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E. BOTERO T.

miércoles, 22 de junio de 2011

¿TRIBULACIÓN O INDIGNACIÓN?




Eduardo Botero T.

“Que la culpa no es del cerdo sino del que lo alimenta”
Facundo Cabral.  Concierto en el Palacio de Bellas Artes, México DF, 1970.





La pasividad, la indiferencia, la desviación de la mirada hacia otro lado distante del conflicto, todas ellas son actos a los que en versión negativa se agrupan bajo un verdadero eufemismo: la omisión.

Instalados en la sola queja, definimos la palabra “impotencia” como “no poder”.  No poder hacer algo al respecto.  Pero otra definición resulta más precisa: “poder hacer nada al respecto y hacer eso: nada.”

Podemos desviar la mirada, ser indiferentes, instalarnos en la pasividad: verdaderos actos que se convierten en  alimentos esenciales para la supervivencia de quienes deciden hacer “por nosotros” instalándose como representantes nuestros, voces de los que no tienen voz, líderes mesiánicos que nos ofrecen destinos promisorios si accedemos a seguirlos mudos, indiferentes y capaces de saber desviar la mirada cuando sea necesario.

Representarse el mundo como un escenario esencialmente bueno pero amenazado por conspiradores capaces de todo en su afán por destruirlo es la concepción que da cauce eficaz a la manutención de la impotencia de todos.  La tribulación es un estado de ánimo que elige todo aquel que ha suscrito esa concepción de las cosas.  Por eso el voceador más chillón triunfa cuando cuenta con el mal humor pusilánime del resto.  Porque hace creer (para decirlo con más exactitud: cuenta con la adhesión incondicional) que él y solamente él saben qué debe hacerse y cuál es el papel que le corresponde a cada quien.


Otra representación del mundo lo concibe como habitado por el conflicto y hace de la comprensión de las dialécticas que lo conforman objeto de análisis, de estudio, de meditación reflexiva en el sentido heideggeriano, herramientas indispensables para encontrar aquellos rumbos que permitan la superación del conflicto en términos favorables para todos.

Esta postura no vacuna a nadie contra la tribulación, pero sí obliga a quien la sufra a hacer de ese sufrimiento algo, oportunidad para la búsqueda de modos de proceder que contribuyan a transformarla en fuerza de cambio.  Se puede llegar al pesimismo pero no obligatoriamente al fatalismo así como no toda soledad se confunde con desolación.  Estar solos no significa, obligatoriamente, estar desolados, así como ser pesimistas no significa obligatoriamente ser fatalistas.

Que el mundo se vaya a acabar –verdad irrefutable para cada uno- significa que mientras ello suceda es preciso que cada quien encuentre qué hacer con su paso por la vida, paso que se da una sola vez y de lo que suceda  nosotros tendremos mucho que ver.

El mesianismo nos necesita atribulados para hacer más expedito su camino hacia el dominio total de las cosas.  Los mesiánicos no aspiran solamente a ser gobierno sino al control total de los pensamientos, los sentimientos y las acciones de los gobernados.  Cuando el mesianismo descubre que puede perder su fuerza y quedar sometido al juicio de la humanidad, es cuando más empeño pone en convencernos de que nuestra existencia depende absolutamente de su existencia.  Mientras más aceptemos permanecer en la tribulación más fácilmente concederemos acuerdo y alimento a su propósito. 

Por eso no es gratuitamente que los genocidas, cuando son juzgados o están a pocos días de serlo, se postulan a sí mismos como las primeras víctimas.  Lo que buscan es obtener un mayor aplauso y adhesión de los atribulados que dicen representar, toda vez que conocedores de la simpatía que espontáneamente tiende a generar una víctima, se afanan por hacerse a ese lugar, a ese estatuto, apelando a los sentimientos más primarios de sus seguidores. 

La idea de final del mundo concebida como amenaza contra el mundo bueno que ellos dicen defender, aumenta la tribulación y consigue enfurecer las adhesiones incondicionales.  “Sin mi, el final”, es una especie de consigna tácita que se instala en los corazones y en las mentes de quienes han concedido su cooptación a los intereses del líder. 

Cuando en una situación de conflicto como la que vivimos en Colombia, alguien señala la “falta de liderazgo y de autoridad” como la causa que explica la intensificación y la degradación del conflicto, no hace más que alegar a favor del re-establecimiento de una figura fuerte y poderosa de la que se supone provendrá la solución definitiva del conflicto que nos afecta. 
Se cuidan con esmero en mantener oculta la contribución del liderazgo, tal y como se ha ejercido hasta el momento, en la producción, la intensificación y la degradación del conflicto.  Deliberadamente escamotean toda posibilidad de considerar aquellas acciones que, desde la autoridad y el liderazgo, favorecieron la emergencia de la lumpenización de la vida cotidiana.  Criaron cuervos contra nosotros y ahora nos piden que los salvemos de su ataque, pidiéndonos que renovemos nuestra adhesión a sus modos de concebir el mundo, la justicia y la razón.

Porque aquí no faltó el cerebro para que todo el organismo social se desbordara quedando al arbitrio de las puras pasiones insanas.  Lo que hubo fue cerebro capaz de hacernos creer que el uso de esas fuerzas capaces de sevicia y de maldad era necesario para defendernos del acoso de otras fuerzas interesadas en modificar el orden establecido.  No es extraña su falta de asombro respecto de la soberbia de sus cuervos que ahora pasan factura por los favores prestados y se niegan a aceptar ser los únicos culpables del caos a donde condujeron a este país.

En lugar de atribularnos lo que debemos es estar indignados en primer lugar con nuestros actos de pasividad, de indiferencia y de capacidad de desviar la mirada.  En segundo lugar contra la tendencia de algunos a infatuarse por compartir la concepción de los verdugos y pretender justificar sus actos de crueldad como males inevitables de una guerra justa.  En tercer lugar con el afán de los verdugos por pasar de largo sin responder por su contribución a la emergencia de toda clase de criminales a su servicio.  En cuarto y último lugar, contra nuestra tendencia a la quietud: quietud de pensamiento, quietud de sentimiento y quietud de actos. 

Porque de la indignación será posible restablecer otra realidad mental, otra condición de sujetos, esta vez al deseo por transformar el mundo y no simplemente por, fatal y resignadamente, soportarlo.













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