Por Eduardo Botero T.
“Así pues, cuando en el mundo actual tribunales, comisiones o equipos de investigación diversos investigan movimientos políticos, ideológicos o religiosos supuestamente subversivos movidos por la idea de que tal investigación revelará los nombres y las actividades de los enemigos de la sociedad, nos hallamos en presencia de un fenómeno que guarda un llamativo parecido con los centenares de cazas de brujas qu se dieron en Europa en la Edad Moderna.”
Brian P. Levack
La conclusión con que Levack termina el capítulo seis de su libro (Ver: Brian P. Levack. La caza de brujas en la Europa Moderna. Alianza Universidad, Madrid, 1995) arroja una advertencia que los siglos posteriores a la Edad Moderna se han encargado de confirmar sin que la firma de convenios, tratados y acuerdos internacionales, muchos de ellos suscritos por gran parte de los países del mundo, haya podido evitar.
Este capítulo 6 de tal libro nos interesa sobremanera para los fines de este ensayo. Se titula Dinámica de la caza de brujas y en él su autor se detiene para profundizar en lo que fueran aquellas condiciones previas y desencadenantes de la persecución, las características propias del desarrollo de esas cazas (las pequeñas, las medianas y las grandes) y el final de las mismas.
DEL ABORDAJE DEL TEMA
Pero Levack nos ha advertido, desde el comienzo, que es importante, antes de abordar directamente su tema, considerar la forma en como ha sido abordado dicho acontecimiento por los investigadores. Coloca la subjetividad del investigador, como objeto fundamental de investigación.
Considera que ese abordaje ha sido monolítico, es decir que se totaliza el proceso considerándolo como la caza de brujas europea o brujomanía de los siglos XV al XVII, de manera general y global, ignorando que si bien se trataba de una empresa común de las distintas autoridades eclesiásticas y civiles que sometieron a proceso a las brujas, variaba en intensidad de un lugar a otro y a través del tiempo: mayor intensidad, por ejemplo, durante el siglo CV, alcanzando su acmé en 1620 y decaer luego a finales del siglo XVII. (Levack, 1995, p. 207).
Se induce a desconocer las variantes nacionales y regionales y comprender, en su dinámica, que se trataba de
“una verdadera amalgama de cientos y hasta miles (de) distintas cazas realizadas en diferentes lugares y tiempos” (p.208)
El estudio de esas variaciones impide, pues, considerar la existencia de una caza de brujas “típica” (p. 208). El interés por establecer la especificidad de cada una de ellas tendrá la utilidad de informarnos hoy de tal manera que podamos estar atentos no a la repetición simple de un determinado patrón sino a las múltiples posibilidades de incubación con que cuenta.
CONDICIONES PREVIAS
Levack destaca la confluencia de tres condiciones necesarias para dar origen a la organización de la cacería de brujas: las creencias de la población, las leyes e instituciones sociales de cada zona y el estado de ánimo de toda la comunidad.
Obsérvese que por lo menos dos de las tres condiciones aluden a una cierta psicología de los habitantes unidas a las instituciones y leyes promulgadas.
Las creencias parten de que tanto el pueblo como las élites estuvieran al tanto de las diversas actividades en las que supuestamente participaban las brujas. Lo que implicaba que la mayoría de las personas que participarían de la caza, creyeran firmemente
“en la realidad de la magia nociva” (p.208) al tiempo que el clero y los magistrados estuvieran “familiarizados con la teoría demonológica desarrollada por los intelectuales desde la Baja Edad Media para explicar esa magia.” (p. 208)
En estado de incredulidad la gente jamás habría testificado en contra de las que se acusaban de brujas. La creencia pre-existía a la formación de la misma como concepto acumulativo (esto es: pueblo más élites), que al momento de conseguirse permitió a los predicadores, incidiendo en la remodelación de las creencias de la gente común, justificar su persecución y castigo.
Así fueran importantes estas creencias populares, lo eran más las de las élites cultas, gobernantes y administrativas, que controlaban el poder judicial: fue indispensable que estos funcionarios también creyesen en la realidad de la brujería para que la caza comenzara. Su saber procedía de una teoría que sindicaba a quien cometía el delito de brujería de hacer pactos con el diablo.
A medida que aumentaba la instrucción de estas élites mediante el acceso, a los pequeños poblados, de literatura que contenía tratados y manuales sobre brujería, paralelamente con el rumor que corría acerca de la caza de brujas en otros territorios, al que prestaban atención pobladores y gobernantes, se hacía más probable que comenzara una caza de brujas en la zona. Instrucción y rumor se acumulan para producir el efecto.
En algunos lugres los procesos coincidían con el auge alfabetizador de modo que se puede asegurar que la cacería sucedió solamente con este, no bastaba la existencia de creencias populares sobre la brujería.
Levack lo destaca:
“La caza de brujas no se dio nunca hasta la introducción de las creencias cultas sobre brujería.” (pp. 209-10)
Por lado de las leyes y de las instituciones, particularmente las de la maquinaria judicial para la caza de brujas, también lo son singulares en cada región. Los tribunales debían contar tanto con una jurisdicción claramente definida sobre el delito de brujería como con instrumentos procesales necesarios para configurar las causas.
Esto hacía indispensable la aprobación de una ley sobre brujería, la publicación de un edicto en su contra o la publicación de nuevos códigos legales al respecto. En algunas partes, particularmente Inglaterra, no se inició la cacería hasta que se promulgó una ley.
Pero los procesos de brujería fueron posibles desde que los inquisidores papales declararon a la hechicería como una herejía. Citando a Kors y Peters (Ver: Kors y Peters, Witchcraft in Europe, pp. 77 y 79) Levack recuerda que el primer paso lo había dado, dos siglos atrás, en 1258, el Papa Alejandro IV. Más tarde sería necesaria otra bula papal, la de Inocencio VIII, la Summis desiderantes, por la cual se concedió autoridad eclesiástica a los monjes dominicos, Kramer y Sprenger, en 1484, para redactar su Malleus Malleficarum (“Martillo de las brujas”). (Levack, p. 210)
Los procedimientos (instrumentos procesales) garantizaba el éxito de la empresa, por ejemplo, exonerando al acusador de toda responsabilidad en el caso de que el acusado probara su inocencia. El uso de la tortura para obtener confesiones era otro procedimiento, con excepción de Inglaterra, fue empleado sin reticencias toda vez que se presuponía culpable al sospechoso dueño a su vez de los poderes para mentir que le confería su pacto con el demonio.
La última condición previa se refiere al estado de ánimo de la comunidad. Se fabricó una atmósfera que aireaba como principal contenido el miedo a la brujería de tal modo que condujera al pueblo a actuar en su contra. El miedo se encargaría de proporcionar el medio emocional para la caza. (p. 212)
Contribuían a la creación de esa atmósfera los debates públicos acerca de la brujería así como de una serie de acontecimientos económicos, políticos y religiosos. Lo más habitual fue el debate público: el sermón de un predicar podía inducir a los feligreses a buscar brujas entre quienes compartían sus vidas con ellos. (p. 212). Un verdadero ejemplo del poder performativo de una palabra:
“No hubo ni brujas ni embrujados hasta que se les habló y se escribió de ellos.” (p. 212)
Adicionalmente se debe agregar la difusión de noticias acerca de la caza de brujas y de las ejecuciones que contribuían a atizar miedos y a crear estados de ánimo favorables para la caza. A veces fue este solo hecho, el rumor, el que sirvió para propagar la cacería.
Súmese a lo anterior la publicación de panfletos, manuales y tratados dedicados a los casos de brujería, que conseguían acrecentar el temor e intensificar las pasiones tanáticas contra quienes se consideraban brujas.
Por otra parte, ciertos acontecimientos atizarían los ánimos, aunque de manera indirecta. En el campo económico, la pauperización de los habitantes, debido a las malas cosechas que conducían a situaciones de penuria y hambruna. Prácticamente las cacerías se intensificaban cuando las crisis económicas eran más profundas. También la peste y las epidemias propiciaban lo mismo, mucho más si se significaban como calamitosas consecuencias de la ira divina contra el comportamiento de quienes pactaban con el diablo.
Del mismo modo las crisis religiosas y las crisis políticas. Se asociaba, por ejemplo, la convicción en la presencia del Anticristo por lo que debía prepararse el camino del Señor mediante la purificación y el castigo a los que se consideraban agentes del demonio. (p. 214). La responsabilidad de las crisis políticas es más sutil, al tiempo que ellas tenían mayor influencia sobre las élites que sobre la población. El efecto era contraproducente para la cacería, pues mientras se daba la crisis política, el aparato judicial interrumpía su accionar. Posterior a la crisis, la cacería se reanudaba con renovado ímpetu, ofreciendo a las élites la oportunidad de consolidar el orden establecido. (p.214)
Cabe considerar aparte el papel prepondérate que llegaría a tener la guerra en la predisposición psicológica de las poblaciones. Por la profundidad de sus efectos y el largo alcance de los mismos, la guerra era suficiente para producir ansiedad, por sí misma, en la población. No obstante sus efectos ocurrían cuando finalizaba la guerra, lo que, aunado a la influencia de las crisis políticas le permite a Levack concluir que
“La caza de brujas era para todos los efectos una actividad de tiempos de paz.” (p. 214)
La ansiedad que se intensificaba cuando sobrevenía el final, atizaba el fuego de la pasión con que se acometía la cacería de brujas.
LOS DESENCADENANTES
Preparadas las poblaciones intelectual, legal y psicológicamente, la caza de brujas no se iniciaba de manera espontánea. Era necesario que alguien “echara a rodar la pelota” acusando o denunciando a alguien o repitiendo lo que de oídas había sabido acerca de alguien de quien se rumoraba que…
Los sucesos específicos que propiciaban el inicio de las primeras acusaciones eran de diverso orden. En la mayoría de los casos se trataba de la ocurrencia de una determinada desgracia personal que podía ser una enfermedad sin causa conocida, la impotencia sexual, la muerte repentina de un niño, la pérdida de una cabeza de ganado, un fracaso amoroso, un robo, etc. Esto llevaba a que el afectado a interpretar su desgracia como consecuencia de brujería y acusando a alguien de serlo. En otras ocasiones varios ciudadanos se unían en la acusación contra alguien, para explicarse una desgracia particular o también una que fuera común a todos.
Cuando se trataba de una desgracia personal, la acusación era individual. Pero cuando tenía carácter colectivo, eran los magistrados los que iniciaban los procesos contra las brujas. Paradojalmente ni las tormentas, las granizadas, las inundaciones, ni la peste contribuyeron a proferir acusaciones determinadas. Piensa Levack que ello se debió tal vez al conocimiento que ya se tenía acerca de la propagación de la enfermedad de un individuo a otro, de un lugar a otro.
El desencadenante más común fue la designación de chivos expiatorios en respuesta al infortunio. No el único, como ya se ha dicho, a veces se presentaban acusaciones de brujería contra enemigos políticos, competidores económicos e, incluso, contra familiares con los que se entraba en conflicto, para resolver diferencias sobre testamentos o como simple venganza. Proferir un encantamiento en momentos de rabia podía constituirse en prueba de brujería y ser aprovechado por otros para denunciar al que lo hiciera.
Había más, sobre todo la acusación de posesión demoníaca o de culto al diablo. Asambleas de pequeños grupos de mujeres podían interpretarse como aquelarres. En este campo no faltaron los falsos positivos: confesores ávidos de iniciar procesos que convencían a algunos incautos para que reconocieran haber participado de encuentros con el demonio.
Este asunto de la posesión diabólica, que para algunos puede sonar extraño hoy, sabemos que gana adeptos en la actualidad bajo la influencia de discursos de predicadores que insisten, por ejemplo, en señalar que las enfermedades mentales, por ejemplo (y algunas otras como el Cáncer de Mama), son producidas o como castigo de la divinidad contra supuestos malos comportamientos o por directa posesión satánica.
Según fuera el lugar la acusación podía proceder o “de arriba” o “de abajo”. En Inglaterra, por ejemplo, provenía de los vecinos, no de los jueces. En Escocia sucedía al contrario. No obstante existen historiadores que aseguran con firmeza que las acusaciones debían considerarse provenientes siempre de parte interesada “desde arriba”:
“El pueblo llano sería tan tolerante con los sospechosos de brujería que habría tenido que ser empujado por los funcionarios para testificar en su contra.” (Horsley, Who were the Witches?, p. 713, citado por Levack, p. 220)
La acusación se tramitaba ante un tribunal local o ante aquella corporación que rigiera los destinos del poblado, habitualmente compuesta por miembros de la élite de la localidad, situada siempre entre la aristocracia y los tribunales de justicia por un lado, y el campesinado por otro. En ciertos lugar la población ejercía presión sobre los aristócratas para que iniciara procesos, amenazando con abandonar las tierras de las que eran siervos, a la espera del espectáculo de la incineración como castigo al acusado que se sometía, vivo, a la misma.
La detención y los interrogatorios iniciales corrían por cuenta de funcionarios de la élite local, familiarizados como estaban con las teorías demonológicas. También eran los encargados de ejercer la tortura afanosos en la busca de la marca del diablo que sabían encontrar siempre en cualquiera de las variedades pigmentarias de la piel.
EL DESARROLLO DE LAS CACERÍAS
Eran los jueces los que determinaban qué casos someter a procesos y cuáles no. También decidían a quiénes citar como testigos, quiénes debían ser sometidos a tortura y quiénes debían considerarse cómplices. El castigo siempre era ejercido “desde arriba”, no importaba si el proceso habia iniciado con la acusación formulada “desde abajo”. Lo único que aportaban los pobladores eran algunos testimonios y la manutención de su estado de ansiedad.
Levack divide las cazas en tres grupos: las que llama procesos individuales o pequeñas cazas, las cazas de tamaño medio y las grandes cazas.
Las primeras no deben considerarse verdaderas cazas, toda vez que la palabra alude a procesos masivos o por lo menos dirigidos contra amplios grupos de personas acusadas. No obstante, todo aquello que implicaba la búsqueda de brujas y la imposición de toda clase de fantasías a los inocentes acusados, insiste en hacer adecuada la palabra “caza”.
Por lo demás, en un proceso contra una sola persona, podía aparecer la confesión de participar en aquelarres y lanzar acusaciones contra otros, con lo que se iniciaba la cacería en toda su dimensión.
Las cazas medianas, practicadas sobre todo en Suiza, Alemania y Escocia (lo que son hoy esos estados), acompañadas por un leve pánico, acudían a la práctica de la tortura como método que se empleaba contra quienes se consideraban bruja porque “todos sabían que eran brujas dada su reputación general.” (Lerner, Witchcraft and Religion, p. 88, citado por Levack, p. 224).
Finalmente, las grandes cazas, fueron más frecuentes durante los siglos XVI y XVII, y estuvieron acompañadas por un gran pánico general. Se concentraron en Alemania y constituyen el verdadero prototipo de la caza de brujas. Cada acusado delataba a unas cuantas decenas de otros y la reacción en cadena no se hacía esperar. (Levack, p. 224)
FINAL
Porque lo normativo no es el resultado de un consenso establecido por todos los miembros de una comunidad, la división del trabajo que se establece entre delatores y jueces, deja que el accionar de los segundos conceda beneplácito al entretenimiento de primeros, deseosos de contemplar el sometimiento a la hoguera de aquellos a quienes considerar responsables de sus desgracias.
Es evidente que sin el afán por satisfacer un impulso que condensaba, en el trámite de los propios miedos, la pertenencia a una causa común y la exigencia a los jueces para que llevaran a cabo, y como espectáculo, el castigo que le prescribían a los acusados, una práctica de esta naturaleza ni habría conseguido la popularidad de la cual gozó ni hubiera persistido por tan largo tiempo en la historia.
Tal vez es esto lo que queda como desagradable conclusión: que existen momentos históricos en los cuales la invención de una falta y de su respectivo agente, satisfagan impulsos sádicos capaces de hacer lazo social y manifestarse como reclamaciones ciudadanas.
Pero es preciso destacar que la persecución no procede exclusivamente de la presión del pueblo; que ella se hace posible y se inicia solamente cuando un saber culto y capaz de realizarse mediante procesos y procedimientos determinados, aparece en la atmósfera del tiempo. Varios siglos después, una acontecimiento conocido con el nombre de “Solución Final”, revelaría la nueva incursión de las élites cultas responsable de la extensión de una práctica de exterminio dirigida a todos aquellos que pudieran hacer resistencia al afán por constituirse en raza superior a los arios.
También fue el saber culto de esas élites el que hizo posible la puesta en acto de semejante manera de ofrecer chivos expiatorios a dioses ocultos y lejanos.
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