Eduardo
Botero T.
“Es
el fin del fin”, dijeron los generales del ejército colombiano cuando su
ofensiva contra la guerrilla más antigua del mundo prosperaba en cuanto a bajas
y a conquista de posiciones. Por final
del fin, entendían que, una vez acabada la insurgencia, el país podría ser…
pacífico. Sin embargo, y de manera
nítida, un síntoma emergía en lo que atañe al frente psicológico de la guerra:
ellos mismos se denominaron héroes.
¿Por
qué un síntoma? ¿Un síntoma de qué?
Existen
títulos cuyo valor se establece solamente por que el merecimiento hace que
otros lo concedan. Cuando alguien vuelve
un honor tema de promoción publicitaria, está demostrando poseer una forma negligente
de asumir la desesperación. “Dado que el
título no me es concedido por quienes se esperan deberían ofrecérmelo, yo mismo
lo promuevo”, parece ser la fórmula que los asesores de imagen y de
comunicaciones vendieran al alto mando.
La
exaltación de la fórmula, vía su repetición a través de la pauta publicitaria
contratada con los medios privados de televisión, no podía más que insinuar la
existencia de una debilidad contrastante con la euforia demostrada a través de
diversas manifestaciones como las realizadas después de la liberación de unos
cuantos prisioneros de guerra cautivos de la insurgencia. Como un 5-0 contra la selección argentina, el
triunfo episódico no se correspondía con un trasegar victorioso
sostenible.
Como
un mal estudiante que, cuando logra obtener una buena calificación, cree que
con ella podrá desmentir las afirmaciones de un padre molesto con su
rendimiento académico, como un adicto a las drogas que pretende demostrarse
recuperado por haber tenido dos días de abstinencia, como un violador de
menores que supone atemperada su crueldad al dar muerte rápida a una de sus
víctimas, como un policía que dice contribuir a la disminución de homicidios
porque estos no se han cometido en la misma proporción del mismo mes del pasado
año, como…
…
como todo aquello que se postula desmentida de una realidad estructural. Cuando se pretende que lo excepcional se
niegue a confirmar la regla y, por el contrario, se promueva como su
desmentida, no estamos en el fin del fin sino en el mantenimiento de lo
mismo.
Porque
se está del lado de la legalidad, del establecimiento, del supremo poderío de
estado contra toda fuerza transgresora de su constitución y de su
funcionamiento, se espera que la regla sea la norma y que el fracaso sea lo
excepcional. Se espera, igualmente, que
los éxitos episódicos, sean demostración de una fuerza en crecimiento, a la que
la debilidad objetiva le impulsa a ponderar los resultados en virtud de probar
su existencia y desmentir la verdad acerca de su aniquilamiento.
La
exaltación pues de algo excepcional por parte del Estado no es más que la demostración
de la existencia de una debilidad. Que su
confesión no sea explícita, no contradice la afirmación: los hombres de armas,
es decir, aquellos que han hecho de la capacidad de usarlas, su vocación, bien
harían en pensarse no en razón de las causas que los han llevado a enfrentarse
entre sí, sino a considerar que sus acciones en lugar de conseguir la
conformación de una sociedad justa y equitativa, cada vez los alejan más de
ello y amenazan con colocarlos al mismo nivel de un simple delincuente que hace
del uso de la violencia no un arte, como sí una forma de manifestar su crueldad
y su cinismo, verdaderos anti-valores para cualquier militar que respete su
oficio, lo ejerza desde la oficialidad, lo ejerza desde la insurgencia.
DESBORDAMIENTO
El
desbordamiento que tiene la ocurrencia de la violencia entre nosotros es
también demostración del fracaso de la civilización en su afán por domeñar los
impulsos tanáticos de quienes la conforman.
Así, quienes han hecho del uso de las armas su vocación, son los únicos ciudadanos en capacidad de defenderse
contra la acción de los rufianes. Su
status no es el de héroes sino el de privilegiados y sus privilegios no los
pueden considerar obtenidos a partir de la demostración de su heroísmo.
Rufianes
y gángsters han demostrado poseer capacidad de sevicia y de impiedad al momento
de cometer sus crímenes contra ciudadanos y ciudadanas inermes, acción hostil a
la de cualquier militar que respete su uniforme. Validos de la imposibilidad de que el
conflicto armado se resuelva definitivamente, disponen de todo el tiempo y todo
el espacio para regodearse cometiendo sus tropelías obteniendo de la necesaria
debilidad del aparato judicial, garantía para su continuación.
Progresivamente
se deslizan en el imaginario colectivo valoraciones que cualquier civilización
repudia de manera radical, tales como las ejecuciones sin fórmula de juicio, la
animalización de las conductas transgresoras y la sustitución del aparato de
justicia por los instigadores de la ley del Talión instalados en los medios de
comunicación, más disponibles para la sinrazón de la venganza que para la
contribución a que sea el uso de la fuerza, proveniente del uso de la razón, lo
que se encargue de establecer el debido castigo con el probado culpable.
La
sociedad se transforma de tal modo que cada vez tiende a parecerse más a una
organización de hordas y de tribus que a una forma de organización
civilizada. Poco a poco, la confusión
lleva a ignorar que, por ejemplo, cuando a un abusador de menores se le
considera probable criminal a partir del hecho de haber sido abusado en su
infancia, lo que se está diciendo al mismo tiempo es que todas las víctimas de
abuso sexual en el presente se convierten, ipso facto, en sospechosos de
cometer, en el futuro, abuso sexual contra otros. Las instituciones levantadas para comprometer
el juicio de la sociedad del lado de la razón, son suplantadas por la gritería
de una gradería deseosa de sangre que reclama la entrega de más víctimas al
altar del sacrificio de una psicología de masas siempre lejana y contraria a
una psicología individual.
Mientras
tanto, en los medios masivos de comunicación, la vida de los hampones se vuelve
objeto de una épica edulcorada con la mixtura del valor supremo: el desprecio
por la vida de los demás. Es como si el
estilo de organización de los rufianes, progresivamente y como un cáncer, se
tomara la totalidad del tejido social y reemplazara la dinámica que regula los
nexos civilizados entre quienes lo componen por la que proviene de la
corrupción del pensamiento y la conversión de este en pura imaginería
supersticiosa puesta al servicio de la avidez narcisista.
La
supervivencia de una guerrilla en los momentos iniciales de su constitución,
depende en gran medida de su habilidad para propinar acciones contundentes
contra su enemigo valiéndose de su capacidad de fuga instantánea. Lo que presenta como eficacia heroica de su
acto en realidad representa la transformación de la cobardía en virtud. Hoy nadie ignora que la llamada Gran Marcha
del Pueblo Chino, encabezada por el líder Mao Tse Tung, no fue otra cosa que
una verdadera huída hacia el sur de una guerrilla que había fracasado y era
derrotada por su adversario.
La
supervivencia y fortificación de una banda de rufianes, depende en buena parte
de la capacidad de impiedad y de sevicia de sus líderes, que se cotizan como
tales en el ambiente del hampa no tanto por su valor como si por su capacidad
de dar rienda suelta a demostrarse capaces de convertir lo inimaginable en
posible.
Mientras
que unos y otros han logrado establecerse de manera sostenible, casi que como
instituciones permanentes, su accionar no logra ir más allá de contribuir a la
perpetuación de un conflicto sin posibilidades de paz al final del mismo,
porque ese final ha sufrido una conversión invertida: de posible se ha
convertido en inimaginable.
Su
perpetuación ha servido para que otros maleantes, aquellos que operan
protegidos por su falta de miedo a la oscuridad y su confianza a la capacidad
de vivir en las alcantarillas de las ciudades, se revelen como una tercera
fuerza que no por desorganizada deja de ser absolutamente eficaz. Y también ellos, capaces de imitar con
especial empeño, copian de los otros dos bandos enfrentados, su modo de
proceder al momento de ser amenazados por el castigo de la justicia: las mismas
invocaciones al pasado tormentoso de sus infancias, la presentación de su acto
como forma desesperada de acción inevitable dada la suerte que le correspondió
vivir con respecto de la adversidad, la brutalidad de los victimarios que los
forzaron a volverse más brutales que ellos, etc., etc., etc.
En
todas partes la violencia tiene discurso que no es exclusivamente el que
propagamos quienes nos interesamos por estudiarla. Es el discurso mismo de los violentos, proferido
en la intimidad de sus madrigueras o en el ágora a través de los medios que
hacen las veces de cajas de resonancia.
Es un discurso que juega a la sociología, a la psicología, al arte y a
la economía. Juega, por sobre todo, a la
política, idealizando el concepto de correlación de fuerzas y apropiándose para
sí de la representación de la justicia.
Juega
a ejercer el monopolio de representación de las víctimas impidiendo siempre a
que estas se asuman en su condición de sujetos-ciudadanos y practicando una
memoria apegada a las circunstancias que los hicieron objeto de ataque sin
demostrar ni un poco de reflexión crítica sobre esa memoria.
Se
instaura como horrible noche que no cesa de repetirse ni de mantener apagadas
todas las luces de la razón y de los buenos sentimientos. Practica la sonrisa de la Monalisa cuando oye
los argumentos de quienes repudian la violencia como forma de relación con los
demás, declara perdedores (y trata como tales) a quienes demuestran su renuncia
a hacer parte de la ordalía y de la competencia desleal, ignora que el fusil no
es otra cosa que el sustituto de un falo erguido del que presume todo aquel que
cambia el placer con el esfuerzo por el placer masturbatorio inmediatista (“mi revólver es más largo que el tuyo” fue
el título de un hermoso cuento de cuyo autor he olvidado el nombre), y, dado
que no recibe júbilo y reconocimiento de quienes esperaba recibirlo, paga lo
que sea para que se propague la idea de que es un verdadero héroe.
Su
causa no es directamente la de la muerte sino la de considerar como único modo
de vida el conseguirla mientras se propina.
No es simiesca, no es brutal, no es animal: esto no se estila entre
simios, brutos ni otra clase de animales.
ESPERANZA
No
queda para los inermes otra salida que la de sustraernos a los llamados de unos
y de otros a hacer las veces de carne de cañón de sus propósitos. Si admitimos que las promociones de su valor
sean hechos por ellos mismos como prueba de su debilidad constitutiva, habremos
de confiar en que tarde o temprano se encontrarán con límites y con obstáculos
superiores a los que han previsto y han logrado sortear hasta el presente.
Un
énfasis especial en el pensamiento como forma de acción, de resistencia como
forma de presión y de protesta como forma de impedir un olvido que a toda costa
se querrá imponer, serán herramientas útiles para negarnos a quedar reducidos a
la condición de víctimas (de más víctimas) y a depender de una memoria puesta
al servicio exclusivo de la exaltación o de la infamia.
Cuando
todos estamos perdiendo y no solo la vida, aquellos que hacen de su amor por
las armas su vocación, deberían darse cuenta de que el desbordamiento es
testimonio del fracaso de su pretendida eficacia. Que ellos mismos no son agentes del discurso
que pregonan sino meros instrumentos de un discurso que repiten sin haberlo
sometido jamás a la criba del pensamiento crítico propio de quien se precia de
ser adulto.
Será
entonces posible que el silencio de los fusiles nos permita pensar con menos
afán por imponer el pensamiento propio como pensamiento único. Esta utopía inimaginable, podríamos pensarla,
imaginativamente, como posible. Serviría
de algo, serviría mucho más que prestar nuestras voces al reclamo de más
violencia para acabar con la violencia.
Quienes
creyeron que delegando en los rufianes la protección de sus intereses iban a
estar a salvo, han descubierto ahora que la factura recibida es imposible de
ser pagada. Ese es un obstáculo mayor,
un verdadero límite. Unos demostraron
su capacidad de instigación y de mando, los otros solamente de venderse a quien
consideraron mejor postor. Un cambio en
los capaces de mando ayudaría a un cambio en los que solamente saben
venderse. Y la humanidad les quedaría
altamente agradecida. Y no pasarán a la
historia como genocidas. Y no tendrán
que enojarse tanto, y tan seguido, desesperados porque el invento ha demostrado
su ineficacia. Y sus hijos y sus nietos
los tendrán incorporados en el recuerdo como mejores seres humanos y no con ese
sabor que en la actualidad los lleva a vivir con vergüenza el hecho de ser
descendientes suyos.
Santiago
de Cali, junio 5 de 2012
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