Aterrorizada, Lía se encontró de sopetón con la escena de su marido, en el suelo, portando todavía su revólver en la mano. Había oído el golpe seco de aquel percutor con el que se había familiarizado pues en las fiestas Emilio siempre hacía disparos al aire. Corrió a la habitación y lo encontró tendido sangrando por la sien derecha. Impulsivamente le quitó el revólver negándose a considerarlo difunto. Corrió a la calle con el arma (¿arma suicida?) en su mano, tomada por la cacha y gritando desesperada: “¡se mató! ¡se mató!”. Yo la vi correr hasta mi casa, situada en frente de la de ellos. Quedó como paralizada en la mitad de la calle, sin darse cuenta de la emergencia de vecinos que, como abejas africanas, salían apresurados afuera de sus casas. Yo permanecí donde estaba, molesto, muy molesto, a la espera de los comentarios de estos cobardes que se vuelven pontífices y que ya empiezan a decir sandeces: “Pero si dice que él se mató, ¿por qué era ella la que llevaba el revólver, tomado por la cacha?”. Incapaces de ejercer sus derechos a vivir en un país en paz, se vuelven feroces jueces haciendo presa a una acongojada viuda.
Lía, Lía: eso te pasa por no haber obedecido la prohibición de leer al Marqués de Sade. Cuídate, no vaya y sea que un hijo malnacido aproveche la circunstancia para quedarse con toda la herencia. O la benemérita institución religiosa a la que tu esposo, el muy hipócrita, pertenecía. Ya eres culpable.
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