Eduardo Botero T.
Poco
a poco el descontento parece encontrar caminos de unidad y de acción favorables
por lo menos a la contención de las ambiciones de una minoría que considera
haber aprestigiado su causa sirviendo de manera obsecuente a los intereses de
la casta que simultáneamente elogian y detestan.
Sin
el concurso de los maleantes, la casta no hubiera podido sacar adelante sus
reformas favorables al incremento de la utilidad en proporción inversa a los
intereses de las mayorías. Como solían
decir en los foros académicos, flexibilizaron el régimen laboral para
incrementar las posibilidades de empleo y a lo que condujeron fue a la
ampliación de la brecha entre propietarios y desposeídos que hoy haría sonrojar
al mismísimo Nelson Rockefeller…
Se
hicieron al control de instituciones como el congreso y el aparato represivo
del estado mientras su contraparte armada hacía lo mismo por su parte, arriando
las banderas de la causa y de la ética revolucionarias cambiándolas por la
ambición y la congelación de un conflicto que amenaza siempre de
perpetuidad.
Mientras
los maleantes elogian y detestan a quienes bien sirven, estos, a su vez, les
devuelven como reflejo lo suyo: los consideran necesarios y, a la par,
repugnantes. De esta manera el grueso de
ciudadanos queda prisionero de un espejismo que lo hace tomar partido por
quienes simulan ser lo que realmente no son, delegando en estos su
representación y la esperanza de la defensa de sus intereses.
El
escenario tiene todos los visos de un tinglado donde la verdad se esconde y la
desesperanza, el mal humor pusilánime, cunden.
Los círculos cercanos a los líderes que han impuesto su grito como
programa de gobierno, se revelan cada vez más nítidamente servidores de causas
que en los discursos son repudiadas.
Grita furioso el líder de la misma manera que el ladronzuelo de la calle
que se abre paso entre la multitud al grito de ¡cójanlo! ¡cójanlo! La argumentación es desplazada por el
epíteto, el adjetivo, el insulto efectista a la manera del provocador de peleas
callejeras que de este modo mantiene la tensión del clima necesaria para el
desarrollo favorable del conflicto. Los
abastecedores de insumos para la batalla promueven la favorabilidad pública
hacia el camorrero y aceitan la maquinaria represiva para acallar la
disidencia. El niño que grita ¡el rey
está desnudo! provoca la reacción de la feligresía enfurecida más con su
desatino que con la verdad de lo que enuncia.
Tal
vez confiados en que la estridencia del grito representa una correlación de
fuerzas favorable, dan el paso siguiente sin limitarse a vergüenza alguna:
promover una reforma de la justicia que los haga inmunes a todo acto justiciero
y les permita conformarse como grupo privilegiado de ciudadanos frente a la
dureza de la ley.
Se
desgarran las vestiduras aquellos a quienes han servido los maleantes, como si
estos estuvieran obligados a suicidarse.
Todas estas acciones son verdaderas facturas de cobro que están pasando sin límites ni convenciones
hipócritas los maleantes a sus criadores.
“No tiene porqué todo ser cárcel, extradición y muerte para nosotros,
mientras que ustedes, a quienes bien servimos, pretenden seguir llevando sus estilos
de vida…”
Mientras
tanto los menos de nosotros no podemos impedir que en nuestros rostros aparezca
la sonrisita de la Monalisa a la par que observamos la ferocidad con la que se
tratan entre sí, ahora, aquellos que ayer celebraban su asociación
delincuencial.
La
indignación que ha generado la última movida en el congreso de la república
hace pensar que el campo de los menos de nosotros está ampliándose y eso, en
realidad, es el acontecimiento que debería resaltarse.