Eres tú quien se ha definido así, pecador insoportable. Y llamas catequesis prioritaria el afán que mantienes por entablar diálogos con personas que no creen, sean agnósticas, ateas o, simplemente, indiferentes al asunto.
La presencia de enfermedad calamitosa en mi familia parece que ha estimulado tu afán saulista (por el Saulo romano que, convertido, fue llamado después, San Pablo). Te parece urgente introducir la divinidad en mi vida como aliada segura en estos momentos de mi existencia. Consideras que la evolución de la enfermedad de mi familiar, dependerá de la conversión del ateo en creyente y, amigo mío, es por lo que deseo escribirte esta carta.
¿En nombre de qué potencia te autorizas para hablarnos de ese modo? Porque te has cuidado de hacerlo privadamente, conmigo, al fin y al cabo, el único implicado como no creyente en la coyuntura. Lo has hecho delante de todos con un tono que si hubiera sido profesoral no hubiera generado las reacciones emocionales que generó en mi y contra las cuales he debido luchar arduamente siendo parte de tal lucha este esfuerzo de escritura amistosa. Fue más bien un tono papal, pontifical, de jefe de horda, como si en el recinto en el que pronunciaste tus palabras hubiera una cámara destinada a abastecer cualquiera de los ridículos realitys que hoy abundan en la televisión occidental.
Te repito: ¿en nombre de qué potencia te autorizas para hablarnos de ese modo?
Algunos de mis familiares, los de menor edad, inmediatamente dirigieron sus miradas a mi, cuando tu hablaste. Como si con ellas me dijeran, padre, la salvación de mi mamá depende de que tú hagas el gesto que él reclama. Dirás que si pongo este texto a esas miradas, el problema será mío, que no tuyo. Pero no, amigo mío, en lugar de introducir un aporte capaz de apaciguar nuestro ánimo adolorido por la enfermedad de quien queremos, lo que hiciste fue provocar un conflicto que, hasta la fecha, había sido sabiamente administrado por todos nosotros, de una manera tal que predominaba el respeto por la idea que cada quien quisiera tener acerca de la existencia o no de la divinidad.
Hay un problema, claro que existe, pero es exclusivamente tuyo: sabes favorable al contenido de tus palabras la existencia de un público asustado y tomado por el desespero, dispuesto a adquirir cualquier creencia que se le ofrezca redentora en ese preciso momento y eso fue lo que hiciste tú: pregonar tu prejuicio como valor supremo, como verdad absoluta, como texto que al mismo tiempo te colocaba, de modo casi aliterativo, en el lugar de una autoridad infalible.
A la enfermedad se agregó, en ese preciso instante y por obra tuya, la desconfianza para con un papel que yo he creído saber jugar no propiamente valido por la idea delirante de suponerme representante de la divinidad en mi casa, sino simple y llanamente por el hecho de que mi deseo me ha conducido a haberme comportado del modo en que me he comportado hasta la fecha. ¿Era necesario fabricar tal desconfianza? ¿Con cuál fin? ¿Con el de crear condiciones propicias para que se produjeran efectos favorables a los intereses de tu catequesis prioritaria?
Estimado amigo: si respondes afirmativamente a estas tres preguntas, permíteme decirte que deberé empezar a pensar seriamente en el temor, que no de Dios sino de sus agentes. Como yo no soy lo que tú crees que debo ser, entonces la enfermedad de mi ser querido evolucionará hacia las complicaciones más temidas. Ergo: por no pensar como tú, ella enfermará gravemente.
¡Vaya método de seducción del que te vales para ganar el aprecio de ella!
Y voy al segundo punto. ¿Qué te hace suponer que serás deseado por ella diciendo que quien la acompaña como esposo, por no ser creyente, la perjudica? En cambio tú, el creyente, el pecador insoportable, el catequista prioritario, te postulas como más apto para ella. ¿Qué te hace suponer que ella es tan imbécil como aquellas otras que caen seducidas por tu retórica de final del mundo? Es más: ¿qué te hace suponer que uno de los síntomas de la enfermedad que la aquejan es la estulticia?
A ella, que es una creyente, la he oído referirse con especial inteligencia en contra de los voceadores de final de los tiempos y que no saben situarse ante las dificultades propias de la existencia sino anunciado infiernos y castigos contra los pecadores. La he visto maldecir, con especial fineza, la oposición eclesiástica a los métodos anticonceptivos: “necesitados de niños sufrientes de los cuales poder abusar, raro sería que estuviesen de acuerdo con la planificación familiar”, o (mira esta perla): “vocacionalmente monopólicos, no están dispuestos a disputar herencias con viudas malquerientes, por eso imponen el celibato”, o (afina el oído): reconociendo el origen de esta sentencia en el gran Fontanarrosa, “el mensaje de Cristo era tan revolucionario que hubo que inventar una burocracia como la del Vaticano para volverlo mierda”. Y no te cito más porque te aburro y mi intención es, te reitero, amistosa.
En tercer lugar, amigo mío: ya Hipócrates (sí, el de la escuela de Cos), habilitándose en el gran Herodoto (sí, el llamado padre de la Historia ), lo había señalado: en el origen, la evolución y el final de las enfermedades la divinidad nada tiene qué ver. Esta postura sabia lo llevó no solamente a inventar la medicina sino a crear condiciones favorables para que la humanidad encontrara formas de afrontar la adversidad de una manera eficaz. Tu apreciación acerca de que las enfermedades son pruebas que la divinidad nos envía para tensar nuestra fidelidad para con ella, se me antoja no solamente anacrónica (pre-hipocrática) sino verdadero síntoma de tu omnipotencia narcisista, lo cual creo me explica el tono pontifical que empleaste para decir tus cosas. En efecto, en esa sentencia implícitamente el emisor da a entender que él está en un grado de relación tal con la divinidad que ello le faculta para dictar sentencias de ese tipo. En otras palabras, porque te supones intermediario entre la divinidad y nosotros, más cercano de aquella indudablemente, es por lo que dictas sentencia acerca del nocivo efecto que para la evolución de la enfermedad de mi ser querido tendrá el hecho de que yo no crea ni en divinidades y, mucho menos, en intermediarios. Es como si insinuaras que mi condición está inclusive en el origen de la enfermedad de ella, que la divinidad me está haciendo ver mi equivocación enfermando al ser que quiero y que debo entonces tomar su enfermedad como la oportunidad que generosamente me brinda esa divinidad, y de la cual te postulas como su notario, para que yo reconsidere mi postura con respecto de su existencia.
Malhaya sea mi suerte al creer que contaba contigo, en estos difíciles momentos, como amigo. Como reconoces que yo bien te conozco, la vez que te pedí guardar silencio con eso de la enfermedad como consecuencia del pecado por considerar de que con ello herías en lugar de aliviar a quien había gravemente enfermado, me dijiste que reconocías que eras un pecador y no solamente eso, que era un pecador insoportable. Y este será el último punto al que me refiera en esta amistosa carta.
¡Qué cabrón eres, pecador insoportable! ¿Acaso no te das cuenta de que con ese reconocimiento público lo que buscas es agenciar la idea de que tú eres de los nuestros, pues, al fin y al cabo, todos somos pecadores? Como suele decir mi mujer cuando en las discusiones conmigo me pilla en una acción oportunista: “¡Bacana tu moto!” Los publicistas creen haberlo inventado todo desconociendo el hecho de que la ideología que tu practicas, desde tiempos inmemoriales, ha usado la habilidad para mimetizarse como estrategia de dominio. Logrado un “todos somos pecadores” procedes luego a autorizar tu retórica postulándote pecador insoportable, queriéndonos decir que no eres un pecador cualquiera, como cualquiera de nosotros, sino un pecador de rango superior.
¡Qué bandido! Como entre bandidos el más bandido es el jefe, entonces nos supones a todos convencidos de que lo somos para inmediatamente postularte, con esa tu especial manera impertinente e irrespetuosa de hablar, el peor de todos, es decir, nuestro superior natural.
Por lo demás todo eso no hizo más que servirte para justificar tus andanzas con maleantes y con pícaros de toda clase en los inmediatos años pasados. Todavía me parece escuchar de tu boca la idea de que los dineros mal habidos lo eran hasta el atrio de la iglesia, porque de ahí hacia adentro, procedían a convertirse en ofrendas para la mayor gloria de Dios. Todos somos pecadores. O escucharte decir que ciertamente el dinero es el estiércol del diablo pero que es muy buen abono para las matas. Todos somos pecadores. Que entre el fariseo que rezaba y el recaudador de impuestos arrepentido por sus pecados, el Señor prefería al segundo. Todos somos pecadores. Que…
No demos más rodeos, amigo mío: eres tú el que está más enfermo. Pido a la diosa Fortuna se apiade de ti y te envíe señales para que vuelvas al único lugar en el que parece complacerse tu pobre alma, el lugar del puro sufrimiento. Irredento menor de edad asustadizo, que repites como un loro mojado lo que escuchaste decir de aquellos mismos que abusaron de ti sin remordimientos y frente a los cuales tuviste que callar por orden expresa de un padre que, como el tuyo, consideraba que era más pecado denunciar a un cura pederasta que el pecado mismo del cura.
Nosotros, mortales que sienten su mortalidad como una fortuna en cuanto a que reconociendo y aceptando tranquilamente que la vida es inevitablemente una sola y breve, optamos por hacer de ella oportunidad de entendimiento superior y de morigeración en los placeres, oportunidad para sintonizar los bríos del pensamiento con la buena salud de nuestro corazón, creencia amorosa en las virtudes del amor y su sazón por nuestros cuerpos erizados y sudorosos, convicción absoluta de que la naturaleza ni es buena ni es mala sino que simplemente es y de que nadie se baña dos veces en el mismo río y de que la muerte es algo que no nos interesa pues mientras vivimos ella no está y cuando morimos ya no estamos….
Nosotros, amigo mío, amistosamente te invitamos a guardar silencio en el lugar donde los que sufren confían en la pericia de sus iguales para salir de la adversidad a donde han llegado por causas variadas y que en concierto dieron en ponerle determinado nombre a esa adversidad.
Nosotros, amigo mío, nosotros: más de los que tu crees. Más de los que creen aquellos tus mayores a los que nunca respondiste intentando un pensamiento propio. Más de los que creen aquellos que el mundo está bien tal y como está porque a ellos les tocó la mejor parte. Nosotros, amigo mío, nosotros… Incluso tú, aunque no lo quieras aceptar. Incluso ella, la señora que te trajo al mundo muy seguramente esperando que donde hubiera enfermedad tu ibas a llevar consuelo y alivio y no sentencias de pecador insoportable.
Hazte bueno.
Querido Eduardo:
ResponderEliminarY más querido aún después de leer la mejor de las piezas literarias, el más fino argumento, la más sentida y vital página, la mayor declaración de amor a una esposa y a unas hijas, la más precisa de las enseñanzas, al mismo tiempo que con ella se incoa un proceso que los no creyentes estamos en mora de iniciar: el del respeto por la libertad del pensamiento, contra las bárbaras legiones de los feroces fanáticos de todos los credos, bestias de una prédica atroz pre y antidemocrática, que armados de simples creencias despidadas y rudas, pretenden apoderarse de la voluntades de los demás, para sastisfacer el apetito narcisista de su salvación ante sí mismos. Ni su propio cruel Dios del Antiguo Testamento los perdonará.
Un abrazo lleno de un amor mejor que el cristiano,
Javier