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E. BOTERO T.

viernes, 25 de febrero de 2011

OSCAR ESPINOSA: REFLEXIONES SOBRE NUESTRA VIOLENCIA COTIDIANA











Por Oscar Espinosa Restrepo


En la propia vida, individual y colectiva y en las condiciones  que la rigen desde el Estado y la familia, en los mecanismos de producción por la historia social y por la estructura subjetiva es donde podemos encontrar respuesta, nuevas interrogaciones o replanteamientos del problema en términos más esclarecedores.


La violencia no es algo connatural a los colombianos, sino una forma de hacer política y administrar la nación desde el gobierno, que tiene su contrarréplica en una forma de hacer política y aspirar a administrar la nación desde la oposición; formas que por otra parte se agravan cuando se pasa del plano nacional al plano regional, y también cuando se pasa de las área urbanas a las áreas rurales. El Estado convertido en botín por el cual se lucha con todos los medios, legítimos o ilegítimos, ya lo dijimos, y entre los cuales se ha llegado a contar el homicidio, individual y colectivo, pretendidamente justificado por la descalificación que hace del contrincante un verbo sectario.


Primero se despoja al opositor de toda cualidad, se hace manifiesto el odio secretamente profesado, se expresan razones que son posteriores al odio, ya anidado en el ser mismo del sectario, quien se libera así de la culpa por la agresión que prepara, además se asegura la impunidad desde el poder que defiende; y queda armado el montaje psicosocial del verdugo, sicario o torturador.  Es una verdad incontrovertible: no se puede llegar a ser verdugo o torturador de otro si no se está en un sistema de poder que permita el desprecio y el odio por el disidente, o diferente; sin la justificación de la saña como si se tratara de legítima defensa, y sin la impunidad garantizada como un deber cumplido. Sin esto estaríamos ante un caso clínico de perversión sádica, y sabemos que los que secuestran, torturan y asesinan por razones políticas apuntan a un goce bastante abstracto : la destrucción de un enemigo; por consiguiente si el enemigo no existe, se le fabrica a partir de los imaginariamente posibles; cualquier tipo de opositor sirve, porque el torturador no requiere un objeto de deseo, como el sádico, sino ese enemigo, obra de un discurso social, de un lenguaje que no es comunicación; de hecho, la pérdida de la comunicación, como bien señalaba Sartre es el comienzo de la violencia.


Desde que somos, somos un diálogo; así afirmaba el poeta alemán  Hölderlin la identidad entre el hombre y el lenguaje;  el hombre es el lenguaje, el lenguaje violento es la violencia misma; pero el lenguaje violento no son las malas palabras pronunciadas en la exaltación, es más bien todo discurso que conduce a esa exaltación, todo discurso que identifica al sujeto con sus pertenencias, sus ideas, grandes o mezquinas, sus privilegios, heredados o conquistados, sus creencias, tabúes y, sobre todo, sus mitos personales y colectivos; esa identidad lo predispone de hecho a sentirse amenazado como sujeto por todo lo que cuestione ese conjunto de prolongaciones ideológicas de su ser en el mundo. El discurso violento es también el que se despliega como justificación a posteriori del acto violento, como el del padre que regaña y aún insulta al hijo después de haberlo golpeado; en fin, discurso violento es el que se niega al diálogo porque no reconoce interlocutores diferenciados del sí-mismo; ahora bien el diálogo es difícil porque en el diálogo se hace evidente la arbitrariedad de muchos principios de la crianza y de la educación, o de las creencias colectivas.


El discurso violento, como todo lenguaje estructurado como consigna, prejuicio o superstición, en vez de constituirse en la palabra de un hombre adulto y pensante, fortalece o desarrolla un mundo imaginario que se transmite de generación en generación, superpoblado de  fantasmas que se proyectan en el candidato escogido para el homicidio preventivo; es el lenguaje prehomicida, que prepara dos muertes: la  de la víctima y la del victimario, el  cual una  vez convertido en asesino muere en vida; y al que está  muerto en vida no le importa seguir matando; un homicidio trae el siguiente porque el homicidio destruye la “seriedad de la vida”, es lo que el  paradigma de Macbeth nos enseña: cuando se ha matado al otro “la copa de la vida está vacía”.


La mentira también es fuente de violencia porque al alcanzar niveles institucionales hay que sostenerla con las armas en la mano y el odio en el corazón contra todos los que pretendan desmontarla. Esa violencia no es ni vernácula ni importada; se genera en el discurso de la dominación y/o en el de una pretendida revolución; para salir de  su círculo vicioso infernal hay que empezar a decir la verdad de nuestra historia, de nuestra ignorancia y pobreza cultural, de nuestros errores, y por qué no, la verdad de nuestras mentiras y de los crímenes que han generado.


Debemos cortar una palabra que derrama tanta sangre como una guerra abierta. Si a gentes que deben su ignorancia y su miseria a la incapacidad del Estado de proveer enseñanza y trabajo (despojado como está de sus recursos por el enriquecimiento abusivo de sus administradores) se les convence por la propaganda de la revolución armada de ingresar a sus filas, estarán dispuestos a matar a aquellos que equivocadamente se les señale como responsables personales de su vida desgraciada; el mismo Estado con su abandono es responsable de que no sean capaces de pensar que son víctimas de circunstancias sociales con profundas raíces históricas y no de personajes que se puedan señalar con el dedo; lo grave es que sus caudillos aunque hayan tenido acceso a la escuela y aún a la universidad, no son mucho más aptos que los reclutas para pensar la realidad nacional y sus posibles salidas políticas; actúan bajo el imperio de esquemas que no son resultado de un análisis, siendo dados, por consiguiente, a justificar cualquier tipo de acción, así sea criminalmente contraria a los intereses reales del país y de su población más pobre, en nombre de unas metas sociales abstractas; no han podido en años de estériles combates comprender que la muerte de un soldado, de cien, en cruel emboscada, no los hace adelantar un paso hacia el socialismo, no los acerca de ninguna manera al poder anhelado; al dolor por la jóvenes vidas truncadas se debería agregar el de la inutilidad de esas muertes; sólo sirven para alimentar el narcisismo guerrero de  quienes las  producen y para estimular todos los belicismos también alimentados por fórmulas simples que reducen a un mismo término el reformismo y el comunismo; así se suscita el pánico, por la creencia en una revolución que estaría ad portas.


Una de esas causas es antropológica. Más allá de las imágenes de la televisión nos es casi imposible imaginar lo que es verdaderamente la destrucción de un pueblo como El Salado en Bolívar, el asesinato masivo de sus pobladores por los medios más crueles, el éxodo de los sobrevivientes. Tenemos una visión indistinta de humo, de ruinas y de sangre,  y eso sin embargo es mucho en comparación de la ínfima parcela de afectividad o de responsabilidad que somos capaces de desarrollar frente a esa destrucción de vida, de cultura, de sociedad, esa destrucción del nomos que conduce a la anomia. Como dice Gunther Anders : Podemos “representarnos tal vez, una docena de muertos, pero apenas podemos llorar o lamentar uno que otro”. Parece que nuestra capacidad de sentir se ha quedado congelada en el exceso mismo de la matanza cotidiana, del secuestro cotidiano, de la errancia cotidiana de millares de compatriotas.


Es así  como se instalan los mecanismos de victimización de las víctimas, vale decir de los procesos mediante los cuales las víctimas, son convertidas en cifras, en diagnósticos que no tienen en cuenta sus propias vivencias, en terapias asistenciales que los transforman en sujetos de un padecimiento crónico, en problema que para la tranquilidad general el gobierno tiene que resolver o ya está resolviendo, en materia de sentencias constitucionales que le recuerdan al Estado la obligatoriedad de esa asistencia, programas de ayuda que claman por recursos nacionales e internacionales, de los cuales suelen después no dar cuentas.


Nuestra violencia colombiana reclama que extendamos deliberadamente nuestra facultad de imaginación ética, nuestra facultad de representación, de recuperar del olvido la desmesura de nuestra historia, no para la venganza, sino para la comprensión terapéutica que permita la memoria del acontecimiento y el olvido de los hechos. No es posible dar indicaciones concretas que conduzcan a esta experiencia. Superar este duelo traumático individual y colectivo pasa por etapas que son muy difíciles de establecer, de comunicar, casi siempre nos tendremos que quedar en el umbral, o dicho de otro modo, en lo que precedió y sucedió a la acción traumática. Este rescate es, por otra parte bastante diferente de la tan de moda human engineering. Esta trata, como desgraciadamente lo practican algunos proyectos que se adelantan con los desplazados por la violencia paraestatal, estatal o antiestatal, de transformarlos en víctimas adaptadas, identificadas con su estatus de víctimas, vale decir resignadas a solamente recibir la asistencia sin plantear reivindicaciones políticas, éticas o psicológicas que les devuelvan la parte de humanidad que inevitablemente se pierde en el camino hacia la masacre y el exilio.

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