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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

CON HOBBES Y SU LEVIATÁN

ASUNTO DE SOBERANÍA


¿Qué le vamos a hacer?  La Revolución Francesa, esa gran insurrección popular que dio comienzo junto con las revoluciones inglesa y americana a la geopolítica imaginada por la Ilustración y la Modernidad, fue posible gracias a la creación de un Comité de Higiene Pública, de Salud Pública, que palabras más palabras menos, encarnaba la dirección de una causa dirigida hacia la salvación del pueblo en esta vida, en esta tierra, hoy.

Salus populi, la salvación del pueblo ya no dependería de la supuesta gracia que uno determinado de aquí o de acullá representara para divinidad alguna.  Obra del pueblo mismo, la salud, su salvación, dependería de él mismo, habitado por una nueva alma motor de sus empeños, la soberanía.  En lo público, en la esfera de lo popular, las divinidades eran invitadas a retirarse, la salvación del pueblo ya no dependería de ellas.  Su nuevo recinto, el ámbito privado, no significaba territorio de exilio apto y legítimo para conspirar contra la nueva realidad.  Siendo la soberanía el alma de la salvación del pueblo, las divinidades tenían la obligación de dar muestras de sumisión absoluta. 
Según esta concepción las prescripciones clericales acerca del comportamiento humano se considerarán legítimas si demuestran su apego a la Ley procedente del ejercicio de aquella soberanía.  El predominio de la religión sobre la soberanía del pueblo es emblema de la premodernidad, cosa del pasado.

Pero las revoluciones no nacen espontáneamente, de un momento a otro.  Ha sido necesaria una incubación, generalmente combinatoria de las realidades sociales y el modo intelectual de dar cuenta acerca de sus especificidades materiales.  En tal sentido, encontramos en Thomas Hobbes, a uno de los precursores más brillantes en el hecho de colocar las relaciones entre el poder civil y el poder eclesiástico como objeto de reflexión.

Hobbes, Thomas, el hombre que amaba sus propias convicciones y creía en la verdad de cuanto afirmaba, puede tomarse como el primero en dejar constancia acerca de que su argumentación nada tiene que ver con lo personal.  Su obra Leviatán[1] contiene tal declaración en su dedicatoria:

…yo no aludo a los hombres, sino (en abstracto) a la sede del poder, como aquellas sencillas e imparciales criaturas del Capitolio romano, que con su ruido defendían a quienes estaban en él, no por ser ellos, sino por estar allí: pienso, pues, que no ofenderé a nadie sino a los que están fuera o a los que, estando dentro, los favorecen[2].

“Nada personal”: esta declaración, escrita más de 100 años antes de que ocurrieran las revoluciones democráticas contra las monarquías, es algo más que pura intención.  Su Leviatán, es la manera en la que Hobbes intente resolver la tensión entre el poder eclesiástico y el poder civil, este último dando muestras de sus primeros balbuceos, resonancias tardías de los ímpetus renacentistas y primeras manifestaciones de la Ilustración que venía ya en camino.

La formación de un concepto acerca de la naturaleza humana, el estudio minucioso de los hombres y de sus maneras, se toman todo el tiempo de juventud de un pensador que estuvo al tanto de los clásicos en su formación intelectual: Homero, Aristóteles (con el que no siempre se la llevó bien pues en un tiempo fue el más grande y otro el más pernicioso), Demóstenes y Tucídides.  Poesía, filosofía, retórica e historia política, fueron los cuatro pilares de la fundamentación intelectual hobessiana. 

Pero fue al entrar en contacto con Euclides, el matemático científico medidor de la tierra, que Hobbes pudo realizar un verdadero estudio científico del hombre y de sus maneras: con Euclides no tardarían en llegar Galileo, Kepler y Montaigne. Su ruptura con la tradición escolástica no significó desapego absoluto pues conservó aquello que había de fundamental para proseguir con su obra. 

El hombre y lo social, la rectitud de su conducta, la justicia o injusticia de las acciones humanas, los conceptos de justicia y de Estado, la voluntad individual, la voluntad colectiva, y la posibilidad de una articulación racional de conjuntos irracionales, son elementos todos que configuran el problema central por el que se preocupará Hobbes en adelante.

Luego de visitar a Galileo en Florencia, Hobbes se entusiasma con la idea de movimiento de Euclides.  Esto sucede en 1636 y Hobbes cree posible extrapolar la teoría euclidiana del movimiento, tan fecunda para la astronomía, al estudio de las ciencias naturales, las facultades y pasiones del alma*.  Simultáneamente, al emanciparse de la influencia aristotélica, Hobbes logra liberar la teoría política del filosofismo, asumiendo una postura francamente revolucionaria al hacer depender la teoría de la experiencia histórica. 

Pero, de la obra hobbesiana, lo que francamente dará de qué hablar a la humanidad en adelante será aquello que concierne a su concepción acerca de la naturaleza humana.  Hobbes no hace ninguna concesión a un supuesto altruismo constitutivo ni a una supuesta bondad originaria ni, mucho menos, a una predisposición innata hacia la paz.  Todo lo contrario: para Hobbes la razón es absolutamente impotente para guiar al hombre de tal manera que orgullo, ambición y vanidad, constituyen la verdadera esencia de la fuerza motriz del hombre.

Hobbes considera que solamente el temor a la muerte (timor mortis) es lo que pone límite a la expansividad de las ambiciones humanas.  Dicho miedo se encuentra en el origen de la Ley y del Estado que ella precisa para operar, ambos capaces de contener la voracidad mortífera de la ambición ofertando la autoconservación a los cobijados por el pacto.

El autoexamen, la experiencia, el involucramiento en las preocupaciones políticas de su época y el contacto con los pensadores más importantes de entonces hicieron parte del apoyo sobre el cual Hobbes construyó su teoría acerca del Estado.  Es en medio de la guerra civil en Inglaterra que Hobbes escribe su Leviatán, precediendo la ejecución de Carlos I de Inglaterra, el mismo que preguntó en nombre de qué autoridad se le juzgaba respondiéndosele que “en nombre del pueblo que os ha elegido”.

Sabido es que después del gobierno revolucionario de Cromwell, la monarquía regresa a Inglaterra y el Leviatán es prohibido por considerarlo escrito hecho como justificación del gobierno de Cromwell.  Pero entonces Hobbes produce uno de sus mejores trabajos, titulado El Parlamento Largo o Behemoth.  En este trabajo combate simultáneamente al clero presbiteriano y a una clase media que es incapaz de asumir su misión burguesa al colocar serios obstáculos para lograrlo, entre otros, su vacilación con respecto a los prejuicios clericales.

Uno puede preguntarse si este asunto, el de la relación de una clase social que queriendo la emancipación sucumbe al peso de los prejuicios religiosos de los que no logra despojarse, explica, tanto en el pasado como en el presente, tanto en la Inglaterra de entonces como en la Colombia de hoy, la ferocidad de la guerra civil y el ensañamiento de los espíritus inquisitoriales contra la concepción y el nacimiento de las ideas libertarias que intentan colocar lo humano en armonía con lo humano mismo, lejos del afán por imponer una sola deidad a todos, una sola y la misma siempre, esa cuyos abalorios portan vanidosos, soberbios y rencorosos los mismos que no practican el quinto mandamiento de la Ley de Dios.

Pero volvamos con la obra de Hobbes.  Leviatán es un tratado acerca del Estado, sí, pero su concepción se apoya en el conocimiento acerca de la naturaleza humana.  El libro se divide en cuatro partes: del Hombre, del Estado, de un Estado Cristiano y El Reino de las Tinieblas.  Como se ve, la primera parte versa sobre el Hombre y ella contiene todo aquello que lo define y singulariza en la concepción hobbesiana: las sensaciones, la imaginación, el lenguaje, la razón, las mociones voluntarias, las pasiones, las virtudes, el conocimiento, el poder, la felicidad, la miseria, etc.

Hobbes, pues, es un autor indispensable al momento de pensar el modo en que lo humano se abre camino en el propósito de poner límites al monopolio del poder ejercido a nombre de la divinidad.  Mencionar solamente a Descartes al respecto resulta muestra del más ramplón de los prejuicios nacionalistas y de gran potencia, toda vez que Hobbes introduce su apoyo en la experiencia histórica y, a la vez, humaniza todo aquello que estaba solamente significado y representado por el discurso religioso, contribuyendo a crear una verdadera nueva humanidad capaz esta vez de separarse del afán por suponerse originalmente limpia y pura pero posteriormente castigada y sometida al sufrimiento a perpetuidad. 

Por tal motivo debe considerarse a Hobbes entre los precursores de la creación de lo humano como objeto de discernimiento científico y de discurso*. Su concepción del Estado, como instrumento privilegiado para contener el desbordamiento de las pasiones humanas, deriva en un tratado de sometimiento del orgullo y de la ambición, vía la Ley. 

De su proceder discursivo resulta emblemática la idea de comparar al Estado con el cuerpo mismo.  Así la idea de cuerpo social nos revela sus orígenes y quizás la historia del desarrollo por intentar la analogía nos permita dilucidar acerca ya no de las guerras que ocurren entre estados, sino de aquella que toma por escenario el alma humana misma, esa que tan susceptible se revela afectada por encrucijadas al mismo tiempo que se supone encarnación del ideal para todos los hombres y mujeres que en el mundo habitan.  También el estado hace parte de las guerras que los seres humanos libran en su propia subjetividad.  Hobbes puede leerse para efectos de comprender la historia del Estado, pero uno se pregunta de qué modo puede leerse para comprender la historia de la subjetividad moderna.  La respuesta queda en suspenso.  Mientras tanto, terminemos esta presentación transcribiendo, in extenso, el modo en que Hobbes presenta su analogía:

Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre.  En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituído; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder ejecutivo, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte.  Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación.


Más que a un cuerpo, el Estado  se asemeja a un acto: el de una creación que en ese instante comenzaba a ser puesta en consideración, apenas.  




  











[1] Hobbes, Thomas (1651), Leviatán o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil. FCE, México, 2004.
[2] Ibid. Pág. 1
* De un entusiasmo y propósito similares tendremos noticia casi 300 años más tarde, cuando un neurólogo judío vienés llamado Sigmund Salomón Freud, escriba en el prólogo de su libro “Proyecto de Psicología para Neurólogos” que él se propone sentar las bases científicas de la psicología.  
* Resulta elocuente el silencio que sobre Hobbes guardan algunos historiadores de la psicología y de la psiquiatría, así como estimulante la rectificación realizada por uno de ellos en los últimos años. Ni Fernando Lucien Mueller (Cfr: Historia de la Psicología, de la antigüedad a nuestros días, FCE, México, 1980), ni Alberto Merani (Cfr: Historia crítica de la psicología, Grijalbo, Barcelona, 1982) ni Jacques Postel y Claude Quétel (Cfr: Nueva Historia de la Psiquiatría, FCE, 2000) hacen referencia alguna a Hobbes.  Por el contrario,  Germán E. Berrios (Cfr: Historia de los Síntomas de los Trastornos Mentales, FCE, México, 2000), dedica varias páginas a lo largo de su estudio a la influencia del pensamiento hobbesiano en la  configuración del cuerpo doctrinal de la psicología y la psicopatología clínicas.   

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