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E. BOTERO T.

domingo, 19 de septiembre de 2010

PSICOANÁLISIS EN EXTENSIÓN II -EJES TEMATICOS

DEFINICIÓN DE ALGUNOS EJES TEMÁTICOS CON RESPECTO A LA GUERRA Y A LA PSICOLOGÍA DE LA MISMA

Taller de Capacitación en Derechos Humanos ESAP –Valle del Cauca
Agosto 10/2001-08-10



PRELIMINARES       

En razón de que la discusión acerca del planteamiento aceptar la diferencia ha suscitado controversia me parece oportuno presentar mi planteamiento por escrito, al respecto de ese y de otros planteamientos que suelen aparecer cuando de considerar la psicología de la guerra se trata.

¿Psicología de la guerra?  A primera vista pareciera como si la guerra nos la estuviéramos representando como un sujeto al cual fuera posible atribuirle una psique, cuya comprensión y análisis llamaríamos psicología.  Pero la guerra, ¿puede ser un sujeto?  No, como tampoco pueden serlo ni el hambre, ni la injusticia, ni la barbarie, ni el último grito de la moda.  Sin embargo, y a pesar de todo, estas cosas tienen algo en común y es que las mismas se configuran como acontecimientos humanos, en los cuales, la subjetividad, está implicada.

De las maneras en como la subjetividad está implicada en la existencia de la guerra, es de lo que trataríamos de dar cuenta a través de la expresión psicología de la guerra.

Porque la subjetividad está implicada de muchas maneras: veamos solamente una, la que se refiere a la argumentación, que si bien es cierto, es considerada por la estrategia militar una de las tantas formas del ejercicio de la guerra, para nosotros, psicoanalistas, es ella la guerra misma.  En tanto que procesos de pensamiento, de racionalidad, de interpretación y de lenguaje, la argumentación se coloca en el lugar de un supraorden, desde el cual se legitima el accionar propio y se contrarrestan los efectos del accionar del adversario. 

Ahora bien, si la argumentación es la guerra misma, entonces ella misma es susceptible de ser investigada en tanto que avatar, uno de varios, de la subjetividad. 

Un contenido esencial de la argumentación que se practica durante la guerra, es la insistencia en la diferencia.  La argumentación se soporta en un acto de repetición sin pausa y sin freno: lo que yo ejecuto lo hago a nombre de una causa que se diferencia de la causa en la que el adversario se apoya para combatirme.  No importa que uno y otro, reconozcamos, que ambos representamos los intereses de otros, otros que no son los mismos del lado de aquel que los de este.  Es más, se suele considerar que la representación es de todo el conglomerado social.  Mi insistencia en los secuestros, revela que apelo a un conglomerado social que postulo guía y poder del modelo social que me represento justo.  Mi insistencia en las desapariciones, revela que apelo  a un conglomerado social que postulo guía y poder del modelo social que me represento justo.  Puede mi argumentación insistir en la denuncia de la motosierra como evidencia de la maldad de ciertos adversarios; puede mi argumentación insistir en la denuncia de las pipas de gas como evidencia de la maldad de otros adversarios: en ambos casos, la argumentación pretende insistir en que mi causa es la justa mientras que la del otro es la injusta.

Pero, como es nítidamente identificable, lo que se practica aquí es un debate entre modos iguales de argumentar.  Es decir, que se argumenta del mismo modo, solo que los elementos que estructuran la semántica de las oraciones con que se presenta la argumentación, son distintos. En este caso, y pese a la brutalidad de las acciones, lo especular parece estar signando el carácter de la confrontación, sus avatares, sus desvíos, lo pulsátil de sus avances y repliegues.  La brutalidad puesta en el ejercicio de los actos de la guerra, en lugar de probar el privilegio de la maldad adjudicable a uno solo de los bandos, lo que representa es la lógica de una especularidad que se practica en virtud exclusivamente de la especularidad misma.

El Otro, también, es destinatario del odio.  Ser feroz en razón de la ferocidad del otro, ser ejemplarizante con los seguidores del adversario toda vez que el adversario es feroz con los seguidores del primero, no inventa nada distinto de lo que suele suceder, en una dimensión menos colectiva (si se puede decir que exista mayor/menor colectividad…) con la práctica de lo que Freud denominaba el narcicismo de las pequeñas diferencias y que, entre nosotros, suele contribuir en proporción nada despreciable a la creciente tasa de homicidios que se cometen por fuera de la confrontación formalmente admitida. 

YO ES EL OTRO


¿Quién es ese otro que aparece cuando yo me asomo al espejo?  ¿Soy yo?  No.  Es la imagen que yo me hago de mi mismo.  Una calvicie creciente, unas arrugas irreductibles, un ceño fruncido por las obligaciones de mi día, una sonrisa presa de algún buen recuerdo, una verdad que la intimidad guardará con celo, un día más que tendrá la suerte de todos los anteriores –salvo que acontezca algo que me impida volver a asomarme al mismo espejo a la mañana del día siguiente…

¿Quién es ese otro que aparece ante mí, cuando no hay espejo?  ¿Es otro?  No.  Es la imagen que yo hago de ese otro.  Aliado o adversario en potencia, común a mis intereses o adversario, posibilidad múltiple de amor o de odio, de fraternidad o de ferocidad, de alianza o de ruptura. 

Mi elección  puede entonces escotomizar, dejar de ver, que el otro es efecto de la argumentación que acompaña a mi mirada.  Puedo saber que le miro, pero no puedo verme mirándolo.  Hay algo del orden del juego de los espejos, hay un faltante de mirada, una mirada que existe pero que no puedo ver, y que estará allí, justamente allí, produciendo efectos.  Entre otros, y no el menos probable, mi rechazo feroz por el descubrimiento de la semejanza del otro conmigo.  Enredado en los efectos de una mirada que existe pero que no está sujeta al control de mi voluntad, de mi consciencia, estimo razonable considerar que debo someter la perturbación que me produce el descubrimiento de la semejanza, a la exaltación,  en mi argumentación, de la diferencia. 

Esa mirada que existe pero que no es visible, es la mirada del Tercero al que apelo como garante del beneficio que espero derivar de exaltar la diferencia con mi semejante, es decir, con aquel que también, como yo, argumenta que él es el que representa la justicia y la razón.

En los finales de guerra, llamativamente, uno de los botines más apreciados por los ejércitos triunfantes, es precisamente aquel que se encuentra conformado por los que, con su inteligencia, incidieron en la eficacia de la guerra que pudo en un momento dado llegar a tener el adversario.  Entre nosotros es difícil pensar en esto porque el final de esta guerra parece estar cada día más distante.  Aunque, si nos dejamos guiar por ciertos indicadores argumentativos, resulta llamativo el hecho de que el ejército colombiano esté utilizando cada vez  con más fuerza y aparente convicción, discursos que otrora combatía con la misma ferocidad: me refiero al hecho de que se acuse a los adversarios por haber abandonado sus ideales, de que se utilicen ciertos documentos de organizaciones catalogadas como de extrema izquierda, dirigidos a la dirección de la guerrilla, como pruebas de verdad.  Como si en el pasado no se hubiera combatido a la guerrilla, precísamente por el tipo de ideales que representaba y no se hubiera denunciado a aquella ONG* como aliada de los guerrilleros.  Como nadie ha dado la orden perentoria de no especular, podemos entonces dejar iniciado aquí un proceso de averiguación acerca de si acaso no se está confirmando un proceso de apropiación del discurso del adversario como primer botín de una guerra en la cual el adversario mismo se sabe precariamente situado con respecto a probar la manutención de esos ideales…

Pero no nos separemos del hilo que traíamos: derrotado un adversario, de inmediato los estrategas que incidieron en la eficacia de su guerra, se valorizan  ante la mirada del vencedor.  Los reclama y se apropia de ellos como botines de guerra y los conduce a su respectivo territorio, para que esta vez continúen haciendo lo que saben hacer pero al servicio de los vencedores. 

Pensar la guerra, presa de ella, es escotomizar, dejar de ver, la siniestralidad que representa su espectáculo.  Es en ese lugar escotomizado en donde se coloca el propagandista, y a donde traslada su única potencia: la de repetir que existe una diferencia.  Su acto, el de repetir y repetir cuatro veces al día, todos los días del año y todos los años, tiene por destino mantener la opacidad del velo, perpetuar la ceguera, mantener a cuantos sea necesario presas de la guerra. 
El hecho de que una vez en poder del bando vencedor, el criminal de guerra del adversario se convierte en valor de cambio, en joya preciada, no se explica sino por el hecho mismo de que la diferencia no existe, que esta es solamente efecto de la argumentación, que así como su condición de criminal fue efecto de la argumentación será la argumentación la que ahora le presente como objeto precioso de deseo.  Von Braun,  fue el mismo como científico al servicio de los nazis que como científico al servicio de la Nasa.  Si escapó al juicio de Nüremberg, fue en razón de la eficacia de sus conocimientos tanto para uno como para el otro bando.  Lo cual ratifica que a uno y al otro bando, les interesa lo mismo.


EL TERCERO DE ESE OTRO QUE ES YO


Buena parte de la ferocidad que se practica en la guerra, va destinada a un tercero, el más temido por los jefes de la guerra: el del guerrero escasamente dotado de la convicción que posee el discurso de los jefes.  Cuando se ataca a la población civil se hace con el fin de atacar a las madres, los padres, los hermanos y las hermanas, de los que hacen la guerra como ejecutores de órdenes.  La juventud de estos últimos, ciertamente que les hace proclives y fácilmente manipulables para lograr el objetivo de la ferocidad, pero también los revela débiles frente a los avatares del amor. Esa debilidad es contrarrestada con las escenas de horror que si no son transmitidas por los media lo serán por el rumor,  pero más tarde o más temprano, llegarán a oídos de aquellos que hacen la guerra cumpliendo órdenes, y tendrá como efecto obturar todo sentimiento de piedad posible, exacerbando el sentimiento de retaliación y de venganza. 

No recuerdo a quién es que le debemos la aclaración acerca de un fragmento del Himno Nacional, si a Ignacio Torres Giraldo o a Indalecio Liévano Aguirre.  Se trata de un fragmento que hace parte de la leyenda de la guerra de independencia.  Ese fragmento que dice “Ricaurte en San Mateo/ en átomos volando/ deber antes que vida/ con llamas escribió”. Todos deben recordar que la leyenda decía más o menos así: rodeado por tropas de españoles triunfantes, prácticamente el único sobreviviente del destacamento de patriotas que defendía una armería, Antonio Ricaurte destinó la bala de su pistola a un tonel repleto con pólvora, para de esa manera propinarle desde su adversidad, bajas al enemigo.  Alguno de los dos historiadores mencionados nos revelaba que todo esto había sido una historia que se había inventado Bolívar cuando se cercioraba angustiado de la disminución en la moral de su tropa.  Entonces, para efectos de elevar esa moral, Bolívar se inventó este suicidio patriótico.

De todo esto, me parece que debería quedar algo en claro y es que la noticia de un suicidio, la muerte condecorada con los ribetes del patriotismo, no hace depender sus efectos de la verdad o de la mentira de su ocurrencia.  Don Rafael Núñez, llamativamente, traduce la leyenda no en el territorio de la verdad, sino en otro bien curioso: el del acontecimiento como texto.  La expresión con llamas escribió nos insinúa que el velo que se atraviesa en la verdad del acontecimiento, es transparente.  Se trata de una argumentación.  Solamente la pasión del fanatismo, propiciaría en nosotros el depender de la necesidad de que el acontecimiento efectivamente  ocurrió. 

Como procuramos ponernos por fuera de esa pasión fanática, es que podemos considerar aquí, tajantemente, que todas las muertes propinadas por la elevada moral de la tropa a partir de entonces y durante ciento ochenta y pico de años, han sido por delegación de un suicidio voluntario.  A partir de su suicidio, y si se ha seguido el hilo de la argumentación hasta aquí no será Perogrullo quien me respalde, Ricaurte dejó de matar.  En su lugar, vendrían otros.  Y otros, distintos de esos otros, terminarían tomando el símbolo de Bolívar, del mismo Bolívar al que Marx describió de una manera muy precisa cuando le pidieron que se refiriera a él para publicar su texto en alguna enciclopedia europea.  Manera tan precisa como ferozmente crítica de aquello que entre nosotros se dijo siempre de Bolívar.

LA VERDAD: PRIMERA VÍCTIMA EN LA GUERRA


Declarada o sin declararse la guerra, la nubosidad, que se traduce en confusión, es el equivalente en las mentes de los ciudadanos, del humo que levanta toda explosión.  Pero esa nubosidad no representa el gris de la ausencia de pensamiento, no es representación visual del tremor de la angustia.  Todo lo contrario: tiene otro equivalente, el del ruido.  Las argumentaciones de todos los que están interesados de algún modo en que la guerra suceda, se lanzan al tiempo y en el mismo espacio.  Pueden diferir los medios de propagación pero nada hace suponer que  los de unos sean más eficaces siempre que los de otros.  La argumentación se difunde para que todo aquel que ha depositado en uno de los bandos la esperanza de poder llegar a ser, en el futuro,  un sobreviviente, contribuya a que la guerra no decaiga en intensidad.  La argumentación, en tal sentido, pulsa por hacer de todos nosotros, soldados. 

La interrupción de toda racionalidad, cuyo ejercicio nos llevaría simplemente a preferir ser sobrevivientes pero de un país en paz, y, seguramente, a intentarlo, presta su contribución decidida a los objetivos buscados por la argumentación. 

Una economía de  la dialéctica configurada por la pulsión de muerte y la pulsión de vida, se instaura.  Esa economía lleva a invertir toda la pulsión de vida al servicio del bando que yo escoja, y toda la pulsión de muerte contra el bando adversario.  Todo aquello que haga mi bando, lo saludo.  Si el bando contrario hace lo mismo, lo denuncio.  Todo lo que haga mi bando, es digno de encomio, de felicitación y de condecoración.  Si lo hace el bando contrario, eso prueba la maldad del mismo.  Si lo hago yo, el bien germina ya; si eso mismo lo hace el otro, llega la horrible noche.  Si venzo, cesa la horrible noche.  Si no, la humanidad entera entre cadenas gime. 

Si derroto al adversario, derroto hasta la misma  muerte (oh júbilo inmortal).  La promesa que hace la argumentación no es simplemente la de la supervivencia, es la de la eternidad.  Instalados, júbilo mediante, en la eternidad, nos apropiamos de uno de los atributos de Dios.  Solamente que Dios, más pragmático que nosotros, se vale de su omnipotencia, puesto que, sabiéndose eterno, no va a ser tan tonto como para ir a equivocarse, pues de ser así, el remordimiento le duraría por toda la eternidad.   A nosotros el júbilo nos hace creer inmortales, pero no omnipotentes, entonces, presas del remordimiento como repetición, fácilmente terminamos llevando a cabo acciones que contribuyan a mantenernos instalados en ese remordimiento. 

La pasión por matar no es otra cosa que la pasión por instalarse, sin posibilidades de reversa, en la vacuidad de la copa de la vida (Hamlet).  Se nos olvida que, en tiempos de paz, cuando hacemos la elección de no tramitar violentamente los conflictos que podamos tener con el otro, se trata justamente de eso, de una elección.  En tiempos de guerra esa elección puede cambiar, y entonces, cualquiera de nosotros sabrá que dentro de sí contiene la potencialidad para hacerlo.  Millones de alemanes  al unísono gritando  ¡Heil Hitler! ¿Se desea una mejor prueba?

Desear nada, eso es quedar instalado en la vacuidad de la vida.  Y la única manera de hacer grata la existencia a partir de esa instalación, no puede ser otra que la de perpetuar el acto que nos conduce a ello.  Por eso la barbaridad genera admiración en quien se atreve apenas a dar la orden de ejercerla.  Pero con su orden, con su voz baja pero firme, con su capacidad de dar órdenes capaces de eliminar cualquier equívoco en el destinatario, el ordenador del acto bárbaro encuentra el complemento que le falta para suponerse completo.  Las escenas en el cine, lo revelan con especial cuidado: el ordenador imparte la orden de matar a alguien, por ejemplo, a su padre.  El victimario vacila, le mira como queriendo entender que no tendrá que ser el instrumento de una acción que su valoración de las cosas le revela inimaginable.  Entonces ejecuta el acto.  Pero a partir de ese instante, pierde algo del respeto que el ordenador le dispensaba.  Y su vida empieza a correr peligro…

Como se desea nada, no queda otro camino que perpetuar aquello que llevó a vaciar la copa de la vida.  Y la relación que se establece con el victimario será entonces una relación de complemento, creadora de la ilusión de completud, de Sujeto no sujeto a la diferencia entre su pensar y su acto. 

Entonces la verdad, que es precísamente aquello que nos espanta cuando se nos revela, se pierde.  Y es de este modo que se dice que es la primera víctima de toda guerra.  Y la primera verdad que se pierde, es la verdad de que nuestra subjetividad está constituida por el imposible de la completud, por el imposible de nuestra eternidad y por el imposible de nuestra inmortalidad.



ACEPTAR LA DIFERENCIA

Podemos pregonar como necesidad para lograr la convivencia, la aceptación de la diferencia, sí, pero ¿de cuál diferencia?

Si nos proponemos ser absolutamente coherentes en todo, lo más probable es que nuestro destino nos sitúe allí, en la vacuidad de la vida.  Si existe algo más coherente que un cadáver, le pediría el favor a alguien que me lo dijera.  Esa correlación precisa entre el silencio y la putrefacción, los ojos abiertos y la mirada perdida, la rigidez cadavérica y la garganta y la boca secas, ¿qué si no es  la coherencia absoluta, lo que estamos aquí significando?  Y muertos en vida son quienes se han instalado en la vacuidad de la misma, en su vacío, en esas interminables noches en las cuales acuden a su mente los recuerdos de las últimas miradas, de las últimas palabras de sus víctimas, todo eso resistente al licor, a la droga y al grito desesperado. Esa imposibilidad de serenarse al observar que la misma mano que quiere acariciar un cuerpo fue la que haló del gatillo, empuñó el arma, encendió la motosierra o activó la pipa de gas.  Todo por buscar instalar la coherencia. 

Si de aceptar una diferencia se trata es, en primer lugar, aquella que nos humaniza, tanto en el sentido de que nos saca del orden de los homínidos, como en el sentido de buscar la forma de atemperar el atavismo que se conserva en nuestra evolución, por una parte, como los efectos de una racionalidad que llegó justamente allí, al lugar del que quería sacar a la humanidad.  Porque no se si ustedes sepan que el nombre en clave con que los estrategas del ejército norteamericano denominaban a la bomba atómica que días después sería lanzada sobre un país que ya estaba derrotado militarmente, era DIOS.  Y si algún objeto prueba la siniestralidad a la que puede conducir la razón instrumental ha sido  el que destrozó palmo a palmo a Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades pertenecientes a ese país que ya estaba militarmente derrotado.  Pero existe una prueba más reciente y que obedece también a esa razón: la de que resulta más práctico propiciar heridos en el adversario que muertos.  Antes las guerras dependían más del coraje de los combatientes que de la financiación de los mismos.  Entonces se hablaba de valores: el heroísmo, el coraje, la gallardía y el honor.  De un tiempo para acá estos valores desaparecen y en su lugar se instala el único valor posible para el capitalismo: el dinero.  Hoy en día las guerras se ganan hundiendo a los adversarios en la pobreza.  Y si al adversario se le propinan más muertos que heridos, pues un tractor y cuatro esclavos se encargan de enterrarlos en la fosa común. A lo sumo el costo de la gasolina y de las medallas para los familiares.  Pero cuando al adversario se le propinan más heridos que muertos, entonces el adversario se verá forzado a gastar todo el dinero que sea necesario para producir la recuperación de su salud.  O a no gastarlo, y en este caso, la obediencia debida se verá resquebrajada. 

Negarnos a aceptar la diferencia que nos constituye como humanos, nos coloca en el lugar de un Dios semejante a aquel que por no tolerar los avatares en la humanidad de su creación,  enviaría el agua, la peste o el fuego como formas de ejercer el castigo.   

Tomar partido, pues, en una guerra en la cual los adversarios coinciden en luchar por copar el territorio de la ilegalidad como preámbulo de una legitimidad que aspiran ejercer especularmente con la que desean derrotar, no significa instalarnos en el ejercicio de la aceptación de la diferencia como sí  opacar aun más el velo que nos impide descubrir la tentación permanente, el automatismo
que nos conduce a quedar atrapados por el guiño seductor que nos hace la muerte. 

Porque la muerte no es solo partida sino orgasmo.  Petite Mort, denominan los franceses al orgasmo.  La vacuidad de deseo posterior a este, representa lo que en el fondo nos negamos a reconocer: que en últimas, el deseo que nos constituye, es el deseo de nada. El vacío. 


Unos queremos optar porque este advenga fruto de la enfermedad y del envejecimiento, pero por sobre todo, del orgasmo.  Otros desean instalarlo en sus vidas como única manera de sentirse vivos, sin importarles perder sus orgasmos.  Los primeros queremos hacer de nuestra decisión de no matar (ni vivar las matanzas) una elección, no un acto de cobardía.   Los otros desean hacer de su decisión de matar (o de vivar las matanzas) una elección, no un acto de cobardía.
 

Ambos coincidimos en declarar indeseable a la cobardía.


¿Por qué no suspender por un momento el accionar del gatillo y subrogados para observar si acaso, no estará mascullándose de nuevo el uso del nombre de Dios como palabra clave en algún lugar de este planeta, mientras se ejerce la ferocidad propiciada por la unanimidad del amor por la muerte?


Por lo pronto, ciertos ángeles exterminadores se nos presentan con los nombres ya no de San Gabriel ni de San Miguel arcángeles, sino de glifosato, black hawack o Plan Colombia.  No vaya y  sean miembros de la nueva versión de los tronos, las potestades, los querubines y los serafines, esta vez blandiendo en lugar de espadas flamígeras, rociadores aéreos que vuelven desierto la tierra donde se siembran los productos que los ciudadanos de ese lugar del planeta usan para tratar de inventarse sus particulares nirvanas.


Ellos también escotomizan en sus trabas primermundistas, el hecho de que su embriaguez proviene de la muerte que sus autoridades cosechan después de haber sido sembrados los surcos por otros enamorados de la muerte.  Si pudiéramos ser por un momento uno de los duendecillos cartesianos, tal vez veríamos que estos últimos treinta años en Colombia, ubicados en los millones de años que lleva la humanidad practicando el deseo de escapar de la realidad de sus días a través del consumo de toda clase de sustancias,  representan las patadas de ahogado de un sistema que, omnipotentemente, puso a Dios a su servicio.  Los productos químicos con que envenenan la tierra, el éter y el glifosato, son los hermanos menores de esa hermana mayor que ya mostró su capacidad letal habiendo sido nominada DIOS por sus creadores.  Hoy el diablo no hace hostias artesanalmente porque ya ha sido capaz de industrializar su producción, como el psiquiatra que castigó a Sade volviendo industrial la producción de sus libros luego de matarle.  Y fuerza por hacérnoslas tragar, empleando la argumentación como herramienta.  Nos hace creer que sus hijos son distintos,  cuando en verdad son siameses.  Negarnos a descubrir que están unidos por su cráneo y su cerebro, es instalarnos en la ilusión de una diferencia imposible.


Dios, el verdadero Dios, el inconsciente…

MATRICES DE DISCUSIN PARA LA DEFINICIN DE PROGRAMAS DE ATENCIN PSICOSOCIAL  CON POBLACIONES EXPULSADAS

Eduardo Botero Toro*
Médico Psicoanalista

I.

Todas las guerras a partir de la Primera Gran Guerra (1914-1918) han realizado la repetición de lo que afirmó el poeta francés Paul Valèry después de ocurrida aquella: “ahora lo impensable se ha revelado posible”.

Quiere decir lo anterior que lo absurdo y lo inimaginable han podido entrar a hacer parte de una racionalidad cuya eficacia técnica apunta a crear las condiciones para que se cumpla aquella irónica presunción del científico Albert Einstein la vez que le preguntaron qué opinaba acerca de la tercera guerra mundial y respondió, más o menos así: “ignoro cómo será la tercera guerra mundial, lo que sí sé es que la cuarta será con piedras y garrotes”.

La destrucción, aparentemente solo la del adversario, es pues el destino, la meta…  

Estamos ante lo inimaginable, lo impensable o, por lo menos, lo muy difícil de imaginar y de pensar.  Que cierta clase de seres humanos se proponga la destrucción como destino, no es algo que  cualquiera pueda fácilmente inferir del análisis del comportamiento y de la racionalidad en que este se ampara por esa clase de seres humanos.  Para lograrlo no es suficiente acudir a la descripción de esos comportamientos ni a resaltar la siniestralidad de sus métodos; aunque los dos modos de proceder (descripción y resaltamiento) nos acercan a la conclusión (la destrucción como meta), aun es preciso analizar de qué modo se procura realizar el propósito involucrando cada vez más a amplias capas de la población civil, qué formas de justificación de la barbarie (los medios) son eficientemente empleadas para ocultar el propósito y mediante qué tipos de argumentación la racionalidad de unos se potencializa en sus efectos con la racionalidad de los otros.

Si la filantropía fue el modo de agregar la buena conciencia a la mala leche de las acciones que el filántropo quería reparar, hoy sabemos que la filantropía desempeña el papel de atemperar las cargas impositivas del capitalista por la vía de atestiguar una imagen de sí ante los otros que desmienta todo el arsenal de ordalías propiciadas para acumular capital.  La dialéctica entre la buena conciencia y la mala leche ha sido incorporada, absorbida, por la lógica de  maximizar  utilidades y minimizas  costos, toda vez que “lo social”, en tanto que mercancía (servicios de salud, de educación, de seguridad, etc.), de ser objetivo de intervención ha pasado a ser de dominio del mercado. 

Para quienes consideran que el neoliberalismo se apega a la lógica del mercado en desmedro de “lo social”, hay que señalar que el asalvajamiento en lo social representa también una política; en lo relativo a la sociedad el neoliberalismo no carece de una política, todo lo contrario, la política que ejecuta es justamente la de someter a la sociedad.  Las concepciones de coyuntura chocan precisamente con creer que el actual, es apenas un tiempo de reacomodo que fracasará y que nuevamente, más adelante, si se le pone voluntad al asunto, se regresará a la constitución de un pacto social en el cual nadie se proveerá de los demás como medios para lograr sus fines.  El ideal neoliberal ya ha dado muestras de realizarse, justamente en aquella potencia que no ha sufrido las transformaciones que sufrió la Unión Soviética: la República Popular China.  La fórmula es simple: economía de mercado y Partido único.  También para los simpatizantes de Hitler y de Mussolini, lo impensable se  ha revelado posible. 


II.

Cuando nos disponemos a estudiar el impacto que el destierro o la expulsión produce en las poblaciones que lo sufren, lo primero con  que nos topamos es con la forma como se nomina el asunto: desplazamiento. 

La palabra entonces produce un efecto de invisibilidad, de borramiento, de negación.  Al describir como desplazados a quienes han sido expulsados de sus territorios, muchos de ellos expropiados, y habiendo ocurrido tal expulsión mediante la intimidación, el forzamiento a ser testigos de crímenes atroces y de toda la sevicia de que son capaces los que los expulsan, nombrarlos como desplazados es incorporarlos desde ese mismo momento a una condición: la de destinatarios de una acción.  Es decir, justamente, de aquello que no eran antes de producirse la expulsión, toda vez que de lo que menos podían dar testimonio era de la presencia efectiva del Estado en sus territorios, de lo que la ausencia de protección era apenas la última evidencia.

¿Destinatarios de qué acción? De unos textos (leyes y programas) en que son invocados a través de necesidades que les son atribuídas.  La expulsión les revela que algo existe, que para ellos existen leyes y políticas destinadas a cubrir las necesidades que la nueva condición ha generado.  Y que algo son: menesterosos, enfermos, desorganizados, trastornados por el estrés postraumático, deprimidos, etc.  De ser acusados de complicidad con el adversario de quienes los expulsan, acceden a una multiplicidad de identidades  que alrededor de la del desplazamiento, no hacen más que intensificar la invisibilidad, el borramiento y la negación.

Entre la expulsión, el asentamiento, el enterarse de que existen leyes y programas que les asisten y la suspensión de la vida en el albergue con toda la imposibilidad para reconstruir la relación entre lo privado y lo público, el expulsado asiste a la tragedia que configura la distancia entre lo que se dice y lo que se practica acerca de él mismo por otros.   Aquella ferocidad con la cual se niega a dar por enésima vez información “para el diagnóstico situacional que estamos haciendo” y que muchos interpretan solamente como forma de protegerse por no saber a dónde irá esa información, tiene otra explicación cual es la de que con el paso del tiempo y la repetición de toda clase de encuestas, censos y diagnósticos situacionales, y la evolución de lo que aparentaba ser temporal a la condición de permanente, el expulsado descubre que ha pasado a hacer parte de un dispositivo en el cual él solamente opera como recurso y que habiendo sido nominado como destinatario de una política, apenas sí existe como referente para que la buena conciencia de un Estado capaz de haber practicado (por acción o por omisión) la mala leche, se mantenga protegida de toda atribución de arbitrariedad y de autoritarismo.
III. 

Con todo esto cualquiera debe preguntarse si acaso allí no se perfila una política que de hecho se corresponde con el desenvolvimiento de la gobernabilidad de un país en guerra.  Jorge Rojas Rodríguez 1 sostiene que “si bien en tiempos de crisis es posible generar oportunidades, también en tiempos de crisis suelen imponerse el facilismo y la superficialidad para interpretar las causas, asumir las consecuencias y buscar las soluciones.  Así se desenvuelve la gobernabilidad en un país en guerra, cuyo sistema sigue circulando  alrededor de la violencia armada en nombre de la paz, de la exclusión en nombre de la democracia, del continuismo en nombre del cambio, de los acuerdos en nombre de la nación, de la monopolización de la riqueza en nombre del desarrollo”2.

Una política que eleva al estatuto de realidad lo que deliberadamente se practica dentro de los límites del simulacro; un aparentar ser y un aparentar hacer, que regido por la lógica del espectáculo procura provocar en el espectador que lo contempla la idea de que lo que ocurre ante sus ojos ES la realidad.  “Mario y el Mago” sería una buena referencia literaria para comprender que justamente es a ello a lo que apeló el nacionalsocialismo para propiciar el favor de las masas a su causa.  

Y lo dicho: en lo que se refiere a la atención psicosocial de los desplazados, es precisamente a nombre de atenderlos que se practica una política totalmente contraria a los fines que dice perseguir, pero perfectamente coherente con otros fines, de cuya gravedad apenas empezamos a darnos por enterados. 

Que lo que a continuación se presentará se refiera solamente a una región del país (el centro y el norte del Valle del Cauca), no quiere decir que el asunto no represente una tendencia de cuya verosimilitud será preciso extraer consecuencias  no solamente en el campo de la atención psicosocial sino en el grueso de la problemática.

La mirada de coyuntura solamente nos refiere que la actual población de campesinos pobres y sin tierra de la cordillera central está siendo expulsada en virtud de los macroproyectos que involucran al territorio que actualmente ocupan.  Proyectos de represa y de carretera que comunique al Puerto de Buenaventura con los Llanos y con Venezuela, son los que hasta la fecha se conocen.  Pero, históricamente, ¿cuál población es esta?  Pues es la misma que casi cincuenta años atrás fue expulsada del Valle de Cauca hacia la cordillera, en virtud de los intereses del monocultivo de caña de azúcar.  Asentada en la cordillera central, lo estaba
como consecuencia  de una expulsión.  Ahora, una generación después, es expulsada desde la cordillera a… ya el firmamento no se puede colonizar… entonces… ¿Se trata solamente de un desplazamiento?  No: al revelarse inane la política de atención a esta población, ante lo que estamos es verídicamente ante un caso de exterminio.  Las armas eligen a los señalados, la desnutrición y las enfermedades se encargarán del resto.  Todo esto a nombre de leyes y programas destinados a atenderlos.

Es ni más ni menos con la realidad de una política de exterminio que los promotores de la crítica a la obligación de intervención del estado no pueden continuar deliberadamente negando a nombre de las leyes que redactan y los programas que diseñan como si se tratara de una situación temporal pero que el paso de los años va revelando como definitiva hasta… el exterminio. 

No estamos solamente frente a un fenómeno migratorio o de desplazamiento: estamos ante una clara política de exterminio que se realiza delante de nuestros ojos y nosotros apenas sí logramos balbucir diagnósticos situacionales y cuantificar casos de trastorno por estrés postraumático. 

Aquí, lo dado, es un presente cada uno de cuyos elementos confirma y prueba que se trata de una estrategia de exterminio.  La sordera de los oídos no solamente se refiere a sabérselos tapar, también a ella contribuyen conceptualizaciones del problema de cuya precariedad da testimonio toda la cantidad de acciones tendientes a objetivar al desplazado como un hecho dado; su inoperancia y vacuidad no son errores de procedimiento, es decir, se trata justamente de eso, de que tales acciones sean inoperantes y vacías y el punto de partida necesario para que así suceda no es otro que el de considerar como destinatarios de una acción que se limita al simulacro a los expulsados.

IV.

Las políticas que definen los programas oficiales de atención psicosocial para poblaciones desplazadas, en la medida en que apenas sí se interrogan acerca de la condición singular de quienes son destinatarios de su acción, dan lugar a fenómenos de inoperancia y vacuidad que, a veces, lindan con verdaderos fenómenos de corrupción ilustrada.  La impreparación de funcionarios con respecto al tema, la delegación de funciones de interventoría en personas que a nombre de lo elemental hacen exigencias de elementalidad a la complejidad de las intervenciones, el choque de las consecuencias de algunas intervenciones con la deliberada imposibilidad de dar trámite a esas consecuencias, son, entre otros, elementos que explican esa inoperancia.

La impreparación no se refiere solamente a la impreparación académica.  Se refiere al hecho de que el asunto “psi” requiere de personas capaces de asumir lo psicológico como un elemento fundamental de la existencia humana, no simplemente un agregado más de lo biológico y de lo social.  Requiere de capacidades que no se forman en la academia y solamente mediante dispositivos que implican la decisión de “ir dentro de sí” (“… que ya es errar” escribía el poeta León de Greiff), de asumir una postura frente a lo conflictivo, frente a la presentación de contradicciones no dialectizadas que emparentan la lógica de lo inconsciente con lo real del actual malestar en la cultura, frente al no saber.  Capacidades que conducen a no arredrarse frente a la multiplicación de las preguntas, a privilegiar lo no sabido como brújula que conduce la indagación, a saber aplazar la satisfacción y saberse cognoscente en medio de la suspensión de juicios.  A ello no se llega por la vía de un diplomado en Salud Mental o un seminario organizado para establecer, por enésima vez, cuáles son los síntomas del trastorno por estrés postraumático.  Ninguno de los programas académicos de pre y de postgrado del país, exigen a sus inscriptos dar testimonio de la afectación de su elección por la vía de la contribución al conocimiento del problema, mucho menos a dar testimonio de capacidad de afrontar desde lo no sabido el acometimiento de acciones.

Así, las funciones de interventoría por parte del Estado, terminan en manos de funcionarios que apenas sí pueden ofrecer una relativa sensibilidad frente al problema dejando en poder de las buenas intenciones un camino empedrado hacia la repetición del simulacro.  Incapaces de valorar la complejidad del asunto, terminan por solicitar que programas de voluntariado caritativo sean los que se apliquen en circunstancias en las que justamente la caridad revela la cara amable del exterminio que se practica.  Sus propuestas, presas de la confusión entre la voluntad de poder y la voluntad de saber, terminan buscando refugio en la repetición de toda clase de diagnósticos situacionales cuyo único cometido es el de cuantificar la patología mental existente y balbucir modos de intervención aplicables solamente en la consulta privada y para aquellos que tienen capacidad de pago. 

Por último, en la medida en que toda acción no deja de propiciar consecuencias, cuando la acción propicia que la participación de los ciudadanos expulsados reclame acciones de cumplimiento por parte del Estado, este vuelve a presentar la cara inamistosa de quien invoca su pobreza administrativa para satisfacer necesidades que los expulsados han sabido formular con nitidez y perseverancia.  Conocedores de la Ley, cuando intentan hacerla cumplir, se enfrentan con una realidad que el simulacro y la máscara ocultaban, el mismo Estado que contrata profesionales para realizar acciones de atención psicosocial, se revela ahora incapaz de responder por las consecuencias propiciadas a través de dichas acciones: promete tierras que después aplaza conceder, promete atención en salud pero el expulsado se entera de que en la medida  que al Hospital no se le han girado los recursos, éste ha suspendido todo servicio al expulsado, promete alojar en condiciones respetuosas de la dignidad humana y provee de pocilgas en las cuales solamente se encuentran a gusto toda clase de roedores transmisores de enfermedades.

V.

Plantearse el reto de propiciar programas de atención psicosocial implica tener en cuenta las anteriores consideraciones.  Quien se haya vinculado a este tipo de trabajos notará que el entusiasmo con los mismos decrece paulatinamente se van revelando todas aquellas especificidades para las cuales no está preparado el funcionario que considera la intervención psicosocial como una extensión de otras modalidades de atención en salud o, a lo sumo, como una especie de entelequia destinada a que los expulsados no enfermen mentalmente. 

Si el trabajo es asumido honradamente, tarde que temprano uno de sus efectos será el de colocar al Estado bajo la sospecha de que siendo a la vez actor decisivo del conflicto que afecta al expulsado, su intención de ejercer la buena conciencia denuncia su obsecuencia  y  complicidad para con los intereses que planean, financian y ejecutan la política de exterminio.  Más de una institución contratista que desee preservarse asépticamente contra la irrupción de esta temática en el seno de los que son acompañados psicosocialmente, se ve abocada a suspender su intervención o, cuando menos, a adaptarla a la política de simulacro desde la cual ha sido contratada. 

Las entidades que financian programas de atención psicosocial usualmente descuidan a este respecto la auditoría profesional necesaria y adecuada.  Como si la complejidad de la afectación se resolviera con simulacros de proyectos productivos (que ni siquiera cumplen con objetivos de terapia ocupacional), con simulacros de perfiles epidemiológicos y con simulacros de tratamiento a través de la consulta individual restringida a un mínimo de sesiones cuando no amparada por recomendaciones de tipo farmacológico de innecesario uso y, en caso contrario, de imposible acceso a los pobladores. 

Callar deliberadamente a este respecto es la mejor manera de poner los conocimientos y las habilidades profesionales al servicio de la política de exterminio que se está realizando lenta pero sostenidamente.  Un silencio al respecto no busca otra cosa que la de no inoportunar la relación con una interventoría  que opera, voluntaria o involuntariamente, al tenor de esa política. 

En el caso de que se elija el silencio, la comodidad del trabajo contrastará inevitablemente con el hecho de que la subjetividad de los pobladores expulsados está en condiciones de acceder a descubrir la patraña que los conmina a objetivarse en el proceder siniestro del simulacro y la negación deliberados.  La renuencia, cada vez más explícita y feroz, a participar de los rituales burocráticos de encuesta, censo y diagnóstico situacional, no es más que la primera manifestación de una resistencia que proviene no de la incapacidad constitucional de los afectados como si de la lucidez de la que es capaz de dar cuenta todo ser humano cuando descubre que es utilizado como un medio y no que es tratado como un fin.  Un segundo momento de esta resistencia, es cuando los expulsados comienzan a desconfiar de aquellos que se postulan como voceros o intermediarios de ellos en los distintos comités conformados para dar participación a los afectados pero en los cuales comienzan a sentirse tratados como convidados de piedra.  Es entonces cuando las ofertas de tales voceros ingresan al orden de lo rutinario y de lo insulso, todo esto acompañado de estadísticas inventadas y reportes mentirosos de gestiones que no se están haciendo pero que en el papel aparecen como reales. 

VI.

Existen modos de realizar acompañamientos que propicien la recuperación del estado de ánimo necesario para superar los efectos aniquilantes de las acciones de exterminio.  El primero de todos consiste en reconocer abiertamente que se trata de tal cosa y no continuar colaborando mediante la promoción de eufemismos.  Toda la labor tiene que enfocarse entonces en la perspectiva de una política de resistencia activa contra el exterminio.  Implica poner en el centro de la discusión, los fundamentos conceptuales desde los cuales autores intelectuales y funcionarios venales propician el ejercicio de la tenaza que corta cabezas empleando toda clase de procedimientos. 

Implica trabajar en la perspectiva de reconocer de qué manera se participó, por acción o por omisión, en la eficacia de los exterminadores, esto es, recuperar la subjetividad contra la tendencia de los colaboradores de los exterminadores a considerar al afectado exclusivamente como víctima.  Implica rechazar de plano toda oferta que parta de la promesa de satisfacción sí y solo sí me acepto como víctima. 

Implica renunciar activamente a asistir a toda forma de organización cuya política, administración y vigilancia no se encuentren ejercidas directa y responsablemente por aquellos a  quienes se convoca.  Implica denunciar todos aquellos foros, seminarios y talleres que, invocando el tema del desplazamiento, se nieguen a colocar entre sus organizadores y administradores a los afectados mismos. 

Implica denunciar toda política tendiente a maximizar la escandalosa situación del expulsado y a minimizar la participación del mismo en el diseño y ejecución de otra política. 

Implica disponer de procedimientos en los cuales la constitución de espacios de soporte sea uno de los fines especialmente considerados en la perspectiva de su permanencia.  Estos espacios soporte deben apelar a la restauración de aquellas formas de organización  e intercambios cotidianos que tenían vida en las comunidades antes de que se produjera la expulsión.  Lo artificial podría ser una característica que evidenciara un contraste entre la realidad pasada y la situación presente, pero esa artificialidad no hay que considerarla propiciadora de la obturación de procesos de existencia de tejido social, sino, por el contrario, ella misma estaría conminada a dar cuenta de la fuerza de esas formas de organización e intercambio cotidianos, puesto que la afectación no solamente involucra a los sujetos sino también a la extensión de la relación con los demás.

Implica, finalmente, proponerse partir de lo no sabido como guía que ampare todo proceder destinado a precisar la singularidad de la realidad sobre la cual operamos.  La crítica sistemática a todas las formas de objetivación de los afectados, debe contar con la apelación a la subjetividad de los mismos y, por supuesto, de quienes trabajamos con ellos.

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