UNA VIÑETA
“El ladrón juzga por su condición”
Del refranero popular.
I.
Una fecha cualquiera, salgo de un almacén de cadena cuyos propietarios son accionistas franceses. Voy a salir y el guarda privado me detiene. Me exige que le muestre mi factura de compra para revisar si su contenido coincide con el de los productos que llevo, en bolsas, conmigo. Me niego a aceptar la exigencia: me considero ciudadano con el derecho a que no se prejuzgue mi conducta y me declaro insubordinado contra una acción arbitraria. El guarda me impide, entonces, continuar mi camino, sin aceptar mi protesta contra el hecho de que ninguna ley lo habilita para permitirme el libre desplazamiento. Le insisto en que soy cliente y que debo ser tratado con el debido respeto, más si he dejado mi dinero en las arcas de ese almacén. “Yo he venido a comprar, señor, le digo, no a robar.” Llama a su superior. Espero. Esperamos.
II.
Llega el supervisor, señor Moncada, sin saludar ni nada. “¿Qué sucede Perea?” pregunta al guarda. “El señor se niega a que le revise la factura”. Moncada dirige su mirada a mi, manteniendo una distancia que minimice la diferencia entre nuestras estaturas, que no lo favorece.
“Él tiene la orden de revisar las facturas, señor”, me dice. “Y yo tengo el derecho a negarme”, le contesto. “Si no se respeta mi derecho entonces me niego a continuar con esta mercancía y exijo se me devuelva el dinero”, continúo.
“¿El señor sabe a cuánto ascienden los robos a los almacenes de cadena?”, me pregunta. Y sin darme tiempo de contestar él mismo responde: “¡Cincuenta mil millones de pesos!”. “¿Y yo estoy entre los sospechosos?”, me siento con el derecho de contra-preguntar. Claro que Moncada se molesta. Se vuelve consejero, toma ese tono grisáceo de los funcionarios actuales que creen engañarnos cuando nos dicen aceptar nuestras razones para mantener la exigencia intacta: “Señor, yo comprendo su incomodidad, pero las políticas de seguridad de la institución nos exigen revisar las facturas de todos los clientes; usted y yo somos personas ocupadas así que mostrando su factura aceleramos el trámite y tanto usted como nosotros quedamos tranquilos”.
Mi acompañante empieza a impacientarse, por supuesto, conmigo. Progresivamente ha ido haciéndose un corrillo de curiosos que observan el acontecimiento con interés de desocupados. Yo me mantengo inflexible. El jefe de seguridad toma su teléfono y llama a otro superior. Llega el subgerente.
III.
El subgerente se apellida García. Al llegar, saluda. Incluso me ofrece su mano. Lo saludo. Me presento. Se dirige al jefe de seguridad: “¿Qué sucede Moncada?”. Moncada le explica en sus términos: “el señor no quiere mostrar su factura”. “¿Ustedes sospechan algo?”, pregunta el subgerente dirigiéndose al jefe y al guarda. Ninguno responde, lo que me parece una ofensa pues esperaba que dijeran la verdad, que no podían sospechar simplemente porque yo no había robado sino comprado. El subgerente me invita a que lo siga a su oficina. Me niego a hacerlo, ya ha llegado la policía y empieza la labor de disolver el corrillo. Mi acompañante me toma del brazo y en voz baja me dice que nos vamos. Me niego. Se trata de mi pequeña batalla, jamás pensé usar esta palabreja de psicología barata: se trata de mi autoestima.
El subgerente quiere justificarme la acción de revisión. Le digo que ya la he escuchado de su Jefe de seguridad. Mi molestia se ha incrementado y tal vez ella es la que me dicta lo que digo a continuación: “El ladrón juzga por su condición”, digo y continúo: “¿por qué en otros almacenes de cadena de la ciudad no sucede esto? ¿Por qué tienen que ser los ciudadanos honrados los que deben sufrir las consecuencias de la ineficacia de la seguridad que los lleva a perder cincuenta mil millones de pesos al año? Yo no puedo hacer nada porque los franceses y los españoles en sus propios países, maltraten a nuestros conciudadanos, pero sí puedo impedir que vengan a tratarme, en mi propio territorio, como sospechoso de robo. En ningún momento se me ha mostrado una orden judicial de cateo, amparada en una investigación sobre mi conducta. Reitero que no estoy dispuesto a dejarme tratar como lo que no soy y exijo se me devuelva el dinero que he pagado al tiempo que yo les devuelvo esta mercancía…”.
Pasan lentamente los minutos, mi acompañante se ha retirado un poco y desde la distancia me mira con sonrisa de Monalisa. El subgerente se dirige a uno de los patrulleros policiales que ha llegado a disolver el corrillo y le pregunta: “Agente: ¿en estos casos qué se hace?”. Mi suspicacia no da para pensar que se trate de una indirecta al agente para que sea él quien proceda. Sin embargo me asombra que un sea un civil el que apele a la autoridad policial para resolver un problema de seguridad privada. La respuesta del agente me asombra y me satisface: “El señor tiene razón en lo que dice, deberían dejarlo seguir”.
IV.
“Con que ‘el ladrón juzga por su condición’…”, me dice mi acompañante cuando hemos dejado atrás el supermercado. Yo voy feliz considerándome triunfante en esa pequeña y si se quiere, insulsa batalla.
En varias oportunidades se ha presentado la misma situación en estos almacenes, incluso se atreven a pedir las maletas que llevas para requisarlas, ahora pienso un poco en estas palabras “Él tiene la orden de revisar las facturas, señor”, y veo que realmente esa orden sólo se cumple con unas cuantas personas, entonces mientras a ud. le requisan ve pasar de su lado un desfile de personas con las que la "orden" no se cumple. Mayor indignación aún para quien ve como le atropeyan. Lastimosamente esa batalla muchos no se atreven a emprenderla , para muchos (quizá eso pensó su acompañante) es mejor no complicarse la vida.
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