COLECCIÓN DE SACACORCHOS |
Eduardo Botero Toro
Ayer impartí una lección fundamental a una adolescente ídem, mi hija. Bueno, ya cumplirá este próximo mes, 20. Le enseñé a usar el sacacorchos, instrumento indispensable –aunque no insustituible- para degustar el vino. También le hablé de otra alternativa, la que usábamos en mi juventud: doblas una toalla cuantas veces sea necesario doblarla, la colocas contra la pared y empiezas a golpear el culo de la botella contra ella: el corcho irá saliendo progresivamente, hasta que los dientes ayuden a finalizar el propósito. Disculpas, mil disculpas, a los enólogos, pero así hacíamos.
Cuando quisimos apurarnos una segunda botella y comprobé que había aprendido la lección, fui en ese momento un padre feliz. Ella lo celebró con mucha alegría y yo no pude evitar una lisonja de esas fáciles diciéndole que ese sería el mejor vino que yo me habría tomado a lo largo de mi ya prolongada existencia. Ella me dio un beso amoroso en señal de agradecimiento. “Papá”, me dijo, “eso te sonó a bolero”.
Puede ser verdad, nada tengo contra los boleros. Yo todavía los canto y los disfruto, sobre todo aquellos que en algún momento de mi vida fueron útiles para menesteres que es mejor callar cuando se está en casa. Pero puedo asegurar que, habiendo entrado en desprestigio, la confianza que se le tenía a las letras de los boleros, ese sí fue el mejor vino que me hubiera tomado en toda mi vida, por la simple y sencilla razón de que su botella me permitió impartir una lección importante a mi hija y me resulta especialmente satisfactorio el ejercicio de mi paternidad responsable.
Sé que es una viñeta, apenas, que debo detenerme aquí y no enlodar el éxito de mi transmisión con palabras innecesarias. No voy a hacerlo, simplemente agregaré que, anoche, no aproveché aquella lección para agregar otras como por ejemplo, esa de que es preciso aprender a beber de modo responsable.
Porque si lo hubiera hecho, entonces no habría podido disfrutar de las anécdotas que con ayuda muy seguramente del vino, mi hija pasó a contarnos, nostálgica del tiempo que vivió lejos de casa, y que fueron la diversión de todos durante el tiempo que la pasamos compartiendo aquel vino. Ni de los chistes de su hermana, ni de las risotadas de su tía, ni de los comentarios mordaces de su mamá.
Me pregunto ahora si la habríamos pasado igual si fuera yo quien hubiera abierto esa botella. Me respondo que no, que no habría sido igual y para sustentarlo no tengo que apelar a Heráclito. Me basta con decir que anoche fui a descansar tranquilo, dispuesto para el reposo total, orgulloso de que mi hija descubriera que ciertos placeres de la vida no te llegan por blacberry ni por internet. Que es preciso trabajar para conseguirlos. Y ella se esmeró en aprender esa lección. ¿Qué más le puede pedir un padre a la vida?
Debo aclarar que se trataba de un sacacorchos muy especial y diferente de los usuales, un regalo que recibí hace años de un paciente agradecido y que cualifica la acción de sacar el corcho sin poner en riesgo la vida del bebedor.
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