A propósito de una entrevista concedida por Harold Bloom
Eduardo Botero T.
Leer en silencio fue lo que admiró Agustín de Hipona de Anselmo, su precursor y maestro. Sin considerar este detalle resulta muy difícil entender porqué sus Confesiones representan uno de los más elocuentes e iniciales ejercicios de introspección de Occidente. Quien lee en silencio conversa consigo mismo, nos recuerda Harold Bloom y esta verdad solo puede captarla quien se ejercita de tal modo.
Desde las primeras letras, esas que repetimos fonéticamente como inauguración de un camino que sabemos cómo se inicia pero desconocemos a dónde nos conducirá, desde ese instante algo nuevo se instaura en el pensamiento y más que el placer por su novedad es la resonancia reverberante la que nos mantendrá convencidos de la conveniencia por permanecer en este verdadero nuevo mundo.
Sí, las letras, las sílabas, las palabras y las frases han estado allí, siempre, nos preceden y se nos notifican pronunciadas por las voces de los otros. Como América, que estaba allí desde siempre. De alguna manera todos sucumbimos a la fascinación por lo que creemos descubrimiento único y aunque carezcamos del apoyo de los reyes de España, católicos por demás, seremos atrapados para siempre y por siempre por el descubrimiento que hacemos.
Lo que se inicia es el camino de una comunicación que nos pondrá en contacto con los libros y sus autores, esos otros que invitamos a hacer parte de nuestra interioridad sin pedirles otra cosa que la de ofrecernos oportunidades para acceder de otros modos a la comprensión y al entendimiento, eso sí, apurados por el afán de hacer placentero el acto de pensar.
Como la inmanencia de la naturaleza, cada autor se fragmentará en el número de lectores que consigan leer su obra: el verbo no cesa de hacerse carne y cuerpo y permanecer habitando entre nosotros. Nominarlo es una manera de introducir un olvido acerca del acontecimiento que conjuga naturaleza y cultura en su repetición incesante. Si se le quiere considerar divinidad, no será una que juzgue, que castigue o que premie, Baruch Spinoza supo descifrarlo. Quien logra conservar el asombro infantil con la repetición fonética de las primeras letras, sabrá apreciar la estética de esta re-creación permanente. Habrá tantos Borges como lectores de Borges existan y tantos Cervantes como lectores de Cervantes haya.
Cada quien con el suyo, sabrá que al leerlo, se pondrá al tanto de los modos como esos autores acometen el tratamiento de los dramas humanos, que no son otros distintos a los dramas de cada lector. El amor, el odio, la traición, la amistad, la guerra, la paz, el sexo, la ley… Todos los temas que inventaron los clásicos y que no han variado desde la primera literatura hasta el presente, así como en la historia personal de cada lector permanecen invariables por siempre.
De la lectura en silencio a veces se deja constancia de algún efecto. Me refiero al lector que subraya, que señala con flechas, que hace comentarios al margen del texto, que coloca signos de interrogación o de admiración, que… Después, otro lector toma ese libro y no puede evitar la emergencia de otro texto dentro del texto, ese que el lector anterior dejó como constancia de impacto, a través de signos no necesariamente numerosos pero que sí colocan a ese lector en la condición de enigma para el que lee texto y señales.
Poder ser distintos a medida que avanzamos en una lectura se explica porque la lectura en silencio hace parte de un ejercicio de meditación constante. Ejercicio en el sentido clásico del término, esto es, algo que se sabe como inicia pero se desconoce cómo terminará y después del cual nadie podrá asegurar que sigue siendo el mismo que era al comienzo de la lectura.
Quien lee en silencio no necesita convertirse ni en feligrés, ni en fan, ni en copartidario ni en miembro de barra brava alguna. Comparte, con muchos otros lectores, una hermandad que no necesita refrendarse ni en la evitación del incesto ni en notaría alguna. Los lectores somos herederos deseosos de apurar la herencia sin preocuparnos por saber si a otros les tocó en suerte recibir más de ella que nosotros. No necesitamos visitarnos para sabernos hermanados por el acto de ser lectores de un determinado autor. Que seamos cada vez más pocos no debería desanimarnos como tampoco el hecho de que se publique literatura de tan mala calidad y esta tenga millones de lectores en todo el planeta. Un buen lector sabe que la manera más fácil de evitar la nociva influencia de la mala calidad es adentrándose aun más en el silencio de la lectura de la literatura de buena calidad. Así como un buen cineasta sabe que una mala película se evita simplemente hundiendo el botón off de su control.
Que otros se regodeen en la conversión del asombro en ritual vacío, es algo que no está en nosotros impedirlo. Como buenos cínicos sabremos, siempre, que nosotros no nos privamos de ese placer y lo que más nos place es que a él no accedan como langostas los practicantes de rituales. Allá ellos con su afán de jerga y de clichés, allá ellos con su anodina convicción de que hacen lazos sociales maldiciendo al pensamiento crítico y forzando a su gusto a que se complazca con la bazofia. Perfumar el escíbalo es tarea de toda avaricia y los que apreciamos la buena literatura, leída en silencio, sabemos que ella también es hecha para entrar en el olvido. No existen ni existirán museos de lectores: hablar consigo mismo es un modo de vivir la amistad del lector con todos esos otros en los que se convierte a medida que los incorpora en su bagaje vital.
Siendo esta una sola vida la que nos ha tocado en gracia vivir, escépticos absolutos con que sea posible vivir en otra después de nuestra muerte, hemos aprendido a vivir otras vidas a través de la lectura en silencio: las de los autores, las de sus personajes, sí, pero también esas otras de nosotros mismos que se insinúan o se evidencian de tal manera que nos transforman a cada instante.
Oportuno este texto, como los comentarios acerca del libro de Onfray.
ResponderEliminarLectura interior, formación del pensamiento en la consciencia, ya el humilde y sabio Sócrates enunciaba la lectura del alma, convertida en lenguaje...hermosa reflexión de Eduardo Botero Nicholls.
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