rasgos propios de la coagulación del duelo; con ella, el sujeto se pierde de sí mismo, se instala en la vana esperanza de una reparación miserable y termina por aceptar el carácter invencible de su verdugo. 

En este capítulo encontramos algo que nos obliga a repensar el momento en que MJD inicia su decisión por salir de la coagulación de su duelo.  Esta Ley de Justicia y Paz, con todo y su perversa mala intención, ofreció posibilidades de conocer la verdad acerca de lo sucedido con la masacre de Cimitarra.  En diciembre de 2005 se anunció que  Ramón Isaza, conocido como Don Ramón, jefe en el Magdalena Medio, se desmovilizaría y entregaría su versión a los órganos investigativos del Estado al tenor de aquella Ley.  

La expectativa que esta desmovilización genera en MJD y en su madre es significativa de que es en este momento, y no dos años después en Belfast, que ella comienza a sentir la licuefacción de su duelo coagulado.  “Medio país y yo, sabíamos que en el Magdalena Medio, luego del asesinato de Pérez (antiguo jefe narco-paramilitar de la región, muerto por orden de Pablo Escobar Gaviria y a cuyas órdenes operaba Ramón Isaza) no se movía una hoja sin que la familia Isaza lo supiera.  El primer impacto que me produjo el anuncio de su desmovilización no fue muy placentero, porque despertó memorias de épocas aciagas que quería olvidar.  Sin embargo, después de un tiempo, la noticia avivó mi esperanza de que luego de diecisiete años de impunidad, pudiéramos saber la verdad sobre lo que sucedió en Cimitarra.” (Pág. 183)

De paso esta narración nos arroja un elemento fundamental para nuestra comprensión del duelo y de su elaboración.  En efecto, que la noticia hubiera “avivado” la esperanza de MJD, quiere decir que la anestesia en la que se había instalado después del asesinato de su hermana, no significaba la desaparición de sus emociones ni de sus expectativas con respecto al crimen.  Su inicial querer no saber acerca de lo sucedido, nos habla de un esfuerzo por imponer al psiquismo, una censura sobre sus emociones y sus propósitos.  Censura que fracasa, afortunadamente, pero la imagen del católico Ramón Isaza, con su apariencia campesina y su prestigio de buen padre de familia rural, tiene que decirnos algo acerca de lo que motiva en MJD.  Dos años después, en Belfast, será también la imagen de una católica desarmada, Claire, la que suscitará su asombro y, con su actitud, motivará a MJD a iniciar su propio ‘viaje’.  Aquí nos encontraremos con lo que representa asumir el estatuto de sujeto desprendiéndose de las promesas mentirosas que ofrece el estatuto de víctima.

La clave para entender esto tal vez esté en el capítulo 3 de “Mi Viaje al Infierno”, titulado “Lucila Godoy”.  “Era inevitable que Silvia y yo fuéramos periodistas.  Nacimos entre el acre olor a tinta.  Las dos aprendimos el oficio de mi padre y él lo hizo de mi abuelo, quien se ganaba la vida escribiendo discursos para el presidente Miguel Abadía Méndez.  Al abuelo Moisés nunca lo conocimos y mi padre hizo todo lo posible para mantenernos al margen de su pasado.  ¿Te acuerdas, Silvia, de las veces que quisimos saber a qué se debía ese afán de mi padre por ocultar dramáticos episodios de su vida?” (Pág. 29)
La decisión por un querer no saber acerca de lo sucedido encuentra este magnífico antecedente en una “conducta” familiar: el padre, en efecto, hizo de la noticia acerca de su pasado familiar, un enigma, dando testimonio de factibilidad del silencio acerca de lo sucedido con dramas de su propia historia. 

“Mi madre, por el contrario, siempre fue más comunicativa y las historias que nos contaba de mi abuela, quien murió seis meses después de mi nacimiento, llenaron cierto vacío que, me atrevo a decir, nunca se colmó del todo.” (Pág. 31)

Hay que recordar quién fue Miguel Abadía Méndez.  El último presidente conservador de la época de la hegemonía conservadora que finalizó con el ascenso a la presidencia de Olaya Herrera, en 1930, conocido por su afición a las armas y que se expresaba tanto en su uso para la cacería de patos como en la determinación que tuvo para ordenar el abaleamiento de los trabajadores de la United Fruit Company, que protestaban contra la explotación a que eran sometidos,  lo que pasó a la historia del país con el nombre de Masacre de las Bananeras, magistralmente narrada en “Cien Años de Soledad”.  La pasión por disparar contra seres vivos desarmados e indefensos que desmiente la condición de héroes de sus perpetradores.

“Las relaciones de mi padre con mi abuelo nunca habían sido las mejores, pero desde que él le confesó que era un joven de ideas progresistas, seguidor del Partido Liberal y anticlerical, las relaciones entre los dos se volvieron aun más difíciles.  Mi abuelo consideró esa confesión como una afrenta contra él, que era un hombre conservador, dueño de una inquebrantable fe católica, apostólica y romana.” (Pág. 33)

Tenemos el asunto de la religión y particularmente de una que resuena con las ráfagas de nuestro conflicto.  En la entrevista que Semana hizo del jefe narco-paramilitar Carlos Castaño, la periodista termina su trabajo preguntándole él cómo se define ideológica y políticamente, a lo que responde: “Conservador y católico”. 

Lo poco sabido sobre el abuelo Moisés incluye pues el asunto de su ideología y de su militancia partidista.  Muchos años después, puesta frente a la imagen de un Ramón Isaza portando en la solapa de su saco el botón de la Virgen con la camándula, conocedora como lo hemos sido todos de la devoción que el mundo del narcotráfico y del paramilitarismo tiene por la Virgen (Cf: “La Virgen de los Sicarios”), declarada intermediaria ante Dios para el perdón de los pecados en la otra vida y favorecedora del éxito de toda clase de acciones acometidas en esta, en la subjetividad de MJD tuvo que hacerse la conexión de una ideología que la involucraba en su propia historia personal con su presente.

Optar por la condición de sujeto en lugar de aceptar la reducción a la mera condición de víctima, implica entonces el ejercicio de una operación historiadora capaz de poner a punto todas las trazas que hacen parte del conflicto por el cual se ha sido afectado.  Sin ello, ningún duelo puede salir de la coagulación, así como tampoco puede hacerlo si no se produce una radical transformación de aquella estructura que ordena callar como única –y precaria- manera de salvar la propia vida.

Puesta al frente de la pantalla del televisor, MJD descubre, en Ramón Isaza, probable conocedor del entramado de la masacre de Cimitarra, a un hombre frío.  “Cuando Isaza hablaba (rindiendo su declaración ante la Fiscalía General de la Nación), lo hacía con una propiedad y con una calma que me inquietaron.  En su rostro no se le veía dolor, ni mayor esfuerzo.  Su cara inerte parecía como congelada en el tiempo.” (Pág. 185).

Pero lo que más resuena con la indignación de MJD no es el hecho de que aquel hombre quisiera pasar por humilde labriego cuando en realidad era dueño de varias fincas en Puerto Boyacá y Dorada, sino el encubrimiento de sus crímenes cuando el abogado de Isaza declara que su apoderado no puede hablar porque padece de Alzheimer.  La enfermedad del olvido supremo, la enfermedad de la total incapacidad para pensar y para hablar.  La enfermedad, por excelencia, imposible de revertir. 

El impacto tuvo que resonar con la propia decisión de MJD, conservada hasta esa fecha, por olvidar lo que había sucedido con su hermana.  “Sentí que si no reaccionaba, que si no hacía algo, nos iban a borrar la memoria de lo que nos había sucedido.  Durante una semana anduve cavilando, tratando de contener la desazón que me habían producido las declaraciones, hasta que decidí escribir una columna en El Tiempo, contando lo que había sentido al saber que el señor Isaza se acordaba de que era un campesino común y corriente, pero no de haber matado a nadie o de haber formado parte del ejército comandado por Henry de Jesús Pérez.” (Págs. 184-5)

En espejo MJD descubrió que la imagen de su propia decisión de olvido, se reflejaba en la imagen de aquel hombre que se declaraba víctima de la enfermedad, para encubrir su responsabilidad en los crímenes de que se le acusaba.  Esto debió resultar más insoportable que cualquier dolor producido por el recuerdo de lo sucedido con su hermana.  En la proterva intención del asesino, MJD observaría el surgimiento de una de las trazas propias de la impunidad.  Acogerse como “víctima oficial” a la precaria Ley de Justicia y Paz, consejo recibido del mismo abogado que descubriría traidor a su causa (ver pág. 23), podría ser el modo en que ella misma hiciera obstáculo a la impunidad y a obedecer la orden de silencio y olvido a que era conminada por la eficacia criminal de determinadores y perpetradores.  Es cuando viaja a Belfast de donde regresa convencida de que acogiéndose a dicha Ley, podrá hacer algo al respecto.  “Ojalá se haga justicia y seamos capaces de torcerle el pescuezo a la impunidad.  Quiero quitarme este peso de encima.  Con haberlo llevado diecisiete años a cuestas es suficiente.” (Pág. 187).  Es lo que declara a su familia, toda reunida, a su regreso de Belfast.  “Aquella vez me di cuenta de que era la primera vez, desde el asesinato de Silvia, que en la familia habíamos vuelto a hablar de su muerte y del dolor que nos había causado.” (Pág. 187)

Descubre eso y algo más.  Descubre que no ha sido la única de su familia que durante todo ese tiempo “ha llevado la procesión por dentro”.  Refiriéndose a la propia experiencia de su hermano, Juan Manuel, escribe: “Su sinceridad al decirme lo que pensaba me develó lo difícil que habían sido para él estos años y cómo, a pesar de que todos habíamos seguido con nuestras vidas, cada uno de nosotros llevaba su propia procesión por dentro.” (Pág. 187)

Descubre, además, uno de los signos que alimenta la perpetuación del conflicto, el del apego acrítico a la condición determinista de la memoria:

“Recordé entonces la frase que Juan Manuel me había dicho cuando llegué de Nueva York, al otro día de que supimos del asesinato de mi hermana y nos encontramos los tres en la sala de mi casa en Bogotá:
-Vengo al entierro de Silvia, pero me voy pronto de este país.  Si me quedo no sé de qué soy capaz.” (Pág. 187)

Descubre también un fracaso a uno de los propósitos de la elaboración de su propio duelo.  La inmersión en un silencio tanto o más criminal que los actos que cometió, de uno de los principales verdugos del narco-paramilitarismo.  Una verdadera afrenta que demostraba el aprovechamiento oportunista de la Ley de Justicia y Paz, para fines de indulto, Ley ofrecida por quienes un modo u otro se había beneficiado con los resultados de aquel proyecto contrarrevolucionario exitoso.  “Al día siguiente, mientras divagaba en mitad de uno de los interminables y habituales trancones que hay en Bogotá, salté erizada por esta espantosa paradoja: por casi veinte años, el miedo me hizo querer olvidar al principal victimario de mi hermana y ahora que no tengo miedo, ahora que quiero saber toda la verdad, el que no quiere recordar es él.” (Pág. 188)

Conociendo, pues, el modo como MJD decidió licuar la coagulación de su duelo, al la par que nos informa las características de esa coagulación, nos pone al tanto de la imposibilidad de su perpetuación.  La inteligencia perversa de los victimarios sabe posible esa imposibilidad, invocando enfermedades como la de Alzheimer.  Pero el proceso de construcción de la verdad, afortunadamente, no depende de la decisión individual y voluntaria de uno solo de los implicados.  En recientes declaraciones de quien es conocido en el mundo narco-paramilitar con el apodo de Monoeleche, ha manifestado algo revelador con respecto de la muerte de todos los hermanos Castaño Gil: a Fidel, lo habría asesinado su hermano Carlos anticipándose a la muy segura retaliación del primero a causa de que el segundo le había quitado una amante; a Carlos lo habría mandado asesinar su hermano Vicente, adelantándose a la decisión tomada por Carlos de asesinarlo a él, habiendo fracasado en tal propósito en una emboscada que le tendiera en Railito; a Vicente, lo habrían asesinado los sobrevivientes de la cúpula narco-paramilitar, los mismos que hoy salvan su vida pagando condenas en cárceles de los Estados Unidos.  ¿Termina aquí la pirámide?  Si son ciertas las declaraciones de este personaje, ahora descubrimos que toda la llamada lucha anti-subversiva no sería otra cosa que la extensión a lo público de un complejo fraterno dispuesto a liquidarse por la vía armada… La duda, con respecto a la muerte de algunos criminales siempre es necesario mantenerla, sobre todo cuando sus obras han estado al servicio de intereses muy superiores a los de sus propios negocios particulares (recordar el llamado escándalo Irán-Contras, cuando a cambio del transporte de armas destinadas a la Contrarrevolución nicaragüense el gobierno de Ronald Reagan autorizó a los pilotos a devolverse a Norteamérica cargando toneladas de cocaína).  No se puede confiar en que todas las declaraciones sean ciertas ni mucho menos pretender que la aviesa inteligencia de la perversión sea capaz de diseñar e implementar una estrategia destinada a impedir el establecimiento de la verdad mediante la creación de una confusión deliberadamente ejecutada.  El verdadero peligro que corren los determinadores del genocidio es que se establezca la verdad de sus nexos con los perpetradores.  

Tal vez esa verdad resulte imposible conseguirla a partir de las declaraciones de los perpetradores.  Habrá que esperar a que otra clase de acontecimientos vengan en auxilio de tal propósito y en ese sentido habrá que confiar en que se instaure un nivel de contradicciones tales entre los determinadores, que terminen por traicionarse mutuamente y procedan a contar la verdad de su implicación en los crímenes cometidos.



DUELO Y LAZO SOCIAL



Sumergirse en la lectura de “Mi Viaje al Infierno” de María Jimena Duzán, es una aventura que comparada con el buceo nos revela todo lo que sucede bajo la superficie de las cosas que están pasando.  Pero sobre todo, es volver a salir a esa superficie y constatar que hemos sido tocados, en lo más profundo de nuestra subjetividad, por la decisión valerosa de su autora y por la generosidad de la entrega de su libro. 

Creo que el estudio de este libro, así como de “El Olvido que Seremos” de Héctor Abad, ofrece a los que participamos de un psicoanálisis implicado con el horizonte de nuestra época y a todos aquellos que intervienen acompañando poblaciones afectadas por la guerra,  inmensas posibilidades para la comprensión tanto de las características de los efectos psicológicos de la guerra como de los modos posibles de superación, que exigen el concurso simultáneo de las decisiones individuales y del afán por confiar en que esa determinación se traduzca en posibilidades para la confirmación de nuevos lazos sociales, a sabiendas de que la grupalidad permite que todo despliegue de la subjetividad en los grupos vaya acompañado de la posibilidad de instaurar acciones comunitarias destinadas a crear nuevos contextos sociales que favorezcan la superación colectiva de los duelos coagulados.

Me referiré, entonces, para terminar, al testimonio que MJD da de ese proceso en su propia historia, obedeciendo a la condición que la abogada Omaira Gómez le pusiera para asumir su caso, la de que lo haría siempre y cuando todos los familiares de los asesinados en la masacre de Cimitarra, le concedieran el poder de representación.

Esta exigencia tiene todas las características de una intervención psicosocial, pues apela al lazo, al vínculo, a las relaciones y al grupo, como instancia decisiva para el establecimiento de la verdad, de la justicia y de la reparación.  La aparición de Omaira Gómez es obra de la Comisión de Juristas, presidida por Gustavo Gallón, instancia “social” fundamental también para dar cauce a los procesos de elaboración de los duelos.  La labor de Omaira Gómez puso en evidencia, para conocimiento de MJD, de la forma en la que el Estado había asumido el crimen de su hermana Silvia.  Por eso titula este capítulo, el segundo, Kafka Resucita: uno evoca aquellas ideas de El Proceso donde Kafka señala con precisión que para la ley no interesa tanto probar quién es o no culpable, sino de que exista un culpable.  Lo que el genio judío-checo no pudo anticipar es que en Colombia, se asimiló culpable, siempre, al perdedor, a la víctima misma.  “Fue justo cuando perdíamos las esperanzas de hallar por lo menos aquel instrumento inicial –el expediente-, que ella y un grupo de sus auxiliares lo encontraron, refundido y apolillado, en uno de los depósitos de los juzgados especializados de Bucaramanga.  Hoy tengo la convicción de que la desaparición del expediente sobre la masacre de Cimitarra no fue fortuita y que hubo manos que intervinieron en su momento para que este proceso se perdiera para siempre.  ¿De quién o de quiénes habrían sido esas manos invisibles?” (Pág. 28).


La exigencia de Omaira Gómez obligo a que MJD se pusiera en contacto con los familiares de quienes fueron asesinados junto con su hermana.  De su acto quedan testimonios de una transformación en la sensibilidad de MJD, hasta ese momento encausada hacia la escritura de sus columnas de opinión, ahora resonante con su propia experiencia personal, con su propio ‘viaje’ y con este “Mi Viaje al Infierno”.

 Este contacto con los otros familiares, arrojó información que no hubiera podido obtener sin ese concurso.  Pero más allá de esto, también ellos encontraron la posibilidad para que su causa contara con una acompañante que estaba en mejores condiciones para dar destino a la investigación que los favoreciera.  Son múltiples los testimonios de los efectos subjetivos de aquellos encuentros, de las inquietudes que suscitaron en MJD sobre todo cuando comparaba su propia experiencia después del crimen con la que habían vivido algunos de ellos. 

Veinte años cumplidos de la masacre y MJD se reúne por fin con los hijos de Josué Vargas y de Miguel Ángel Barajas.  ¿Por qué todo ese tiempo?  “Pues porque ese fue el tiempo que me tomó deshacerme del miedo y del dolor que me inmovilizaron por tantos años.” (Pág. 189).  El pavor por hallar respuestas predomina sobre el miedo a hacer preguntas y el escritor alemán Günter Grass también sabe decirlo de ese modo.  “…el miedo a saber la verdad y a no ser capaz de enfrentarla.”(Pág. 189)

MJD descubre que su propia experiencia hace lazo social con la de los hijos de los otros asesinados.  Que también ellos temían saber la verdad.  El capítulo 23, “La Reunión”, penúltimo de su crónica, es una verdadera colección de los hallazgos a los que la condujo una pesquisa por ella misma y por los otros, revelando las singularidades subjetivas de todos y todas que participan en ella.  “Tengo la sensación de que lo mismo les pasó a todos los demás en aquella reunión, sobre todo a Darleny Vargas, una de las hijas de Josué.  Cuando tomó la palabra, su tono pausado me impresionó porque parecía el de una mujer sabida, de aquellas que llegan a la madurez a punta de empellones y de golpes.” (Pág. 189).  Escuchándola, MJD encuentra en su dureza del rostro y el filo de sus palabras, los gestos de la Claire que conociera en Belfast. 

Yo encuentro el testimonio de Darleny Vargas totalmente a tono con el que recuerda Jacob Burckhardt, en su “Historia de la Cultura Griega”.  Veamos primero el testimonio de Darleny, narrado por MJD:

“Con las lágrimas en los ojos, contó cómo a ella el asesinato de su padre la sacó abruptamente del mundo exuberante en que había crecido.  Nos retrotrajo por un momento a aquella noche dolorosa, en que le tocó salir a hurtadillas de su hermosa finca a orillas del río en Cimitarra, huyéndole a la muerte, a las amenazas y al miedo que le corroía el cuerpo de adolescente.  Narró cómo llegó a vivir arrimada en un barrio pobre de Bucaramanga, sometida a una precariedad económica a la que no estaba acostumbrada.  Tuvo que abandonar el sueño de estudiar y de ir a la universidad porque escasamente pudo terminar el bachillerato.  Aprendió a convivir en espacios cerrados, diminutos, después de haber tenido la selva como su jardín de juegos, y les enseñó a sus hermanos escenarios desconocidos para quien se crió en medio de la selva, como el baño.” (pág. 190)

Ahora el texto anunciado de Burckhardt.  En el apartado 18 del tomo I de la “Historia de la Cultura Griega” (Iberia S.A., 1953, pág. 454), titulado “Acerca de la suerte de las poblaciones expulsadas”, el autor cita las palabras atribuidas a los plateos por Isócrates, después de ser expulsados de su ciudad por Tebas:

“Quiénes serán más desgraciados que nosotros, que hemos perdido en un día la ciudad, los bienes y la patria, despojados de todo lo necesario, vagabundos y mendigos, sin saber a quién dirigirnos, si a los que les va igual que a nosotros o a otros que les vaya bien.  Ningún día se desliza sin lágrimas; todo nuestro tiempo transcurre entre el dolor por la patria perdida y las imprecaciones sobre la mudanza de las cosas.  ¿Os figuráis vosotros el dolor de aquellos que ven a sus padres atendidos indignamente y sus hijos educados tan por bajo de lo que tenían pensado para ellos, a muchos en la esclavitud por pequeñas deudas, otros rebajándose a la condición de jornaleros, o procurándose el pan de cada día como les es posible, tan disconforme todo a los hechos de nuestros antepasados, a su edad y a nuestros planes de vida?  Pero lo más doloroso es ser separados unos de otros, no sólo los ciudadanos, sino marido y mujer, madre e hija, toda la familia dispersa, como les ha ocurrido a muchos de nosotros por penuria; la desaparición de la vida en común nos obliga a cada uno de nosotros a llevar una suerte propia.  Vosotros sabéis también, creo yo, todas las demás renunciaciones que van ligadas a la pobreza y a la huida, y por dentro padecemos de todo esto más que todo lo demás, pero al hablar lo pasamos por alto, porque nos da vergüenza describir nuestra miseria demasiado a lo vivo (subrayado mío).” (Cf: Varios, “duelo, acontecimiento y vida”.  ESAP-COLCIENCIAS, 2000, págs. 65-6)

Siempre me ha interesado recordar este texto de Burckhardt y compararlo con las narrativas que ofrecen todos los desterrados de nuestro país, porque su contenido difícilmente puede quedar inscrito en la descripción de las reacciones  psicológicas que los textos especializados suelen traer en sus contenidos.

MJD no puede evitarse confrontada consigo misma una vez escucha las narraciones de los otros familiares.  Operación historiadora y despliegue de la subjetividad quedan sintetizadas en estas palabras: “Verán: la mayoría de las víctimas del narco-paramilitarismo en Colombia son mujeres campesinas y anónimas madres cabeza de familia de escasos recursos, que viven en pueblos alejados, de difícil acceso, como doña Fidelia, la esposa de Josué o como Beatriz, la esposa de Saúl Castañeda.  Mientras ellas abrían monte, cortaban plátanos y guisaban para quince o veinte personas diariamente, yo estudiaba en un colegio privado, hacía mis estudios de Ciencia Política en la Universidad de los Andes y trabajaba como reportera y columnista en El Espectador.” (Pág. 192)


El encuentro con una tristeza infinita como rasgo característico de quienes sobrevivieron al asesinato de sus familiares, resonará con la propia tristeza, el propio dolor y la propia decisión por evitar deliberadamente el pensar en lo sucedido.  “Mi Viaje al Infierno” es el intento por recuperar el derecho a tener una relación con el otro a quien, aunque ya asesinado, nuestro afecto le pueda asegurar su derecho a ser recordado, a que su vida no fue la de cualquier cosa, sino la de alguien que dejó afectar su cuerpo y su vida por ejercer su derecho a intentar transformar un país dominado por criminales en un país civilizado por la fuerza de sus ciudadanos. 

Hay que recordar que uno de los fines perseguidos con las masacres era el de condenar al silencio a los sobrevivientes.  Este libro es testimonio victorioso del fracaso de tal fin.  Hay que celebrarlo entonces con alegría. 

FINAL

Despido este ensayo con una exhortación a los estudiantes que lo hayan leído: la vida humana, para que sea verdadera vida humana, tiene que ser el resultado de nuestro derecho a saber la verdad acerca de los dramas que nos involucran.  No hacerlo es quedar condenados a la condición de prisioneros de campo de concentración, que hacen de la mera supervivencia, la vida misma, en palabras de Giorgio Agamben, nuda vida.

En este libro es evidente que se atenúa la palabra de la periodista para que emerja la narrativa propia de su condición subjetiva.  Es un testimonio singular, sí, pero al mismo tiempo debemos tomarlo como ilustración incomparable del drama vivido por la hermana de quien fuera asesinada en condiciones de indefensión absoluta. 

Reconocerlo de esta manera nos dará la oportunidad de aproximarnos al estudio de la realidad de un conflicto que nos revela actos heroicos en un campo muy diferente al de los guerreros y de sus patronos.  Actos también de honor, frente a los cuales, nos cabe rendir testimonio de admiración, aprecio y agradecimiento.

Santiago de Cali, enero 9 de 2011.  





























1 comentario:

  1. El ensayo de Eduardo Botero acerca del texto de María Jimena Dussan es la apreciación integral no solo de uno de los especialistas del trauma en Colombia sino la mirada aguda de un humanista.
    En su ensayo, E.Botero trasciende la catarsis del trauma individual resaltando su proyección social, como testimonio del "olvido coagulado".
    Pienso que la critíca del libro "Mi viaje a los infiernos" constituye, el inicio de los testimonios fundamentales de nuestro acontecer....tan trágico, real e increiblemente vital................" un testimonio de honor" en la reconstrucción de la memoria en un país sumido en las brumas del desasosiego.

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