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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

UN PRESO Y TRES SUICIDAS

(Demasiadas cosas para que esto se pueda llamar cuento)


La juez, alma bendita, me ha concedido el beneficio de la casa por cárcel.  Presentía que iba a ser así,  lo advertí al tinterillo que me defiende: las mujeres todavía tienen corazón.  El oncólogo ayudó un poco, pero con trabajo.  

Poseo tres casas, dos lotes, dos carros particulares, ocho taxis, dos hijos y un linfoma.  Todos me generan gastos y pocos beneficios, aunque el linfoma  me libró de la cárcel.  Son ganancias que no se pueden registrar en la papelería de la contabilidad ¿cómo?

Pocos días antes de recibir la orden de detención, el oncólogo se ufanaba por mi calidad de vida, inigualable, pensaba.  Se lo decía a mi ex mujer y a mis hijos.  “Su padre no se va a morir de esto” (así hablan los oncólogos ocultándole a los pacientes y familiares que, en efecto, el enfermo se muere por un paro respiratorio, un coma o cualquier cosa que ellos, en su momento, llamarán "otra cosa") y todos celebrábamos su sentencia, también mi ex mujer.  Cuando me detuvieron, lo primero que se me vino a la mente fue esa sentencia del oncólogo, después entendería porqué. 

Le dije al abogado no quiero pasar ni un solo día en la cárcel.  Me aclaró que era imposible, pruebas irrefutables, mejor  negociar la duración de la sentencia o procurar otro lugar de reclusión.  Cómo cuál, pregunté.  El domicilio, por ejemplo.  Entonces volví a recordar la sentencia del oncólogo.  Si fuera otra, si él asegurara que mi caso era terminal o casi o que mi enfermedad se agravaría sobremanera con el impacto emocional causado por el encierro, qué se yo, él es el que sabe de enfermedades y de pronósticos.  Le dije al abogado: hay que trabajar al oncólogo. 

El abogado fue a visitarlo, después me contó lo sucedido.  Usted es el abogado del señor M., le preguntó.  El abogado respondió afirmativamente.  Y el señor M. es…, balbuceó el galeno. Testaferro, está acusado de testaferrato y no quiere pasar un solo día en la cárcel, contestó el abogado.  El oncólogo redactó, dirigida al juzgado que lleva mi caso, su opinión acerca del estado de evolución de mi enfermedad.  Prácticamente moriría en ocho días.  La juez lo estimó verdadero, a ella no hubo que trabajarla. 

Yo no estaba para ponerme con bobadas y con dudas.  Pero, durante el juicio, alcancé a preguntarme si el oncólogo había mentido la primera vez, con el fin de congraciarse con el paciente y su familia o si había mentido  en su informe, para evitarse cualquier accidente inesperado.  Alejé la duda del pensamiento, me apresté a saludar de mano a la señora Juez y salí de aquel recinto acompañado por la guardia penitenciaria designada.  Destino: mi lugar de residencia, mi domicilio.  Condición: prisionero. Por delante todo el tiempo del mundo.  Tengo que aprovecharlo.

Mi casa está situada en un barrio tradicional de la ciudad, clase media, muy conocido por el resto de habitantes de la ciudad como quiera que allí se encuentra una de las mejores galerías, tal vez la más aseada, aunque también la más cara.  La placa sobre la puerta indica que es la 7-28sur y es relativamente fácil llegar hasta allí dicen los taxistas que llevan a mis visitantes ocasionales.  La cuadra va desde la 7-10sur hasta la 7-96sur.   No son más de diez casas, la mía es la tercera en sentido norte-sur, su fachada es sencilla, ladrillo a la vista, puerta y ventanales estilo colonial.  En ella vivimos una empleada, un asistente y yo más un perro, Cocodrilo, pincher miniatura.

No habían transcurrido diez días del inicio de mi detención cuando tuvimos la noticia de un suicidio ocurrido en la 7-48sur. La casa del loco. Algunos vecinos alcanzaron a escuchar el sonido seco de una pistola disparada. Después se supo que había sido en la sien. La cabeza del tipo siempre había estado encendida: sufría de unos ataques de rabia que hubieran asustado al mismísimo papá de todos los hampones.  Le daba por tirar piedra a todo el que pasara enfrente de su casa.  A las mujeres con minifalda, por la minifalda; a los muchachos peludos, por mechudos; a los recicladotes, por degenerados; a las ancianas, por beatas; a los poetas, por vagos; a los que registran el gasto en energía y acueducto, por pícaros; a los profesores, por engreídos; a los estudiantes, por tirapiedras, y así, para cada ataque singular, una justificación precisa.  Un académico de la medicina nos explicó, en una ocasión, en el bar, que los ataques de William -se llamaba el furioso, obedecían a una lesión en el lóbulo temporal del cerebro y se asimilaban a los de un epiléptico, solo que en lugar de convulsionar, le daba por atacar a los demás.  Entonces no faltó quién le preguntara de dónde procedían las justificaciones de William que siempre variaban según el blanco elegido en cada ataque.  El académico vaciló un tanto, aunque quiso explicarnos una respuesta acorde más con las profundidades de su saber que con los alcances racionales del nuestro.

La madre de William, sollozante, contaba a una vecina que aquel día se había levantado como de costumbre aunque ella notó, como cosa rara, que se había tomado más tiempo del acostumbrado para acicalarse. Había escuchado sonar la ducha más allá del tiempo habitual, lo oyó canturrear mientras se afeitaba y le pidió el mejor desayuno que ella pudiera preparar.  Ella ignoraba que tenía un revólver y cuando se lo encontró de sopetón apuntando a su sien mientras la miraba fijamente a ella, solo atinó a preguntarle que porqué se iba a matar y que él le había contestado que por hijueputa y ¡zaz!, ahí mismo se pegó el tiro.

El viernes siguiente, el académico de medicina quiso explicarnos el sentido de lo sucedido en los últimos segundos de vida de William, pero ninguno de nosotros se atrevió a creerle y más bien consideramos esta vez atrevida su explicación.  Por más errores que haya cometido, una madre es una madre.

Cuatro días después se suicidó Leticia, casa 7-18sur, con un veneno.  Una semana atrás su marido, Romario, la había abandonado, escapando con la secretaria de un juzgado promiscuo municipal.  Nunca habían tenido hijos y ella se sostenía como costurera porque lo que era Romario no le pasaba ni un peso.  Más bien era ella la que, o sin darse cuenta o a regañadientes,  sostenía la vagancia al tipo que, además, tenía fama de ratero, de apartamentero.  Dicen que después de coronar un robo a una joyería, había escapado con la secretaria del juzgado. 

Romario alardeaba con el robo: él mismo se lo había craneado.   Se había enterado de que el dueño de la joyería era demasiado escrupuloso.  Esto bastó para que imaginara el modo de operar.  Untó, por la noche, los candados de la puerta de la joyería con estiércol humano y, disfrazado de mendigo, se echó acostado al lado.  En la mañana, cuando el dueño llegó y se disponía a abrir los candados, lanzó un grito de asco que supuestamente despertó a Romario, único testigo presencial.  Mientras el joyero maldecía, Romario simulaba desesperezarse.  Luego se ofreció a limpiarle los candados y las llaves, lo que el joyero agradeció.  Romario hizo el trabajo, el estiércol era suyo, casi sin asco.  Cuando terminó  dijo al dueño que por favor le prestara el baño para limpiar llaves, candado y manos y, obtenido el claro mijo siga bien pueda entró al lavatorio, imprimió las llaves en la pasta de jabón, terminó de limpiar todo,   entregó candados y llaves al joyero agradecido que le extendió un billete de veinte mil.  Fue donde un cerrajero que sabía guardarse las preguntas de la curiosidad, sacó copias de las llaves y a la noche siguiente entró orondo a la joyería para vaciarla completamente.

Leticia podía soportar el abandono pero, como lo explicó en una carta, no toleraba que Romario hubiera hecho tal alarde de creatividad con un joyero asquiento desconocido y con ella se hubiera limitado a ser vulgar chalequero.  La carta estaba al lado del cuerpo tendido sobre una mar de moldes de costura, en el suelo.

No llevaba tres meses detenido domiciliariamente cuando ocurrió el suicidio de Esmeralda, la loquita hija de doña Esther, casa 7-21sur, fachada de mármol hechizo. Recuerdo que nos hacía reír cuando la oíamos gritando  desde una de las ventanas de su casa a mi no me gusta comer ni cosa ni persona y lo que más odio son los principios, sobre todo los fríjoles.  Esmeralda no era su nombre sino el apodo que le habían puesto sus compañeras de colegio, porque cuando estaba más joven, se quedó ciega –cieguita decíamos en el barrio- porque un profesor del colegio le había propuesto salir a bailar el viernes de esa semana.   La ceguera le duró tres días y se le quitó cuando una de sus amigas le lanzó una cucaracha a la cara.  Entonces Esmeralda no pudo soportar las burlas de sus compañeras al ver que repelía al animal con reflejos de vidente eximia.

La noticia del suicidio de Esmeralda me la trajo Gabina.  Me dijo me voy de este maldito país, yo le pregunté porqué y ella  que estaba harta, que no soportaba más vivir aquí.  Y qué es lo que te harta, le pregunté.  Me dijo que todo, pero que sobre todo, que aquí no pasaba nada. 

No compartí su opinión, yo la tenía en mente para un proyecto para el que ahora contaba con todo el tiempo del mundo: desarrollar la idea que había quedado trunca, años atrás.  Sabiendo que el aguardiente se  prepara a partir de la caña de azúcar y que con la misma caña también se fabrica papel para escribir, tenía la firme convicción de que podía utilizar papel para obtener aguardiente, noticias recientes indicaban que las dos empresas más exitosas de la región habían sido la licorera y la productora de papel. 

Consideré que utilizar papel en blanco sería desperdicio innecesario.  Mejor utilizar papel escrito.  Fabriqué mi alambique artesanal en la parte posterior de la casa.  Denominé mi invento Destilógrafo y me precié íntimamente de la inteligencia que me asistió para llamarlo así.  Descubrí que según fuera el papel destilado, así sería la borrachera.  No me equivoqué.  Cuando ofrecía aguardiente obtenido a partir de algún libro de Sartre a mis visitantes ocasionales, se armaba una tertulia de lo más existencialista y más de uno insinuaba la dignidad que encarnaba la decisión de suicidarse a tiempo no fuera que la humillación nos alcanzara y redujera nuestro ser a la nada.

Probé con libros de Amado Nervo, herencia de la biblioteca de mi abuelo, y preciso: almibaradas declamaciones de romanticismo bobalicón poblaban el ambiente de la tertulia.

Usé a Nietzche, pero primera y última vez que lo hago: a cuál de todos más decidido a rematar a Dios las veces que fuera necesario, cada quien postulándose respectivo superhombre.

Y así, con varios autores: según el escogido, acorde la rasca.  Los que más gocé, al punto de que el juzgado estuvo a punto a suspenderme el derecho a tener la casa por cárcel, fueron los cancioneros de rancheras, boleros y merengues. Las rascas eran verdaderas declaraciones de amor mentirosas pero de todas maneras muy bonitas que nos dejaban el espíritu como nuevo.

Una vez cometí la torpeza de usar la papelería de alguno de los tomos de un ex presidente de la república y en mi vida había conocido ambiente más pesado en una reunión de aguardienteros. El paso de la sobriedad a la borrachera fue inmediato y ninguna resaca tuvo el grado de malestar que esta nos produjo.

El tiempo sigue pasando y todavía, con un guiño, el oncólogo continúa pronosticándome muchos años de existencia aunque me ofrece repetir, las veces que sea necesario, el informe a la señora Juez.  Los días se van ligero, porque me ocupa el destilógrafo.  Suicidios no han vuelto a ocurrir, la paz de la cuadra se ha asentado bondadosa.  De vez en cuando suena la música del afilador de cuchillos o la voz del voceador de prensa.  La vida es bella.

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