LA FEROCIDAD DEL FUERTE DERIVA TOTALMENTE DE LA SUMISIÓN DEL DÉBIL
Seguir concibiendo la violencia contra los niños y contra las mujeres al margen de la violencia que se practica contra todo lo que se muestra más vulnerable de nuestra sociedad, significa constreñir el campo de las posibilidades reparativas y transformadoras a un asunto de pura cosmética.
La concentración de la riqueza en unas pocas manos requiere de la puesta en marcha de dispositivos destinados a hacer las veces de garantes. En Colombia un ejemplo elocuente ha sido la disminución en el número de propietarios de grandes extensiones de tierra, minoría que no ha tenido reato alguno a la hora de conseguir el incremento anhelado. Sangre, sudor y lágrimas han abonado esas tierras para mayor gloria del único dios en el que en verdad creen.
Se ataca a las mujeres y a los niños porque el ataque a todos los grupos y personas vulnerables se ha revelado eficaz. Que sea para quitarles la tierra o para lograr su sometimiento absoluto, solamente plantea que la diferencia es puramente cualitativa, que el fin es el mismo: la condena a que el otro, por lo que es y por lo que tiene, no estorbe la consecución de los propósitos del castigador.
Si en virtud de la violencia de los años 50 grandes masas de campesinos fueron expulsadas de las tierras productivas situadas en los valles de Colombia y obligadas a buscar en la montaña refugio, acomodo y nuevas esperanzas para la subsistencia y el medio buen vivir, hoy, expulsados de la montaña no les queda otro destino que el espacio infinito o la profundidad de los océanos. Tal vez esto explique la cotización, en el mercado de las ideas, de las promesas en otra vida mejor, porque de lo que estamos hablando aquí es de un verdadero proyecto de exterminio.
Desde el conocimiento también se impone un derrotero. La denominación nunca logra evitar que se filtre el aroma de los propósitos. Llamar simplemente “desplazado” a quien ha sido expropiado y desterrado, es reducir el asunto a un problema de movilidad. Si algo ha perdido el que se denomina “desplazado” ha sido justamente la libertad para desplazarse, toda vez que los cercos de la gran propiedad territorial privada impiden su paso, toda vez que las amenazas de muerte en caso de que no abandone o pretenda recuperar lo que es suyo, lo obligan a esconderse en el destierro.
Llamar simplemente “vulnerable” a quien ha dado muestras de querer ser porque ha descubierto que puede ser, como es el caso de las mujeres que vienen luchando por sus derechos, significa describirle haciendo que una parte del todo reemplace la totalidad de su ser, y a la mujer se la agrede siempre que pone en consideración, mediante el pensamiento, la palabra, el sentimiento o el acto, un deseo propio.
En estos dos casos, es evidente que la denominación procura, ante todo, encubrir todas las trazas que componen el drama, entre ellas, la vinculación de la violencia contra “los vulnerables” como parte esencial y prueba fehaciente de una conducta que se ha entronizado como legítima por parte de un Estado supuestamente fuerte, al cual, unos autodenominados “débiles” lograron arrancar todas las posibilidades de protección de otros “débiles”, para beneficio exclusivo de quienes triunfaron en tal propósito.
Todo el asunto de la conversión de la salud, el techo, la educación y los bienes materiales indispensables para la vida, de servicios públicos en simples mercancías, no hubieran podido lograrlo aquellos “menesterosos” sin la violencia que ejercieron contra otros que, esta vez, fueron obligados a convertirse de destinatarios de dichos servicios, en clientes.
Sin una violencia que apeló al uso de todas las formas de lucha, los viejos y los nuevos ricos no hubieran logrado el propósito de convertir los derechos en mercancías. Esa violencia incluye también la violencia disuasiva, es decir, aquella que se practica con el fin de lograr la intimidación de quien intente convertirse en obstáculo: mujeres, niños, pequeños y medianos propietarios de tierra, líderes comunitarios y gremiales, poblaciones que tienen títulos ancestrales que los habilita propietarios de sus tierras, etc.
Una violencia intimidatoria que ha sido capaz de colocarse al mismo nivel del ejercicio de las conquistas cotidianas que las mujeres iban logrando en sus respectivos ámbitos de desempeño y que ha hecho de la revolución por sus derechos, claro ejemplo de revolución triunfante al mismo tiempo que incruenta.
Porque ha sido en ese ámbito que las reivindicaciones femeninas han logrado hacerse escuchar. “Violencia intrafamiliar”, “violencia doméstica”, son eufemismos que ocultan el verdadero asunto, esto es, que se trata de una violencia CONTRA las mujeres con la que se procura restablecer el anhelo del patriarca que logró triunfar, a nivel macro, toda vez que pudo convertir el ejercicio de su mandato en el ámbito gangsteril en modelo de desarrollo empresarial y social.
Ignorar que ha sido de este modo es permanecer en Babia, es continuar reproduciendo el mito de que estamos en una sociedad en la cual, los asuntos relacionados con la violencia contra la mujer, es un simple defecto que amerita una corrección para que aquella sociedad sea perfecta. El Patrón, exitoso en imponer su dominio en el ámbito de las bandas que se someten a su mandato, sabe que el ejercicio cotidiano de la lucha por los derechos femeninos hace obstáculo a su propósito de imponer su modelo de autoridad como único modelo legítimo de sociedad.
Saber que, en la actualidad, 343 niños mueren, anualmente, por herida penetrante debida a arma de fuego en Colombia, es decir, casi que a razón de un niño por día, no puede sino convencernos de que esa violencia intimidatoria se ha vuelto repetida, cotidiana, y nada parece indicar que la tendencia sea a la reducción. Que todo esto ocurra concomitantemente con el aumento del pie de fuerza militar y policial y con la reducción de los grupos armados al margen de la ley notificada por las autoridades políticas y militares de nuestro país, de qué sino del hecho de que las garantías que existen son en beneficio de la, con lágrimas de cocodrilo, llamada población “vulnerable”, sino de quienes perpetran la violencia contra ella.
Vulnerable sería más bien una autoridad que, contando con todo el poder del dinero y de las armas, con todo el aparato burocrático judicial y con todas las leyes existentes, se revela absolutamente incapaz de poner fin a esa macabra estadística contra los niños. Que prosperen las ganancias de bandidos cuyo negocio consiste en exterminar por la vía de intoxicar a sus clientes, validos de una política prohibicionista que le concede valor agregado a sus productos letales, no habla más que de la favorabilidad de las condiciones para que esto sea así y no de otro modo.
Uno escucha las declaraciones de los mandos de estas autoridades, cada vez más elocuentes en revelarnos las estadísticas de este drama, y se pregunta si ellas no se han desplazado del ejercicio de sus funciones hacia otro que compete a funcionarios de otros ámbitos diferentes.
Uno escucha que las finanzas del Estado, que progresivamente dependen más de las contribuciones de los ciudadanos que de los aportes de esa minoría que ha concentrado la riqueza en sus manos, han sido asaltadas por personas que cuentan con la preparación y la organización necesarias para ser eficaces en tal fin, es decir, por personas que han recibido todos los beneficios de un modo de organización social que también prepara debidamente a los criminales para la obtención de sus criminales logros, y piensa que los terroristas de cuello blanco han sido capaces de convencer a amplias capas de la población de que toda protesta social es criminal y terrorista.
Cuando uno se pregunta por la eficacia de esta verdadera política de exterminio, se encuentra inevitablemente obligado a considerar que si los afectados aceptan considerarse simplemente desplazados, simplemente vulnerables, es decir, absolutamente débiles, su destino no podrá ser otro que el de perpetuar su desgracia.
Es de esta siniestra alianza de la que hay que empezar a pensar y hablar: la alianza entre la impiedad y la ferocidad de los ambiciosos con la convicción de los afectados de que no les queda más que aceptar su propia debilidad como única característica de su deseo de ser.
Empezar a pensar en una ética que cambie el deber ser por el poder ser, nos ofrece posibilidades inimaginables para salir del ostracismo, del destierro, de la vulnerabilidad y de la amenaza de exterminio. Señalar que hay quién se lucra con los resultados que ofrecen las estadísticas de la barbarie y probar que es él el débil porque deriva su beneficio exclusivamente del sometimiento que obtiene de los afectados, servirá de mucho.
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