Por Eduardo Botero Toro
Como un personaje de James Ellroy (La Dhalia Negra, Réquiem por Brown, América, etc.), a la par que furioso pro-nazi, indignado por la golpiza de la policía a un negro, si precisamos un trazo de la subjetividad de la época será justamente ese, el de la ausencia de dialéctica en la práctica de la contradicción.
Los medios de comunicación ofrecen una presentación ejemplar: izquierda en las secciones de cultura, centro en las de política, apolíticas en las de farándula y derecha en las secciones de economía y negocios. Hay oferta informativa para todos los gustos, pero también, para todos los disgustos. Pero pagan un costo: la sumisión deliberada a la superficialidad y a la banalización.
Con esto quizás tenga que ver la cada vez más aparente pero también más promocionada de las realidades fabricadas: la de la muerte de las ideologías y de la historia. Suponiendo el final de la necesidad de contar con el futuro para justificar los actos del presente, pareciera como si la resolución de las contradicciones fuera tanto innecesaria como estorbosa. La instalación en un presente perpetuo tiene todos los visos de una coagulación, de algo que se estanca y que deja de fluir.
La apariencia, como en el caso de todo estancamiento, es de mansa calma, sin embargo ni macrocosmos ni microcosmos se someten a este avatar del deseo y de la subjetividad humana. Las fuerzas de uno y del otro, de muchas maneras, terminarán por revelarse verdaderos límites a la determinación.
Conocemos de antecedentes, la histeria es uno. La instalación de la histérica mediante la conversión de sus conflictos inconscientes en síntomas corporales, da cuenta de la confluencia de dos tendencias simultáneas y contradictorias que pugnan entre sí: una, la del lanzamiento al exceso, al puro goce, a la renuncia de toda prohibición; la otra, la prohibición absoluta, la amenaza de castigo, el miedo a la pérdida de todo prestigio moral. Una mano que se paraliza, una disfonía o la entrega a toda clase de excesos procurando mantener anestesiada la conciencia que los impugna y critica, revelan que la instalación en no querer dialectizar esa contradicción se logra a cambio de un costo que involucra el cuerpo y todo aquello que lo atraviesa y lo revela deseante. Esa ausencia de dialéctica se revela en el atrapamiento de su subjetividad por la angustia, una angustia tal que los apoyos psicofarmacológicos simulan menguar hasta despojarla apenas del miedo a morir o a enloquecer que el imaginario impone. No hacen más que eso, pero es suficiente para quien hace de la apariencia su destino ideal.
Culturalmente el costo es más alto y se revela sobretodo a través de volver fácil –y noticia banal por su repetición continua- el accionar del gatillo. Naciones enteras, gremios e individuos, participan de esta facilidad con un encono y una pasión que parecen superar lo sucedido en otras épocas. Olvidar la historia implica instalarse en la creencia de que solamente a nosotros nos ha tocado la desgracia de vivir tiempos difíciles. Borges aludido, tenemos la idea de que los diarios siempre traen noticias nuevas. Una repetición se hace perpetua: la creencia de que es posible contener todas las contradicciones, simultáneamente, en el contenido de lo que se informa al público. Público que, en correspondencia, se instala en su particular modo de no dialectizar las contradicciones.
Tal vez esto explique lo difícil que se ha vuelto elegir: desde elegir representantes comprometidos sinceramente con la causa de quienes representan, hasta elegir carrera, identidad sexual o pareja. No hay censor más severo con las conductas equivocadas de otros, que aquel que contiene como tentación, dentro de sí, esas mismas conductas. Las ligas pro-abstinencia están repletas de seres que tiene que organizarse de manera tan asombrosa porque individualmente les resulta imposible contener la tentación de lo que combaten. Aforismo de Nietzsche en Aurora: “colocamos una exhaltación allí donde tenemos una debilidad”. La crítica apasionada al otro es el comportamiento que nos hace creer eximidos y mejores.
Mientras se trasiega por esta calma chicha, los reventamientos personales se hacen epidémicos: suicidios, adicciones, homicidios, corrupción, perversión… A sabiendas de que la manera más expedita de violar la ley es convirtiéndose en la ley misma, los representantes que elegimos no hacen otra cosa que dar gusto a todo aquello que nuestras pasiones secretas anhelan, así la identidad sexual, así la profesión, así la pareja. Nos infatuamos quejándonos de ellos como si ellos no fueran conseguidos a la medida de nuestros verdaderos deseos. Oponemos a nuestra desgraciada realidad el imaginario de una vida mejor en otra vida.
Por eso esta pasión por la muerte. Estemos felices, se nos arenga en los funerales, religándonos en comunidad de fieles: fulano ha pasado a mejor vida, no hay por qué entristecerse. Al mismo tiempo, la fastuosa arquitectura en que se respalda el sermoneador nos obliga a preguntarnos para qué, considerando esta vida una desgracia, se la dota de semejantes lujos y riquezas. Pero ellos suelen descreer de la dialéctica y, sabedores de los efectos de la presunta muerte de las ideologías y de la Historia, saben que el malestar subjetivo los buscará anhelante por encontrar la paz deseada, así tenga que matar. Un silencio cómplice con las acciones criminales que se amparan en la defensa de una creencia de tal tipo, se corresponde exactamente con la idea de que se hace felices a muchos, no exclusivamente a los asesinados, sino a quienes les sobreviven en esta desgraciada vida que es más llevadera si se cuenta con riquezas y poder.
Es terrible el solo pensarlo pero la popularidad de las acciones criminales, que ha rebasado toda contención punitiva cultural, denuncia que se ha propiciado un deliberado debilitamiento de lo que se espera que opere como dique. La relajación de la eticidad, que Freud señalaba en su Malestar en la Cultura (también conocido, aunque menos, como La Civilización y sus Descontentos) ha devenido como anillo al dedo a los afanes por instaurar un modo de pensar para el que todo da lo mismo. Dialectizar significaría hacer irrumpir, de nuevo, temáticas a todas luces estorbosas: justicia, verdad, equidad…
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