Por Eduardo Botero Toro
Con 12 capítulos que he leído hasta el momento no contengo las ganas de escribir mis impresiones iniciales quizás como reemplazo de otro deseo de satisfacción imposible, el de dirigirme a la periodista politóloga para comunicarle mi agradecimiento y estamparle un beso tierno en su mejilla. Su libro me coloca en frente del coraje de una familiar de víctima que ha sido capaz de admitir la perniciosa influencia de un olvido deliberado para cambiarla por el sano procedimiento de deliberar acerca de ese olvido.
Que quiso olvidar, que quiso creer que era posible forzar la asistencia de Lete en su pensamiento y en su vida, nos insiste a cada paso de su escritura. Un deseo deliberado por no saber, por no averiguar, por no insistir en conseguir el conocimiento de los pormenores de una tragedia que la embargó con el peor luto de los existentes como es el que procede de la aceptación resignada de la impotencia.
Aquí vuelvo a insistir en la definición lacaniana de la impotencia como poder no, es decir, como el acto propio de una decisión, tan diferente de aquella definición más extendida y que dice no poder, siempre acompañada de voluntariosas mistificaciones y comunes racionalizaciones, proferidas desde la afanosa identificación con la condición de víctima complaciente con su condición de tal.
María Jimena Duzán se decide por considerar que el peor obstáculo para el establecimiento de la verdad de lo sucedido es su decisión de forzarse a un olvido deliberado de lo acontecido, o como bien ella lo expresa, a compartir con su madre una aceptación cortés y resignada del asesinato de su hermana Silvia. Un duelo hecho a la medida de las buenas maneras, ese que sin proponérselo, coloca al fallecido como víctima de una muerte seca, asalvajada, sin llanto: “(iniciar el viaje de establecimiento de la verdad)… se lo debía también a mi madre, con quien nunca había tocado a fondo el desgarro que nos había producido la muerte de mi hermana, porque creía que guardando silencio y compostura podíamos hacer la vida más llevadera” (Cf: Duzán, María Jimena. MI VIAJE AL INFIERNO. Grupo Editorial Norma. Noviembre de 2010. Bogotá. Pág. 17).
Un afán que era el de cómo le contaría a sus propias hijas el modo en que su tía había perdido la vida, se combinó de manera fructífera con su desplazamiento a Belfast, en el 2007, en donde conocería como espectáculo aterrador, la capacidad de una familiar de víctima de establecer un vínculo de comunicación con el victimario de sus hermanos que los había asesinado mientras su padre estaba en la cárcel.
Abocada a la parálisis motora de aquel encuentro entre asesino y víctima, no pudo evitar la evocación de la imagen de su hermana Silvia, asesinada 20 años atrás, en Cimitarra, por obra y gracia de esa maquinaria de muerte que la connivencia entre autoridades y narco-paramilitarismo supieron poner en marcha en su propósito de hacerse al control de la mayor cantidad de tierra posible y de un poder político del que todavía se sufre en este país que forma una sociedad que eligió la más absoluta indiferencia frente al acontecimiento macabro que ocurría a ojos vistas de ella.
Creyendo haber sepultado la imagen de su hermana muerta, obligada por las exigencias de una maternidad vivida desde los cruces de la obligación con el deseo y habiendo conocido la experiencia de resolución de otros conflictos tanto o más truculentos que el nuestro, MJD no tenía otro camino para seguir que el vencer el primer sentimiento, el miedo, para poder conseguir así una forma de alivio que el olvido deliberado no le había permitido adquirir.
“Mi viaje al infierno” es “el viaje”, su viaje, su propia experiencia itinerante por el establecimiento de una verdad cuya ausencia representa la doble muerte del fallecido toda vez que, producida su muerte se procura que desaparezca toda historia que recuerde la circunstancia de la misma. Estas formas del olvido no son más que colaboraciones no deliberadas pero sí tanto o más eficaces que si lo fueran, no tanto con los perpetradores de los crímenes como si de unos determinadores que suponen posible la temporalidad de su maquinaria de sangre y de muerte, toda vez que en la planeación de sus ejecutorias incluyen la desaparición de aquellos que contrataron para realizarlas, cuando no su ingreso a la condición de emisores de una verdad desestimada como cierta por su estatuto de maleantes.
“El viaje”, este término, MJD descubrió lo que significaba en su viaje a Irlanda, más exactamente a Belfast: “un viaje íntimo hacia los más profundos sótanos de la condición humana” que a la mujer que ella conoció entonces, Claire, le había servido para “liberarla de todos esos odios apresados con los que había malvivido y que le permitió acometer un acto de valor insospechado: el de confrontar a su victimario, cara a cara, como siempre lo había deseado. Y sí, pudo mirarlo a los ojos sin el menor reparo y asomo de cobardía.” (pág. 14).
Fue entonces cuando no pudo evitar la emergencia de quien creía ya sepultada, y la de la circunstancia de su muerte. Viendo a aquella mujer hablar con su victimario, pudo ahora, aunque más con miedo que con alivio aceptar el recuerdo del que habia querido escapar durante 17 años. “Por un instante me sumergí en un letargo, absorta. Por primera vez, en las lejanías de Irlanda, un lugar tan insólito y apartado, no tuve escapatoria de mí misma y recordé a Silvia antes de su asesinato en Cimitarra, departamento de Santander, Colombia, después de diecisiete años de haber intentado sepultar todo vestigio de su recuerdo.” (pág. 15).
Escapar de sí mismo es la meta de quien se propone forzar un olvido. La sumatoria de dos imposibles se llama asalvajamiento de la muerte o muerte seca. Las buenas maneras al servicio del aquí no pasa nada, negación deliberada de los determinadores del genocidio, siempre más interesados en maquillar la realidad y colocar como supremo valor patriótico la defensa de la buena imagen del país…
(continuará)
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