(Este escrito cuenta con el patrocinio de un recuerdo que tuve esta mañana, después de levantarme: “mea bastante y no conocerás un doctor”, del gran Francisco Quevedo y Villegas, a quien agradezco, hoy y siempre, su fecunda existencia.) E.B.T.
También, enfermos, tenemos oportunidad de preguntarnos quiénes somos, porque enfermar no es dejar de existir ni dejar de ser. La cultura nos ha dicho cómo debemos enfermar, pero más recientemente, y en razón de satisfacer las necesidades ambiciosas de algunos pocos que se lucran en el mercado de las aseguradoras, por qué enfermamos.
Conceptos tales como “calidad de vida”, “estilos de vida” y “hábitos de vida”, que remozaron con vital insistencia los programas de atención primaria en salud, progresivamente se han perfilado en referentes de explicación relacionados con la responsabilidad de enfermar o no, situada totalmente del lado de las personas. Hipócrates ha sido forzado a decir lo que jamás dijo y, de paso, quienes se benefician con el asunto, se amparan en declararse eximidos de toda responsabilidad en las consecuencias de un contexto social que no solamente es re-creado por ellos, sino que es sostenido mediante el uso de instrumentos tan letales y mortíferos como son las armas, el control de los precios de los fármacos y la promoción permanente del miedo en la población.
Normalizar la sociedad tiene mucho que ver con la idea de normalidad que se establece para los individuos que la componen, y esos conceptos se han convertido en referentes absolutos para que cada quien se represente a sí mismo, qué tan cercano o qué tan distante queda su comportamiento de esa idea.
Se nos olvida, a menudo, que la palabra medicina proviene del griego medein, que significa cuidar a… En lugar de esto, parecería como si los médicos fuesen convocados a hacer simplemente las veces de jueces que dictaminan acerca de la responsabilidad individual en la contracción de la enfermedad. Un proceder que no lo es tanto en la acción personal de cada médico, como si a través de la medicalización de la vida cotidiana, verdadero acontecimiento de los últimos años.
Progresivamente el cuidar a… se cambia por el responsabilizar a… que nutre el contenido de cuanto programa radial y televisivo dice dedicarse al tema de la salud. La articulación entre concepción etiológica de la enfermedad y responsabilidad individual, será el modo en el que convirtiéndose en posibilidad mercantil lo primero, lo segundo pasa a exonerar a los beneficiarios de las utilidades del pago de indemnizaciones a los enfermos que, previamente, han pagado una costosa póliza de asistencia en caso de enfermedad.
Aquí toma especial importancia lo que podemos denominar un significante:
química, la química, es puesta en el lugar de aquello que todo lo explicaría, desde el amor hasta los trastornos mentales, desde el clima laboral hasta las reacciones de adaptación de los individuos. Reducido el ser humano a la condición de cobaya, cuestiones tales como deseo, sufrimiento, desamor, pensamiento, tristeza, nostalgia, ira, etc., no significarán más que un desarreglo neuronal, un desbalance de neurotransmisores que aumentados o disminuidos, según sea el caso, agotarán la explicación de lo que sucede y, por consecuencia, determinarán la exclusividad del tratamiento que amerita recibir el individuo que los padezca.
Aquella idea según la cual para todos la explicación de cómo ocurre el dolor es la misma pero lo que varía esencialmente es el modo en como cada cual lo sufre, comienza a perder vigencia en la medida en que el sufrimiento pasa a ser desoído y reemplazado solamente por los marcadores objetivos del dolor. Reducido a la condición de ratón de laboratorio, ya, en lugar de una existencia, sobrevendrá la vida reducida solamente al acto de sobrevivir diariamente.
Aquí es donde se entrelazan bios y poder, siendo el campo concentracionario el escenario que hace propicia esa articulación. El cálculo frío e instrumental, acerca de qué tipo de vida requiere el que maneja el campo para las labores relacionadas con la supervivencia de su poderío, también incluye el número de muertes inevitable de cuyos restos se dispondrá, también, en función de la rentabilidad que ofrezcan.
Cómo vivimos representa qué tanto de nuestra subjetividad ha cedido frente a esta degradación de la vida humana. Es lo que a veces nos puede llevar a pensar el sufrimiento de una grave enfermedad que, como el cáncer, representa simultáneamente esa explosión de vida (crecimiento celular de los tumores y metástasis) y el acelerado progreso de la muerte.
Cómo vivir es pregunta forzada por un acontecimiento que nos lleva a significar la existencia de la enfermedad en relación a cómo se ha vivido. La enfermedad nos humaniza, en tanto que anomalía, en tanto que evento excepcional. Un día cualquiera te enteras que tu cuerpo cuenta con una novedad que la racionalidad técnico instrumental y el bueno y diestro oficio profesional bautizan con un nombre: carcinoma. Sabes que está allí, sabes cómo se comporta, conoces la experiencia de otros que han sido afectados por lo mismo y no necesariamente tu impacto tiene que convertirse en enfermedad psicológica.
La vida pone de inmediato en marcha una confianza absoluta en la certeza diagnóstica, en la pericia profesional terapéutica y en la existencia de otros solidarios que asisten al suceso y al afectado combinando prudencia con solidaridad eficaz. Para lograrlo tienes que sustraerte de hacer de tu experiencia una noticia más, de esas que se ponen a circular en el dispositivo del chisme tan cargado de lo que la gente llama morbo y de simple - perdóneseme el neologismo - espectadorización.
Enfermar gravemente pone de presente que una de las formas que explican nuestro “cómo vivimos”, es aquella que reemplaza nuestro prestigio (profesional, personal, etc.) por la desgracia personal. Convertidos en enfermos pasamos a ser referentes especulares de quienes amparan su propio prestigio en la constatación de la desgracia en el exterior de sus vidas y de sus cuerpos. De ahí que la prudencia sea necesaria muestra de negativa a prestarnos voluntariamente a hacer las veces de referentes de ese tipo para los demás que, ávidos de malas noticias, convierten nuestra enfermedad en extensión de ese espectáculo en el que los medios de comunicación han convertido la tragedia humana, todos los días, varias veces al día, destinadas a abastecer la voyeurista pasión de espectadores pasivos capaces, apenas, de escandalizarse sin hacer nada por transformar esas desgracias, a lo sumo contentándose con depositar una modesta suma de dinero en alguna de las cuentas abiertas con el fin de, simultáneamente, mejorar el presupuesto y enviar algunas cositas para los más necesitados.
Como nunca antes se tiene oportunidad de pensar en la definición de la palabra impotencia. La de ese espectador vocacional que pudiendo hacer nada al respecto de una desgracia ajena, simplemente hace eso, nada, y queda conforme. O la del afectado que averigua qué puede hacer en relación con la tragedia que lo hace presa, y hace eso, averigua y actúa. Consiguiendo, con la prudencia, hacerse a posibilidades inmensas para llevar a cabo, serenamente hasta donde el sufrimiento se lo permite, las averiguaciones pertinentes, al sujeto se le abre un mundo del que antes no tenía noticia alguna. Y entonces descubre que impotencia no significa no poder sino poder no, y, sabiendo que toda ética no puede ser otra que la del poder ser en lugar de la del deber ser, se da a la tarea de conocer las propias pasiones de tal modo que pueda convertir las que son de un tono, en otro tono. Si no conocemos la pasión de la tristeza, del odio, del egoísmo, etc. nos será muy difícil convertirlas en pasiones de la alegría, del amor y de la solidaridad, todas estas necesario de ser vividas para poder ser, en otros y de otros hacia nosotros, detectadas y celebradas.
Si antropomorfizáramos eso que se llama noticia, podríamos imaginarnos el sufrimiento del haitiano al que las codiciosas potencias convirtieron en deshecho humano. Pero, creyéndonos noticia, nuestro sufrimiento quedaría reducido a la mera contemplación voyeurista de un espectador anclado en el vacío y tomado presa por la pulsión de muerte que le lleva a defraudarse cuando el noticiero que contempla ha sido escaso en noticias trágicas. Poder no prestarnos a ello significa vivir de otra manera la vida de relación con los demás.
Podría pensarse que una política personal de este tipo nos conduce inexorablemente a la desolación producida por el alejamiento de los demás. No hay tal, porque dicho alejamiento se corresponde con el acercamiento a aquellos que, en ese momento, están en condiciones de ayudarnos a salir del problema de un modo cierto y eficaz. Para el hombre, nada es más útil que el hombre mismo, nos recordaba Baruch Spinoza, y a pesar de ciertas apariencias, el personal de salud que nos atiende y la misma institución en que trabaja dicho personal, pasan a convertirse en nuevos aliados en la vida, nuevas personalidades y acciones con las cuales podemos transformar un destino por otro.
Entre cómo ser curado y cómo vivir, elegir lo último nos lleva a participar activamente de lo primero. Sobre todo, con el ejercicio de pensamiento y escritura, que nos protege de prestarnos para ser reducidos a la condición de cobayas y aceptar ser tratados como tales. Frente a tanta pasión extendida para que un muchachito inquieto sea declarado enfermo de trastorno de atención deficiente, con tal de mantener el velo acerca de que se trató, siempre, de un niño no deseado, y con tal de pasar a pertenecer al rebaño de cobayas que exhiben sus desgracias y sus males en la pasarela de espectadores que se excitan siempre más con la modelo que con la prenda, sea nuestra vocación por la desnudez la que nos exima de esa ingrata manera de vivir que consiste en declararnos felices porque ese día el noticiero si estuvo cargado de noticias trágicas.
Volver a descubrir la noción de medicina como cuidar a y ser receptores optimistas de ese cuidado, tiene que intensificar nuestras señales de alarma con el progresivo deterioro de la calidad de la atención médica en beneficio del enriquecimiento de los intermediarios financieros, las compañías aseguradoras y la industria farmacológica.
Encontrarse con la importancia de hacer diagnósticos de enfermedades graves, en un tiempo en el que es posible intervenir curativamente impidiendo el desenlace fatal de la enfermedad, es otra oportunidad de salir del no poder y pasar al poder no. Podemos no dejar de hacer algo al respecto y eso hacemos: no dejar de hacer algo. Es indudable que los hallazgos tempranos incitan a nuestra subjetividad a volver a recrearse con las tramposas mieles del narcisismo, del yo ideal, pero no siempre el paso por la locura de saber significa convertirnos en psicóticos. Verlo como ejercicio de una libertad, la de poder hacer, contra todo pronóstico fatuo y vulgar que te llama a declararte vencido antes de toda batalla, resignado frente a lo que se toma por designio de una divinidad pathofílica, paciente condenado al silencio y a la obediencia ciega.
No hay comentarios:
Publicar un comentario