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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

A PROPÓSITO DEL II TOMO DE LA HISTORIA DE LA MEDICINA EN COLOMBIA

DE PEORES TIEMPOS PASADOS
Y
DE TENTACIONES ACTUALES

En Haití no cesa de temblar, tampoco en el resto del continente.  Tiembla la tierra, chocan las ideas.  

Al tiempo que la  hipótesis “chavista” era refutada por la  mediática histérico-burguesa, un predicador evangélico promulgaba a los cuatro vientos su propia explicación: con el terremoto, los haitianos están pagando el pecado de haber pactado con el diablo para emanciparse de la Francia napoleónica hace más de doscientos años, inmediatamente después de la independencia de Estados Unidos.

Que la primera haya sido avalada por miembros de la comunidad científica mundial no ha sido tenido en cuenta por ninguno de los medios que la han tomado como una prueba más de la enfermiza mente del ciudadano presidente venezolano.  No deja de asombrarnos la condición alfabetizada de un terremoto que ocurriendo bajo una misma restringe su catástrofe a un solo país.

La segunda explicación sirve como elemento suficiente para escribir este ensayo-reseña acerca de una publicación reciente, el segundo tomo de la Historia de la Medicina en Colombia[1], siempre bajo la Coordinación General del Doctor Emilio Quevedo V., publicado por Tecnoquímicas S. A. y que el Doctor Gustavo Ochoa ha tenido la amabilidad de hacernos llegar.

En este ensayo me propongo resaltar el acierto fundamental de esta publicación, sobre todo de su primer capítulo, “Las viruelas: castigo divino y calamidad pública, 1782”, y que paso a consignar de inmediato.  Esta fecha, con los sucesos registrados por los historiadores, puede considerarse el momento en que una concepción religiosa acerca de las causas de las enfermedades es relevada por otra, procedente de la influencia de la Ilustración, relevo que permitió combatir con eficacia la epidemia de viruela que se incrementaba más y más mientras se elevaban plegarias, se realizaban misas –“ojalá cantadas”- y rogativas, como única forma de afrontamiento.

Para tal propósito resulta benéfico el siguiente proceder: en primer lugar, presentar algunos aspectos correlativos a la influencia de la concepción religiosa, sobre todo, en lo referente al trato dispensado a los comportamientos de ciertas personas; en segundo lugar, presentar los principales hallazgos del capítulo mencionado en este segundo tomo de la Historia de la Medicina en Colombia y que prueban la confluencia temporal entre la insolvencia de aquella concepción y la aparición de la nueva influencia; finalmente, señalar que en los actuales momentos se cierne sobre nosotros una grave amenaza procedente de una cierta revalorización de aquella concepción antigua y que el tele-predicador norteamericano se ha encargado de explicitar a propósito del terremoto que ha asolado a Haití.


NOMINAR LA ENFERMEDAD, CASTIGAR LA HEREJÍA

Nombrar la enfermedad quiere decir, precisarla: entre otras cosas, señalar sus causas. Para la concepción religiosa la enfermedad no solamente es castigo divino, también es prueba de las consecuencias de practicar pactos con el demonio o de ser poseído por él.  En el primer caso, estaban las brujas, en el segundo los melancólicos.  Parece que el diablo se regocijaba en el humor negro de los deprimidos, aunque tanto a estos como aquellas, solía penetrar por el recto.    

Con base en la consideración de que los comportamientos considerados anormales, “cunden como el cáncer”, es decir, enferman al rebaño, se justificó la creación de los Tribunales de la Inquisición, todavía actuales a través del Tribunal del Santo Oficio, del que fuera jefe Joseph Ratzinger, el actual Papa. 

Su encargo era, ante todo, sanitario: investigar, perseguir, juzgar y castigar (con su “cauterio riguroso”) “a los convictos de judaísmo, luteranismo, otras herejías y a los mahometanos, adivinos, nigromantes, renegados, brujas, interpretadores de sueños, ‘solicitantes’, blasfemos, ‘ayudados’, bígamos, poseedores de libros prohibidos, etc.”[2].  Por millares, muchos enfermos mentales fueron considerados convictos de cualquiera de las características señaladas, frecuentemente de pactar con el demonio y estar poseídos por él.

La confesión y la delación eran lo que debían practicar quienes fueran citados por el Tribunal, so pena de excomunión.  Las justificaciones para castigar a los acusados amparaban el uso de las más refinadas y sádicas formas de tortura que la humanidad haya conocido, todo bajo la consideración de que el pueblo de Dios debía ser protegido de la nociva influencia del demonio.  Decimos que las suyas eran medidas sanitarias pues la disensión, junto con el carnaval, debilitaban el necesario temor de Dios, condición indispensable para la manutención del status quo medieval.  Una magnífica argumentación de este tipo se encuentra detallada en el diálogo entre Jorge de Burgos y Guillermo de Baskerville, en la novela de Umberto Eco, El Nombre de la Rosa.

No obstante, con todo y que su crueldad primero hacía parte de un espectáculo que congregaba, frenética, a la multitud, los Tribunales del Santo Oficio terminaron granjeándose todo el odio que merecían por parte de aquellos que al principio los celebraban. Más que su crueldad, fue la práctica generalizada de la delación la que tuvo que ver con esa transformación de aquiescencia en odio. Esto llevó a que un Gregorio Marañón escribiera:

“… lo que suscitó el odio de todos y lo que acabó con su crédito desde muchos tiempo antes de que fuera abolida, no era su pretendida crueldad, sino el haber fomentado la delación, el haberla dignificado, considerándola como servicio a Dios, con lo que se hincharon, como esponjas en una cenagal, las malas pasiones de la humanidad resentida”.[3]

Lo que menos combatió el Tribunal de la Inquisición de Cartagena fueron los casos de herejía o de judaísmo.  Fueron muchas prácticas, sobre todo las prácticas sanitarias de la población las que obtuvieron mayor atención vigilante por parte de los inquisidores que, validos de su pensamiento premoderno, juzgaban a las mismas como actos de hechicería. 

El primer auto de fe en el Nuevo Reino, se llevó a cabo el 2 de febrero de 1614 sobre las siguientes personas: Juan Lorenzo, María Ramírez, Isabel Noble y Francisca Mejía, todos acusados o bien de usar la oración católica pero “mezclada” con invocaciones demoníacas, o bien de emplear palabras para “desenojar”, habas para adivinar el porvenir, conjuros amparados en invocaciones de santas y de santos, etc.  Todos ellos fueron condenados a destierro y a recibir entre cien y doscientos azotes.

En otros casos se castigó el comportamiento de ciertas mujeres, como lo recuerda Pedro Gómez Valderrama, a propósito del Edicto de Fe promulgado para instaurar la Inquisición en Cartagena, que trata de aquellas mujeres fáciles

“que se salen al campo de día y otras veces a deshoras de la noche y toman ciertas bebidas de yerbas y raíces con que se enajenan y entorpecen los sentidos y las ilusiones y representaciones fantásticas que allí tienen, juzgan y publican después por revelación o noticia cierta de lo que ha de suceder…”[4]

Esto era competencia no de los médicos sí del Inquisidor quien establecía que dicho comportamiento no podía proceder sino por los actos de lujuria y concupiscencia de la mujer con el demonio y que debían ser castigados con la severidad requerida. 

La opinión religiosa no era unánime al respecto. Voces como las de un Pedro Claver fueron desestimadas por los inquisidores. Este sacerdote había advertido que “(la brujería) proviene del injustificado recelo de una raza contra la otra y parece la irracional defensa del esclavo primitivo contra quienes le subyugan”.[5]  La Inquisición necesitaba probar que todo no era más que obra del Diablo.  Como instrumento político llama la atención que no incluyera a los indígenas nativos en sus procesos, recayendo todo el peso de su acción sobre las dos culturas extranjeras a estos territorios: los blancos y los negros, que trasladaron a América los enfrentamientos surgidos desde el momento en que los primeros consideraron que la divinidad los autorizaba a esclavizar a los segundos a la par que, con Santo Tomás, consideraban que los indígenas nativos de estas tierras carecían de alma.
LA ENFERMEDAD: DIVINIDAD Y NATURALEZA

Pero en todo esto hay que celebrar el hecho de que una acusación ante la Inquisición contra José  Celestino Mutis, en 1775, no prosperó.  Se le había acusado por haber sostenido opinión favorable a las tesis de Copérnico en el Colegio de el Rosario, tesis que parecían heréticas a los domini-canos (domini y canes: perros de Dios) que, desde Sprenger y Kramer, autores del Malleus Malleficarum (o Martillo de las Brujas), fueron los responsables de establecer los casos de posesión demoníaca y de herejía, para ser juzgados por el Tribunal de la Inquisición.  Parece que las disensiones en el seno del Tribunal de Cartagena, impidieron que el juicio prosperara, por lo que el expediente fue enviado a España en donde se archivó[6].

Y hay que celebrarlo porque la participación de José Celestino Mutis sería fundamental en el combate de la epidemia de viruela que azotaría al Nuevo Reino de Granada en 1782, siete años más tarde.  La presencia simultánea de un Arzobispo-Virrey, Antonio Caballero y Góngora y un científico como el sabio Mutis, dio cuenta de una cierta formación de compromiso entre la concepción religiosa de la enfermedad y la concepción procedente de la Ilustración.  La concepción religiosa, como veremos, no había desaparecido radicalmente de la mente de ambos, pero los dos estarían de acuerdo con que era preciso probar otros métodos.

Se destacaba la  explicación de quien al mismo tiempo hacía las veces de Arzobispo y Virrey, Antonio Caballero y Góngora.  Autoridad eclesiástica y civil al mismo tiempo, un año atrás había firmado las capitulaciones con los rebeldes comuneros que fueron desconocidas inmediatamente por estos y por la autoridad española.  Se caracterizó por aplastar la rebelión mediante la combinación de todas las formas de lucha, incluyendo el asesinato de Galán y la exposición de sus partes corporales por todos los territorios posibles para escarmiento de los sobrevivientes.

El capítulo primero de la Historia de la Medicina en Colombia cita apartes de una pastoral que el Arzobispo-Virrey dirigió al clero de su diócesis, el 20 de noviembre de 1782, con motivo de la epidemia de viruela que asolaba sus tierras y en la que exponía su convicción de que la epidemia “era consecuencia de los defectos morales, el pecado y la ingratitud de los pobladores…” (Léase la revuelta comunera que al grito de ¡Unión de los Oprimidos contra los Opresores! fracasó en su intento por llegar desde Charalá y otros lugares hasta Santa Fe de Bogotá).

En uno de esos apartes de su pastoral el Arzobispo-Virrey escribió:

Mucho afligen a la comunidad los castigos generales, que de tiempo en tiempo acostumbra enviarle la Divina providencia para despertar a los mortales, y sacarlos del profundo letargo en que suele sumergirlos una continuada prosperidad.  Guerras, hambres y pestes son las visitas del señor en el sentido de las Santas Escrituras para manifestar a los pueblos sus enojos (…) Si en el tiempo presente se halla rodeado de este Reyno de las tristes resultas de los dos primeros, y amenazado de la proximidad del último; la ingratitud de sus havitantes havra llegado a tal extremo que necesite de tan eficaces como dolorosos recuerdos, (…); tanto mas terrible en este Reyno por haverse apresurado a atesorarse las iras de Dios en estos últimos días”.[7]

La desobediencia a Dios y al Rey era la causa de la enfermedad.  El sabio Mutis mismo escribía:

“Me persuado que unas miserias y castigos tan visibles por las pasadas revoluciones y escándalos servirán en mucha parte a purgar las delicias anteriores y hacer reconocer a estas gentes la legítima dependencia que deben inviolablemente guardar a su Dios y al rey que felizmente los gobierna”[8]

Siendo esa la causa, entonces el remedio no podía ser  otro que incrementar las rogativas, las misas, los rezos y todos los actos de piedad que consiguieran obtener clemencia de la divinidad castigadora.  Por supuesto que la epidemia, en lugar de contenerse, se incrementó notablemente, por lo que fue necesario introducir otra clase de medidas sanitarias  que a la postre sí lograrían contener su extensión. 

Afortunadamente para la humanidad de estas latitudes, la epidemia obligó a descreer en la eficacia de los actos de fe y posibilitó la difusión de ideas laicas que relacionarían la enfermedad con las condiciones sociales de las personas, con sus hábitos higiénicos y con las enfermedades en general.  La calidad del agua, la recolección de basuras y el estado de los mataderos y de los cementerios, irrumpieron entonces como objetos de atención y de análisis, dada su relación con las enfermedades. 

Todo esto llevó al Arzobispo-Virrey a permitir que se tomaran medidas que “poco tiempo atrás habrían sido impensables”[9].  Por tal razón ordenó reproducir un Método que se había publicado en México, titulado Méthodo General para curar la viruela, que ya había reportado buenos efectos  en México y en Cartagena.  Habiendo recibido el visto bueno del sabio Mutis, las medidas allí recomendadas fueron puestas en práctica inmediatamente, revelando su eficacia al disminuir la extensión de la epidemia. 

Dicho Méthodo retomaba la tradición hipocrática según la cual al médico le correspondería crear condiciones favorables para que la naturaleza recuperara el equilibrio previo a la epidemia.  Acciones vomitivas, lavativas con diversas yerbas, reposo en cama con buen abrigo, corte de pelo, bañado de pies dos veces al día, prohibición del consumo de carne, prescripción de régimen vegetariano eran, entre otras recomendaciones precisas, las prácticas a seguir.  Incluso contenía medidas destinadas a contentar al paladar de los niños enfermos con manzanas cocidas, dulces de frutas, leche hervida de vaca y pan remojado en la leche para atenuar el efecto de la falta de carne.

Por el lado ambiental e individual se recomendaba la aireación adecuada de las habitaciones, el cambio de postura del paciente, el mucho aseo y limpieza, el drenaje permanente de las heridas purulentas. Con la mejoría, se autorizaba el consumo de caldos, el uso moderado de carne, la leche de burra (para los pobres la leche de cabra).

Como se puede observar, la medicina no hacía más que introducir un orden y una secuencia en el manejo de la enfermedad, ya que las poblaciones practicaban desde siempre muchas de esas medidas sabiendo ellas mismas de las limitaciones provenientes de los métodos recomendados por la Iglesia.

Pero habría de llegar un tratamiento, de origen probablemente chino, llamado la inoculación*, en virtud del cual se pudo contar con un instrumento contundente para combatir la viruela, ya no desde el punto de vista curativo sino profiláctico.  La inoculación era un procedimiento mediante el que se realizaba una pequeña herida en la piel de las personas sanas sobre la cual se aplicaba pus de los variolosos, produciendo una enfermedad netamente localizada capaz de inmunizar contra la generalización de la misma.

Fue pues el descubrimiento de ese instrumento más las medidas previamente citadas, las que condujeron a la detención del avance de la epidemia de viruela. El mismo Arzobispo-Virrey, asesorado por Mutis, tuvo que reconocer la pertinencia salvadora de estas medidas por sobre la creencia de que con  rogativas, rezos y misas se podía  detener la epidemia.

Vistas las cosas que acabamos de citar, resulta que la acción de un Arzobispo-Virrey como Caballero y Góngora con la asesoría de José Celestino Mutis, da cuenta de una entrada en crisis del concepto hegemónico y dominante acerca de las causas de la enfermedad. 

Es a la influencia de la Ilustración que debemos la decisión política de combatir la epidemia de viruela apelando al uso de instrumentos procedentes de la tradición popular y de la medicina de la época, que ya desde el renacimiento se beneficiaba con la influencia de los avances médicos producidos en culturas que, como la árabe y la china, no habían recibido la influencia inquisitorial del medioevo europeo.

Esto implicaba tomar distancia de la concepción que demonizaba los saberes populares y la que consideraba innecesario, cuando no satánico, el saber médico.  El primer capítulo del segundo tomo de esta Historia de la Medicina que ha provocado nuestro ensayo, nos da a conocer de qué modo esta crisis en la hegemonía del saber de la época, posibilitó la emergencia de lo público, dado que el enfrentamiento de la viruela necesariamente dependía de la educación de la población, de su anuencia a practicar las prescripciones promovidas por el estado mismo, lo que implicaba el nacimiento de una especie de nosopolítica reflexionada o política de salud pública en tanto que la enfermedad no solamente se concebiría como problema médico sino como un problema público y que no se restringía a lo curativo incluyendo la prevención como intervención fundamental.  Amparados en Renán Silva y Michael Foucault, los autores resaltan el carácter de intervención estatal fructífera en el manejo de las enfermedades.  Así quedaba configurada una división propia de los estados modernos según la cual la higiene pública es un asunto político (de responsabilidad estatal) mientras que la higiene privada es un asunto de las personas.  La postmodernidad nos traerá una nueva realidad a este respecto, toda vez que, de manera acelerada, muchos comportamientos individuales están pasando a hacer parte de asuntos de higiene pública.

La Ilustración, destacan los autores de este primer capítulo, propuso una nueva concepción del mundo y, con ella, de la enfermedad: esto es, un nuevo conjunto de ideas y de pensamientos que dan cuenta de la realidad de un modo radicalmente distinto a la concepción que imperaba.  Consiguiendo conjugar los postulados racionalistas y empiristas con paradigmas metodológicos relacionados con la revolución científica propiciada por Galileo y Newton en el siglo XVII, estas ideas, se puede decir, colonizarían la medicina del siglo XVIII  que recogería los hallazgos de un Thomas Sydenham, en Inglaterra y de un Hermann Boherhaave en Holanda, y  la llevarían a redefinir sus relaciones con el individuo, la sociedad y el Estado.

Poner en duda las acciones humanas, las ideas, las formas de llevarse a la práctica las mismas, sus efectos en los seres humanos, las formas de organización social y sus justificaciones, pareció ser el imperativo ético y político de los iluministas.  La preocupación por esta vida, por la calidad en esta vida, se contrapondría definitivamente con el afán medieval de salvar el alma. 

CODA

Definitivamente y contra un pensar que amenaza con volverse, otra vez, reinante, todo tiempo pasado no fue mejor.  Intentando mejorarlo la humanidad lleva unos pocos siglos, a lo sumo tres.  No le adjudiquemos a tal infante la culpa por lo peor que haya podido pasarnos.  Hoy sentimos el trepidar de  clarines que anuncian como salvadora una nueva espada flamígera que restituirá los reinos desaparecidos. Son los restos que aun quedan de ese tiempo en que todo lo humano se consideraba procedente del demonio: se han infatuado con los yerros de lo que prometía redimirnos del servilismo y la esclavitud, se postulan representantes de una nueva concepción que no es otra que la misma y ya conocida pero remozada por afeites que también propicia el desarrollo tecnológico.

En el trasfondo de sus pregoneros podemos entrever las imágenes del odio que los habita y los enferma.





[1] Quevedo V., Emilio (Coord. General): Historia de la Medicina en Colombia, T. II (De la Medicina Ilustrada a la Medicina Anatomoclínica [1782-1865]),  Ed.  Norma, Colombia.
[2] Roselli, Humberto: Historia de la Psiquiatría en Colombia, T. I, Ed. Horizontes, Bogotá, 1968, p. 56
[3] Citado por H. Roselli en Op. Cit., pág. 39
[4] Gómez V., Pedro: Muestras del Diablo, Ediciones Mito, Bogotá, 1958.  Citado en Roselli, H., Op. Cit. pág. 42.
[5] Picón Salas, Mariano: Pedro Claver, el Santo de los Esclavos, Ed. Aguilar, Bogotá.  Citado en Gómez V., P., Op. Cit.
[6] Roselli, Humberto, Op. Cit., p. 56
[7] Quevedo, Emilio, Op. Cit. pág. 2
[8] Ibidem, pág. 2
[9] Op. Cit. Pág. 3
* El historiador de la obra que citamos explica con pertinencia que la inoculación se diferencia de la vacunación, método inventado por Edward Jenner en 1796, aunque a ambos se les considera tratamientos preventivos.

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