Ch., 14 años, hijo de un militante desaparecido cuando Ch. contaba con siete años. Su madre, de 47 años lo lleva a la consulta “porque no lo puedo controlar ya”. Ella sale, él se queda. Me pregunta sin espera: ¿qué vamos a hacer…? Le pido que, en principio, me hable de su presencia aquí, en este lugar, ahora. “Ya mi mamá te lo dijo”. Es cierto, pero le pregunto qué piensa de lo que dice la madre. Está de acuerdo según me dice. “Ya no me puede controlar”. Y sonríe.
Luego procede a hablar de su madre. Lo que hace que está viviendo con S. se ha vuelto insoportable. No le da libertad para vivir. Con S. ha tenido un hijo, O., con quien Ch. cree llevársela bien. “El me sigue en todo”. ¿En todo?, pregunto. “Sí… bueno… en casi todo”. ¿Puedes extenderte en esto?, le pido. “Por ejemplo –me indica- cuando yo tomo la cicla, él me sigue en la de él”. Guardo silencio… “O cuando juego con mis amigos, él quiere jugar con nosotros”. Silencio. “Y así… de muchas maneras”. Silencio. “Claro que no en todo… por ejemplo… hay cosas que yo hago con mis amigos que no lo dejo estar”. Silencio. “Y así…”. “Entonces él va a ponerle quejas a mi mamá y es cuando ella me enciende a cantaleta”. ¿Te enciende? “Sí… empieza a darme gallina”. Cantaleta y gallina… “¿Cómo así?” –me pregunta. Continúa, le digo.
“Y eso que ella no se ha dado cuenta del negocio que tengo con F. Un negocio redondito porque no me toca hacer nada malo y me ganaré un billete grande”. ¿De qué se trata? Le pregunto revelándome más interesado que antes.
“Una vuelta que hace F. Él es el que la hace. A mi me toca manejar el vehículo, apenas”. ¿En qué consiste lo que llamas “la vuelta”?, le pregunto. “Una vuelta es una vuelta. ¡¿Me va a decir que usted no sabe qué es una vuelta?!”. Se le nota molesto. No sé a qué te refieres con esa palabra, le digo. “Pues una vuelta, un muñeco”. ¿Un muñeco? “Sí, un finado, un muerto”. Ah… lelo yo.
Silencio.
“Lo bacano es que a mi no me toca hacer nada, solamente manejar el carro. F. se baja, hace lo suyo, lo espero y arrancamos. Y a cobrar el biyuyo. Y a gastar. Limpiecito”.
Me mira con atención. Yo, a esta altura, ya ni sé cómo sentarme. Supongo que un otro se asoma en este relato. ¿Qué otro? Qué sé yo… Me sentía más cómodo cuando el relato estaba a la altura de la cantaleta y la gallina de la madre. Terreno conocido: la propia vida, la consulta, la experiencia en una sola palabra. Un segundo matrimonio de la madre, un intruso adoptado como casi par, un padrastro también intruso, tal vez intrusivo. Acontecimientos conocidos…
Retomo el asunto. ¿Limpiecito? Apelo al eco, imploro al eco, clamo al eco, que venga en mi auxilio. “¿Cómo así limpiecito?” me pregunta. Sí… dijiste limpiecito. Fue la última palabra que pronunciaste. “No recuerdo. ¿Cómo así limpiecito”. Eco inútil, eco ineficiente, eco estúpido, eco incapaz.
Dijiste que después de que F. matara al individuo, tú lo esperarías en el carro, se fugarían, cobrarían el dinero y luego lo gastarían. Remataste diciendo: “limpiecito”.
“Ah… sí. Limpiecito, porque yo no me unto”.
Silencio.
“Oíste, yo ya me estoy cansando. Esto cuánto va a durar. ¿Y cuánto le vas a cobrar a mi mamá por la consulta?”
A tu mamá nada. Serás tú quien me pague.
“¿Yo? ¿Y yo de adónde?”.
Tendrás que conseguir un trabajo por el que ganes dinero y con ese dinero que ganes me pagarás.
“¿Yo? Yo soy menor de edad. En Colombia los menores de edad no podemos trabajar”.
Es la ley.
“Sí. Es la ley”.
Y tú la sigues.
“Pues claro. Yo la sigo. Y si no…”
Y si no…
“Pailas”.
¿Pailas?
“Sí: en la olla. Pailas”.
Como gallina...
“Sí, como gallina”.
Silencio.
Más silencio.
Incómodos, ambos, con el silencio.
¿Cómo sabes tú que quien contrató a F. no va después a matarlos a ambos para asegurarse de que no va a dejar testigos que lo puedan incriminar más adelante?
“¿Yo? Yo no sé nada de eso”.
Sabes que eres joven y que no puedes trabajar para ganar dinero pero no sabes cómo es que funciona el mundo del hampa y te sientes orgulloso por creer que estás haciendo algo que llamas trabajo y al que consideras impecable, limpio.
“Sí… es cierto”.
Tendremos, entre ambos, que encontrar la forma en que seas tú el que me pague el valor de la consulta. Pero te advierto algo, de entrada, tendrá que ser algo que tú consigas mediante un verdadero trabajo. Me dijo tu mamá que sabías algo de computadores. Nos veremos nuevamente en ocho días. Me traerás tu propuesta y, esa propuesta, tendrá el valor de un primer pago.
“¿Y si no se me ocurre nada?”
Entonces, estimado amigo, tendremos que revisar aquello de que te molesta que tu madre no te conceda la libertad que le pides, tal vez ella tenga razón en no confiar en que sepas emplearla, tal como lo has confirmado.
“Nos vemos”.
Espero que sí. Espero que sobrevivas una semana más, si es que decides ser cómplice de F., lo cual desearía que no hicieras.
Se va... y mientras se aleja, no dejo de pensar en que nunca le pregunté por su padre.
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