DOLOR Y PENSAMIENTO
Eduardo Botero T.
El recién nombrado comandante general de las Farc, Timoleón Jiménez acaba de publicar una carta abierta dirigida al presidente de la república Juan Manuel Santos, en respuesta al aviso del que acusa recibo acerca de que tarde o temprano también encontrará la muerte tal como le ha ocurrido a sus camaradas de dirección.
Creo que ciertas alusiones a “lo mental”, autorizan a tomar esta carta como documento de interés para el análisis de la “psicología de la guerra”, amén de que procede de alguien que no solamente es un convencido de su necesidad sino que ha recibido entrenamiento para dirigir a una fuerza guerrillera organizada como es la que dirige.
Una primera alusión:
Yo no sé. Pero eso de ostentar poder y mostrarse amenazante y brutal, no puede ganar las simpatías de nadie. De nadie que no sea ostentoso y brutal como el que lo hace. La historia nos enseña que a la inmensa mayoría de seres humanos les repugna ese tipo de fanfarronadas. De niños aprendemos que sólo los ogros más malvados suelen actuar de ese modo.
Y una segunda:
Son los gestos de grandeza moral los que hacen imperecederos a los hombres. Sólo las mentes más enfermas y enajenadas pueden sentir alguna simpatía por Adolfo Hitler. Aunque en su momento muchos lo hubieran aplaudido. El tiempo terminó por ubicarlo en el infame lugar que le correspondía. Creo que a los Santos y Pinzones les reserva una suerte similar el destino.
Infancia y enajenación son dos términos caros a todo discurso psicológico: y la comparación del presidente Santos y su ministro de defensa Pinzón con Hitler es una verdadera muestra de hipérbole que revela la instalación de la subjetividad del señor Jiménez en el lugar de quien teme al ogro, la infancia. No porque a los dos primeros les falte cierta grandeza supuestamente atribuible al jefe del monstruoso proyecto ario, sino porque existe una verdadera desproporción entre las dos realidades, históricas y espaciales. Suponer una cierta analogía obligaría a probar que ella existe entre la Colombia de hoy y la Alemania de entonces.
El analista no puede contentarse con constatar esto, debe ir más allá y preguntarse desde qué subjetividad se apela a un tipo de argumentación con este contenido. La carta, a mi parecer, contiene claves que permiten avanzar en esa dirección.
Una primera clave:
Muy poca gente conoce en el reinado de cuál emperador romano fue crucificado Jesús. Pero creo que por encima de las propias creencias, en todas partes se profesa el más elevado respeto por él. Porque prefirió el suplicio y la cruz antes que renunciar a sus ideas.
Una segunda clave:
Esta gente ha construido una epopeya sin antecedentes en ningún lugar ni época histórica. No hubiera sido posible sin el más extraordinario altruismo. Ni siquiera las fuerzas especiales del Ejército pudieron operar en el terrible invierno de esas abruptas cordilleras guerrilleras. Pero allá mismo viven ellos, aman, sueñan un mundo mejor y luchan por conseguirlo.
Una tercera clave:
Las FARC son miles y miles de revolucionarios que soportan las más duras condiciones porque creen firmemente en su causa. No ganan un solo centavo, no poseen nada material, el movimiento les da lo que necesitan. Y el movimiento son todos ellos. Son una impresionante creación histórica, aquí, en Colombia, ante nuestros ojos. Así no es Santos, así no es.
Son claves, en primer lugar, porque contienen representaciones valorativas de un proceder actual que se nutre de las significaciones que otros han hecho de procederes antiguos. Y muy significativas puesto que quien se ha formado en una ideología de tipo marxista, que incluye la formación en el materialismo histórico y en el materialismo dialéctico, que invoque como antecedente con el cual cotizar por lo alto la propia acción el nombre y la historia (oficial) de Jesucristo, constituye un verdadero deslizamiento regresivo hacia esa figura con la cual a los niños se les enseña a combatir el miedo a los ogros exaltando la figura del redentor.
En segundo lugar la representación de la propia acción valorizada como única y superior con respecto de todos los lugares y épocas históricas, revela también un componente singular a la subjetividad infantil que accede a obedecer ciegamente la leyenda familiar que le confiere a los actos de sus predecesores el valor de verdaderas epopeyas únicas y superiores a todas las demás. Es el rasgo característico de cierta manera de pensar, acerca de sí mismos, de aquellos que consideran su propia realidad superior a la del resto de los mortales.
En tercer lugar la representación del valor de lo propio como acto característico de un proceder desinteresado y generoso para con los demás, coherente con el hecho de asumirse como subrogado de la acción de Jesucristo, supone una subjetividad que se conmueve con la acción supuestamente original a tal punto que precisa de imitarla como forma de identificarse con su ideal.
Esta, indudablemente, es una carta dictada por el dolor que conmueve al comandante de la guerrilla y a la forma en la que considera que propiciará la manutención de la unidad en sus filas. Por circunstancial que ella pueda ser, no deja de revelar que en la subjetividad de Jiménez predomina una condensación entre el honor y el miedo que por una parte se expresan en su evocación de Aquiles y por la otra invoca al santísimo para efectos de justificar e incitarnos a que apreciemos la bondad de su causa.
Años atrás la convicción en la inevitabilidad del triunfo revolucionario procedía de un análisis riguroso apegado a la interpretación marxista de la historia y de la lucha de clases. Se le conocía alguna veleidad ideológica a Engels, sobre todo cuando comparaba la lucha revolucionaria del proletariado con la lucha del cristianismo primitivo contra el imperio romano. También cuando señalaba que en ambos, marxismo y cristianismo, el destino último era la salvación o la condena, en esta vida para los marxistas, en la otra para los cristianos. Ahora, aunque el apoyo en la historia no desaparece, la evocación del nombre de Jesucristo como convicción sobre la que se ampara la justificación de la propia obra, no deja de ser el modo como, no la subjetividad sino el subjetivismo (para emplear categorías propias del debate con los marxistas), ha vencido sobre la exigencia cognitiva del materialista dialéctico.
La carta surge en medio de lo que ella misma reprocha con vehemencia: el triunfalismo de un adversario que como el gubernamental deja entrever su abandono de las buenas maneras que deben practicarse frente al cadáver de cualquier ser humano, incluso del cadáver del adversario. Lo que Jiménez recuerda es que ni la muerte violenta de Jesús, ni la de José Antonio Galán con el subsecuente reparto de sus miembros a la vista del público como forma de intimidación calculada por la monarquía, impidieron el triunfo del cristianismo en occidente y de la independencia de las colonias de España: es indudable que así ha sido, lo que uno tiene derecho a preguntarse es si ambos resultados han sido beneficiosos para la humanidad. Solamente quien responda afirmativamente, está en condiciones de valorizarlos al punto de convertirlos en ideales a imitar. Entonces la subjetividad de Jiménez no demuestra la posesión de la dosis de realismo y frialdad que hicieron famoso a Timochenko, el general ruso que participó del inicio de la derrota de Hitler en Europa, sino el deslizamiento de la subjetividad que necesita un estratega demostrar a la condición del fundamentalista.
Y ese es el “valor” que uno debe concederle a esta carta: la de contener el testimonio del desplazamiento de la guerra a la aparición del martirio como forma suprema de hacerla. No es para alegrarnos.
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