REFLEXIONES CON RELACIÓN A NUESTRA EXPERIENCIA DE TRABAJO EN TRUJILLO, VALLE DEL CAUCA
A raíz de nuestra participación como psicoanalistas en el Proyecto Rescate Simbólico de Opción de Vida, tuvimos oportunidad de plantearnos a nosotros mismos una serie de problemas que apuntan todo el tiempo a pensar la inevitable tensión que se produce entre la conceptualización de la tragedia por la que atraviesa nuestro país y los modos de asumir respuestas conducentes a superar los efectos producidos en la subjetividad de los pobladores.
Diez años después de ocurridos los hechos que se agruparon bajo el significante “la masacre de Trujillo”, fuimos invitados a participar en el proyecto mencionado; la demanda que nos fue formulada apelaba a un diagnóstico realizado por el Equipo responsable: “en Trujillo, el duelo, no ha sido elaborado”.
Teníamos, por lo pronto, que reconocer que, al respecto del duelo, el significante Amo (el discurso de la ciencia), ha sido prolífico en la producción de apreciaciones que no cesan de repetirse sin descanso y de ser repetidas para los consumidores de periódicos y revistas en el mundo. Y que, después de todo, elaboración del duelo se ha constituido en ingrediente rutinario del sentido común a partir de lo cual se justifican diversos modos de atender a los afectados con propuestas de intervención en las que la abreacción y la catarsis, comandan las estrategias.
Cuando nosotros llegamos a la población, respondiendo a la demanda y precedidos por diversas lecturas que habíamos realizado con respecto a lo ocurrido en Trujillo, no pudimos menos que llevarnos la sorpresa ante el contraste que se nos presentaba entre la demanda del Equipo de Trabajo y el empeño en el que se encontraban los familiares de las víctimas de la masacre: la construcción de un Parque Monumento dedicado a mantener viva la memoria de lo acontecido. ¿No teníamos, acaso, allí, en esa construcción que aun se encontraba en obra negra, una prueba de que los afectados si estaban en proceso de elaboración del duelo? Propósito colectivo que había agotado las existencias monetarias de la Asociación de Familiares de las Víctimas de la Masacre de Trujillo (AFAVIT), y que se encontraba en suspenso debido tanto a esta razón como al hecho de que no todos los pobladores de Trujillo concedían su beneplácito y su concurso con la obra.
En lugar de detenernos a considerar si este en suspenso era la representación arquitectónica de una suspensión en la elaboración del duelo, tuvimos allí una oportunidad para preguntarnos, más bien, por la importancia que los familiares de las víctimas conceden a la memoria de lo acontecido, memoria con la que demostraban cierta capacidad para salir de las tribulaciones paralizantes de la rememoración de la tragedia, para dar paso a la construcción de un símbolo mediante el cual toda la población se instalara en el recuerdo.
El hecho en sí, más que disponernos a la consideración acerca de si el duelo estaba en proceso de elaboración o no, lo relacionamos con el modo en que se expresa la política de final de conflictos armados, cuando ninguno de los contrincantes está en capacidad de vencer al otro: nos referimos a la llamada política de perdón y olvido.
Cero recuerdo, ideal a cuyo amparo no queda otro remedio que la represión, imposibilidad que nos devuelve a la inclusión del ser humano en la tragedia de una existencia mediante la cual allí donde busca la felicidad, encuentra la memoria que lo relanza a la limitación de sus alcances. Y no obstante demostrarse día a día que esto es así, que todo olvido resulta tan imposible como toda memoria absoluta, la dialéctica entre los afectados por los violentos y los ideales de estos últimos, se realiza en el aquí y el ahora de la tragedia y se repite en el allá y el entonces, a futuro, en el evento de que efectivamente se logre un acuerdo de paz satisfactorio para todas las partes.
Mucho nos tememos que la insistencia con que se habla en la actualidad de pobladores afectados por un conflicto en el que “nada tienen que ver”, se devolverá como bumerán al momento en que instaurado el perdón y el olvido, pasen a reclamar al Estado el resarcimiento a su afectación y se encuentren con la respuesta de que habiendo insistido en que ellos “nada tenían que ver antes”, tampoco “nada tendrán que ver ahora”. Y la precariedad en que habrán quedado las arcas del Estado, fruto de la sumatoria siniestra de la guerra y de la corrupción, será justificación de la que se valdrán los responsables de la guerra para desatender las solicitudes de resarcimiento. Perdonar y olvidar serán entonces, los imperativos “éticos” a que deberán someterse todos los que de algún modo esperan recibir indemnización por los daños causados en su vida, en su honra y en sus bienes.
El “nada tenemos que ver” no es otra cosa que la amplificación de las palabras expresadas por millares de víctimas en el uno a uno de su propia mortificación agónica: apelación desesperada a propiciar en el victimario una duda con respecto a la justeza de su acto. Si logro convencerle de que “yo no tengo nada que ver”, él desviará el cañón de su fusil a otro cuerpo, a otra existencia, incluso, a sí mismo. Pero el repetirlo muchas veces, es decir, el haber sido escuchado millares de veces por los victimarios, en lugar de haber logrado atemperar la ferocidad de estos, les ha fortalecido la convicción de estar ejerciendo actos justos y de que la suya es una acción destinada al bienestar de todos. Apelaciones inocuas. Sumadas a las otras (a las de que “yo soy padre de familia”, “yo me comprometo a servirles a ustedes si me perdonan la vida”, “estoy embarazada, etc.”), nos presentan a los victimarios como sordos a razones, imperturbables, convencidos apasionadamente de que la vida consiste solamente en que es preciso cumplir con las órdenes recibidas.
Pero ¿incapaces de memoria? Si apelamos a las razones con las que los profesionales de la tramitación violenta de los conflictos justifican sus acciones, la memoria está contenida en sus palabras, como habitante imperecedero que jamás se exime de acudir a la cita a la que es convocada para efectos de atemperar la severidad del juicio de los espectadores. Un asesino de niños resulta capaz de expresar en palabras que guarda la memoria de los abusos a que fuera sometido en su infancia, para “explicar” a los demás por qué su acto.
Víctimas y victimarios, comparten pues la apelación a la bondad de sus verdugos y de sus jueces, a la piedad y a su humanidad, para tratar de ponerse a salvo de la mortífera ferocidad de sus actos o cuando menos, atenuar la severidad del castigo. Lo que resulta llamativo es el hecho de que solamente los victimarios son quienes tienen éxito en su empeño, las víctimas no.
Si mágicamente pudiéramos situarnos en ese pasado del que antes se nos decía era real en nuestro país (país libre, bondadoso, armónico, sin guerrillas ni bandidos….), el procedimientos nos colocaría ad-portas de lo que es hoy presente: un contenido de nuestro pensamiento seguramente nos revelaría lo actual como imposible, y nuestro pensamiento estaría habitado por una ausencia, lo imposible, lo impensable. Lo impensable, sí, que ahora se ha vuelto posible, y quienes se representan la vida como un ascenso permanente del ser humano hacia la felicidad, el progreso, tendrían en un ejercicio de esta naturaleza, oportunidad para asumir con responsabilidad su contribución al actual estado de cosas.
Sujetos, también en falta, como todos, son responsables de las consecuencias derivadas de su decisión de borrarse como sujetos. Desprovistos de los abalorios con que pretenden cubrir la falta que los constituye, su desnudez les revelaría la causa de sus modos de proceder: entonces accederían a una memoria, la de su constitución, posible y pensable más allá del placer y de la realidad con los que conviven. De nada valdrá que presenten sus acciones pasadas como fruto de una necesaria y justificada manera de instaurar el tipo de orden que consideran coherente con los principios que invocan. Y esta responsabilidad, visible solamente a condición de asumir la desnudez mediante el envío de las vestimentas con que uniformaron sus respectivas ideologías al lugar que se merece toda vestimenta color “caqui”, no es solamente la de los victimarios, también es de las victimas, quienes han (hemos…) aceptado sumisamente la instalación en el “nada tenemos que ver”, que es, como ya expresamos, la instalación en la inutilidad de las palabras.
Sumisa -cuando no porfiadamente, hemos aceptado el mutismo, el silencio, la quietud y la indiferencia, como formas mágicas de impedir vernos afectados por una realidad en la cual ha sido justamente el silencio, el mutismo y la indiferencia los que han contribuido a que en la apelación a la bondad de los castigadores solamente los victimarios hayan tenido éxito. El nuestro no es el malestar de la cultura sino el malestar de la barbarie, en tanto que es a los “que nada tienen que ver” a quienes toca buscar refugio y asilo toda vez que los que “tienen que ver”, se desplazan sin obstáculos y a la luz del día por todo el territorio nacional sin que en su horizonte aparezca la contención necesaria para poner a salvo a los “que nada tienen que ver”.
Llevado al extremo de lo concreto, no tener que ver nada es la ceguera. Des-metaforizar la expresión nos apura para encontrar en la memoria otra manera de relanzarnos a la vida. La lógica de hoy, la de que todo es posible, revela que la barbarie no solamente se ha entronizado sino que es ella la que se ha constituido en autoridad verdadera. Lo que prolifera es la estulticia de las autoridades que dicen estar a las órdenes de una Ley escrita por lo cual no gratuitamente es denominada “letra muerta”. La ley, como el espectro en Hamlet, retorna en las alucinaciones de los ciegos provista del afán vindicativo para obtener la reparación de esa falta en la cual todos, víctimas y victimarios, nos hemos dispuesto para denegar a todo trance. Quizás nos asusta encontrarnos de repente que en la constitución de nuestra realidad psíquica, la bondad, la piedad, la solidaridad y el deseo de vivir en paz, estén presentes. Nada resulta más abominable para la ferocidad del victimario, que la reaparición en lo real de aquello que testimonió como debilidad y como prueba de feminidad. Nada resulta más abominable para quien se ha complacido en la reducción de la condición de sujeto a la de víctima, que la reaparición en lo real de un mundo al que jamás podrá apelar como explicación a los sufrimientos que al mismo tiempo que le agobian, se aferra a ellos como una tabla de salvación de sus propias culpas.
Hay quienes delinquen por sentimiento de culpa, sí, pero también hay quienes aceptan la humillación y el oprobio por la misma razón. Si todos somos culpables, entonces todos somos víctimas… y victimarios. Si no podemos vivir los unos sin los otros, entonces ¿por qué matarnos y por qué aceptar la muerte repetida, asalvajada, seca? La memoria inevitablemente a todos nos habita junto con el olvido: o bien todos tenemos la razón o la sinrazón, al vuelo del desvarío no llegaremos a otra parte distinta que a ninguna. Hemos de acordar entonces no que el duelo no haya sido resuelto, elaborado; al contrario: el duelo en el que estamos atrapados los colombianos está siendo elaborado por nosotros de esta manera, así, tal como ocurre, tal como lo describa cada uno de nosotros, en coincidencia o en discrepancia con otras versiones. Habiendo entonces demostrado su inutilidad para reparar la herida a la que apelamos con nuestra memoria para justificar nuestras acciones o nuestras omisiones, ¿de qué sirve que perseveremos en repetirnos día a día en una acción inútil para proveernos del bienestar que anhelamos?
Santiago de Cali, mayo de 2000
1Psicoanalista, coautor del libro “duelo, acontecimiento y vida”, ESAP-Vicepresidencia de la República-Colciencias , Santa Fe de Bogotá, Marzo de 2000. Los otros autores son: Rodrigo Solís, Martha López, Enrique Velásquez.
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