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E. BOTERO T.

viernes, 3 de diciembre de 2010

¿POR QUÉ ME HICE MÉDICO Y NO FUTBOLISTA?





Hoy, una celebración más del Día Panamericano del Médico.  Habiéndome dedicado al psicoanálisis, pero conservando nexos con la medicina a través de mis clases en la Residencia de Psiquiatría de la U. del Valle y en Pregrado de la U. Libre, no deja de concernirme la celebración de este día que quiero hoy celebrar mediante este escrito.  Sin mencionar la amistad de la que me honro con numerosos colegas de todas las edades y, como se estila hoy, de todos los géneros.


Los caminos de las vocaciones profesionales son múltiples, variados.  No obstante, no faltan las generalizaciones.  Con respecto de la vocación médica se señala como gran motivadora la hipocondriasis de la madre del profesional.  Madre enfermiza, hijo médico: como si en la motivación consciente e inconsciente del candidato, se configurara un ideal del yo  que se postulara sanador de la madre. 


Imagino que tener una madre hipocondríaca no tiene porqué suscitar, automáticamente, altruistas sentimientos en uno o varios hijos.  Si hubiera sido mi caso creo que las irrespetuosas palabras que el Rey de España (esa anacrónica existencia que encarna la idea de que hay seres que representan lo excelso y seres que representan lo excecrable) dirigió al mandatario venezonalo, en meses pasados, hubieran asistido a mi cabeza haciendo que esta activara la descarga motriz de Broca: ¡¿Por qué no te callas?!


Mi madre no era, ni es, hipocondríaca.  Ella es bolerista y nunca me privé del efecto sugestivo de su voz.  Ya no lo hace con la misma frecuencia que antes.  Pero la interpretación suya era capaz de incluir el dramatismo en la coloratura de su voz, apegándose a los cánones de la interpretación del bolero que excluyen, como exceso saboteador, el histrionismo del gesto.  Así pues, que ni cantando boleros, tenía que excederse en gestos y movimientos desesperados del cuerpo.  En su voz las versiones de Toña La Negra, Gregorio Barrios y Leo Marini, tomaban un acento característico que hacía prodigios: mientras tejía y cantaba a capella, uno podía intuir las gracias melódicas y armónicas del acompañamiento de Don Américo y sus Caribes, los tríos de época (Los Panchos, Los Tres Diamantes, Los Tres Reyes, los Tres Ases). 


Es una escena inolvidable, y propia de una mujer sana, que se tomaba la duración de un long play, para finalizar un sweater o un traje de baño que, una vez terminado procedía a evaluar minuciosamente al tiempo que finalizaba la última canción del disco.


Por lo tanto, en mi caso, mi vocación médica no tuvo nada qué ver con nada parecido a una hipocondriasis materna.  Debo agregar que mi madre jamás consideró irreconciliable su creencia religiosa con el contenido de las letras de los boleros.  Enseñó, con su ejemplo, que no importa la concepción que uno pueda tener acerca del origen de la vida para darse a sí mismo el permiso de cantar lo que le plazca. 


Creo que conmigo fue diferente.  No propiamente una hipocondriasis de mi padre, sino una enfermedad grave del mismo cuando contaba yo con 7 años de edad, tuvo que ver con mi deseo de estudiar medicina cuando me graduara de bachillerato.  Y quería ser médico porque quería ser psiquiatra.  Entonces, a los siete años, no tenía esto último claramente formulado.  Pero años después, y no muchos, supe que hacerse médico era requisito indispensable para hacerse psiquiatra. 


El asunto es que simultáneamente yo quería ser futbolista y en eso mi padre y toda la familia estaban absolutamente en desacuerdo.  Las razones que invocaban tenían que ver con que ya entonces, el llamado mundo del fútbol, estaba poblado por intereses que hacían del deporte cualquier cosa menos oportunidad para el acontecimiento lúdico.  Mi padre, en particular, se mostraba explícitamente más remiso a aceptar válido ese deseo mío.  Nunca profirió prohibición alguna para que yo lo practicara, pero jamás contribuyó a alimentar esperanza alguna al respecto. 


Años después sobrevendrían los maravillosos años 70’s.  La extrema ideologización a la que sucumbí, como tantos otros, me llevó a ponderar los elementos de los ideales de modo preciso.  En efecto, hacerse médico era más compatible con el deseo de contribuir a la transformación del mundo.  En cambio, el fútbol, ese monaguillo del otro opio del pueblo, había servido en el mundo entero para encubrir toda clase de crímenes y atrocidades, cumpliendo, en beneficio de los criminales, con la misión de adormecer a los afectados.  Así, como cuando el deprimido cree mejorar yendo de compras, los miserables creen ser felices concentrándose en lanzar vivas a un jugador determinado, celebrar con gritos los goles y recordarle irrespetuosamente el oficio de la madre del árbitro. 


Total que, me hice médico con el fin de hacerme, después, psiquiatra.  En el interregno había podido acumular un relativo buen bagaje de saber como para entender lo que le había sucedido a mi padre y para evaluar, a lo mejor apasionadamente, el criminal manejo al que fue sometido para corregirle la idea de que era perseguido por un bus escolar, ni más ni menos, el que transportaba a las estudiantes de un colegio femenino de la ciudad.  Como si la consigna hubiese sido callarlo a como diera lugar, mi padre jamás pudo recuperarse completamente no del estado delirante en que estuvo temporalmente, sino de los tratamientos a que fue sometido salvajemente, entonces. 


Siempre estuvo ese saldo de algo no aclarado, martillando en mi cabeza.  Cuando me hice médico, habiendo conseguido realizar mi servicio social obligatorio en un centro de salud mental, y estando casado con una mujer que deliberadamente se negaba a tener hijos, me vi llevado a instalarme en un diván psicoanalítico y, en el proceso, vocación psiquiátrica y fidelidad al compromiso matrimonial, ambos simultáneamente, se fueron al carajo. 


Hacerme psicoanalista pasó a convertirse en un deseo que no fue formulado como vocación de graduando sino en el proceso mismo de “ir dentro de mi”, así fuera errante, que es la forma de caminar más compatible con la asociación libre de ideas: errar…


Sin embargo, jamás rompí mis nexos con las facultades de medicina, en las que me hice a un prestigio que me ha llevado a conocer las bondades propias del ejercicio de la enseñanza de un arte que la medicina misma considera anacrónico pero del cual todavía no se atreve a desprenderse totalmente. 


Enseñar, hoy, es estar ocupando el puesto del padre debilitado, ciertamente, pero ejercer el pensamiento mientras se ocupa ese lugar, te libra de terminar adicto a los neurolépticos y sufriendo los efectos secundarios de la eufemísticamente llamada terapia electro-convulsiva.  Temo que si no exacerbamos todas nuestras alertas, el librepensamiento llegue a convertirse en síntoma de enfermedad mental enmascarada.  Ejercer el pensamiento y hacer de la cultura objeto de investidura libidinal, ambos capaces de hacer lazo social con otros y transformarse en movimiento que impida la reinstalación de antiguas edades medias en nuestro presente y en el futuro, será propósito obligatorio, indispensable.


Por lo dicho más atrás, me hice médico.  Por lo dicho más adelante, psicoanalista.  Aunque a veces me pregunte si fue la mejor decisión, entiendo que estoy en lo que he sido y en lo que seré.  Por mi padre me hice médico y no me hice futbolista.  Porque el psicoanálisis me hizo descubrir que el recuerdo de la enfermedad de mi padre era un recuerdo encubridor, me hice psicoanalista.  ¿Qué encubría?  A la edad de tres años sufrí el encarceramiento de una hernia inguinal que obligó a una intervención quirúrgica de urgencia.  Del episodio conservaba recuerdos vagos: el olor a fríjoles que se cocinaban aquella tarde  (entonces la costumbre antioqueña era la de comer sancocho al medio día y fríjoles por la noche: ¡con razón esa gente no duerme y trabaja tanto… de noche!), el arequipe que había comido en exceso, el trayecto de la casa a la clínica llevado por mis padres, la corneta que me llevó de regalo un visitante en el post-operatorio (reputado como inteligente hoy me pregunto por la pifia que tuvo llevando de regalo una corneta a alguien que una simple tos le hacía doler el abdomen de manera exquisita).  No recordaba más.


En el psicoanálisis emergió lo olvidado.  El cirujano, en una visita de control después de la cirugía, y delante de mí, le comunicó a mi madre que yo sería estéril.  Entonces pude comprender por qué, años después, las elecciones amorosas siempre fueron de mujeres o estériles o que no deseaban tener hijos jamás.  Un saber inconsciente me guiaba para mantenerme a salvo de ese recuerdo verdaderamente traumático. 


Total que, hecho el descubrimiento: renunciar a ejercer asistencialmente la profesión de médico, divorciarme, volverme a casar esta vez con una mujer sin problemas al respecto de la reproducción y del deseo, y dedicarme exclusivamente a la atención en el consultorio y a nivel comunitario, con poblaciones afectadas por la violencia, todo eso sucedió simultáneamente y de eso llevo ya 20 años, manifestándome complacido por haberlo logrado. 


Tal vez por eso sea reacio a celebrar con fiestas el Día Panamericano del Médico.  Pero esto no es obstáculo para enviar mi saludo afectuoso y de admiración a todos aquellos colegas, hombres y mujeres, que diariamente entregan lo mejor de ellos en beneficio de acompañar siempre, aliviar casi siempre y curar a veces a los pacientes que pacientemente soportan toda la iniquidad de un sistema beneficioso, exclusivamente, para los intermediarios financieros que lograron transformar la salud, de un derecho, en una vulgar mercancía.




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