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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

DE NUESTRO PROPIO DESASTRE -DUELOS SIN CONSUELO

Ponencia de Eduardo Botero en la Universidad San Buenaventura.  Martes 27 de octubre de 2009.


DUELOS SIN CONSUELO: MÁS ALLÁ DEL ALIVIO

INTRODUCCIÓN

Existe una marcada tendencia a incluir las víctimas de la violencia en el estrecho marco de la salud y de la enfermedad.  Estamos obligados hoy a preguntarnos tanto por las consecuencias de esa inclusión, a todas luces forzada, como de las razones que la animan, a todas luces deliberadas.

Nuestra experiencia en el trabajo del llamado acompañamiento psicosocial con las víctimas de la violencia siempre se ha enmarcado en la que creemos una obligación ante todo ética: problematizar esa tendencia estableciendo que, en primer lugar, al reducir la condición subjetiva de los afectados al estatuto exclusivo de víctima, se comete un segundo atentado contra ellos y, en segundo lugar, preguntándonos acerca de la felicidad con que el Estado celebra no solamente esa reducción sino que, incluso, la reduce aun más al ámbito de la pura cifra estadística. 

Con esta ponencia me propongo hacer un ejercicio de repetición de la meditación reflexiva que iniciamos en 1990, trabajando en Carmen de Bolívar con sobrevivientes de una masacre en El Salado, anterior a la que ha quedado registrada por el Comité para la Reparación de las Víctimas y que este ha reportado en un libro que lleva por título la declaración acerca de una guerra que no era de los ciudadanos afectados.

Sabemos, por el psicoanálisis, que contra toda apariencia, la repetición siempre es imposible.  En tanto que compulsión, remite a sus respectivas fuentes, metas e intensidades.  Pero la escucha atenta la sabe imposible y solamente una escucha superficial la lleva a confundir con el automatismo. 

Quiero, sobre todo, establecer en esta nueva vuelta de tuerca, tanto los mitos fundadores como los obstáculos con respecto de los cuales se ha revelado enredada una práctica que en la actualidad me ha llevado a privilegiar el trabajo con aquellos que, día tras día, de modo heroico e irreductible, se valen de sus conocimientos profesionales para acompañar a las poblaciones que habitan en los territorios que han sido escogidos por los amantes de la guerra para realizar su cópula siniestra con la muerte.  Espero su autorización benevolente para rendir hoy un homenaje con el equipo de psicólogos de Médicos sin Fronteras que realizan su trabajo a diario, en varias partes del país, pero particularmente con aquellos que lo llevan a cabo en las inhóspitas selvas del Catatumbo.

Considero que el libreto de una verdadera y efectiva intervención psicosocial no puede ser otro que el que sea acompañante del propósito de establecer la verdad de lo sucedido, obtener la justicia obligatoria y conseguir la reparación a satisfacción.  Todo propósito psicosocial que banalice este obligado contexto, no hace otra cosa que colaborar con las mentes y los instrumentos que han hecho posible esta verdadera catástrofe de la humanidad.  Perdemos a veces esa perspectiva: lo que ha sucedido entre nosotros no solamente nos concierne a nosotros mismos, sino que aquí, en esta esquina del continente, la humanidad puede ver lo que le espera a toda ella si no hace nada por contribuir a que se suspenda. 

NUDA VIDA Y VIDA QUE NO MERECE VIVIR 

La guerra duele, entre otras razones, porque divierte a los vencedores y avergüenza a los vencidos. 

Porque se la desea existe todo un complejo militar-industrial-mediático dispuesto a realizar todo lo que sea menester con el fin de satisfacerse.

Un complejo que, inextricablemente unido al dispositivo de poder, cumple simultáneamente dos misiones: usufructuar sus beneficios y garantizarse el modo de que dicho usufructo no cese de perpetuarse. 

No debemos confundir diversión con entretenimiento.  El complejo militar-industrial-mediático procura re-creación ininterrumpida del dispositivo de poder y para ello requiere de hacer suyo el servicio de las ciencias, las artes y las religiones.  Más exactamente: de los hombres de ciencia, de los artistas y de los predicadores. Con esto se provee del divertimento necesario para impedir que la vida quede reducida, exclusivamente, a conseguir dinero, a usufructuar plusvalía.

El Amo se erige sobre la base real de una posibilidad: la de autosatisfacerse.  Los demás no son el otro del Amo, son apéndices suyos, todos aquellos que han dado testimonio de haber introyectado  la idea de que su existencia es eterna, todopoderosa e irrecusable.  Es el Amo el que, cotidianamente, nos amenaza; habiéndolo introyectado deseamos creer que si se nos pide escoger entre la bolsa o la vida, somos realmente libres de hacerlo.  Por supuesto: casi todos escogemos la vida sin darnos cuenta de que renunciando a la bolsa, el Amo, ipsofacto, renunciará al último resquicio de respeto que pudiera tener con respecto a nosotros.

Porque para el Amo, una vida sin bolsa, no es vida que merezca ser vivida.  La autosatisfacción pronto deja ver una intencionalidad del Amo: aceptar individualmente la finitud pero a condición de garantizarse su pertenencia a un proyecto de vida que suponga eterno.  Para ello necesita la hegemonía del poder y los instrumentos que la faciliten.

Nuestra escogencia de la vida sin bolsa nos conduce a aquel estado que el Amo evita para sí mismo: en palabras de Giorgio Agamben, la nuda vida, sobre la cual el Amo sentencia que no merece ser vivida. 

No solamente habremos perdido respeto sino que, especularmente, nos convertimos en espectro, en fantasmas, en habitantes de un territorio, de una condición y de un malestar que es preciso, a toda costa, evitar. 

La soberanía del Amo le está dada precisamente porque es él quien decide sobre el valor o el disvalor de la vida en cuanto a tal.  Porque la vida con bolsa está en el lugar del ideal, la vida sin bolsa se acerca progresivamente a las vidas del idiota, del demente y del loco, esto es, las de aquellos que, habiendo declarado desestimable la necesidad de tener bolsa para bien vivir, no estarían en condición de decidir si desean vivir o no. 

Sin embargo hemos advertido que a esa soberanía,  el complejo citado no le es suficiente, que le es preciso conseguir la introyección de su inevitabilidad en los funcionarios que fungen como pequeños “amitos/as” de ella, administradores de los dispositivos de poder, de sus procesos, de sus acciones y, por sobre todo, de las palabras con que representan las mismas en el deliberado propósito de colonizar todo reato de independencia, de disidencia o de rebeldía.

Ahora bien, no es lo mismo divertirse fabricando el dispositivo que haciendo uso de funcionamiento expreso.

Hemos sostenido que en Colombia a lo que asistimos en la actualidad es al triunfo de una contrarrevolución que no necesitó confrontar una revolución vencedora para lograrlo.  En términos exactos la revolución como tal (sea lo que por este término se entienda) nunca triunfó en Colombia.  Aquí no se cumplieron las condiciones que la definen: ni hubo un movimiento de masas en auge ni hubo una dirección política hegemónica sobre el mismo ni existió una guerra interna en el seno del bloque dominante (Gramsci). 

Aquí la contrarrevolución ha impedido una concepción con el respectivo  embarazo y  parto que serían de esperarse.  Dicha contrarrevolución ha sido triunfante en dos de tres elementos que conformarían el dispositivo hegemónico absoluto.  Ha triunfado en la toma de la tierra, ha triunfado en la toma del gobierno y aspira a extender su dominio a la toma de la sociedad en su conjunto. 

Su tercera aspiración requiere de un discurso que sea certero y encuentre abonado el terreno para realizar sus posibilidades: la arbitrariedad y el discurso sanitario, el discurso médico, la reducción de la vida a la  dialéctica entre vulnerabilidad y resiliencia, la sanitarización de la  vida cotidiana…

Entonces tenemos hasta aquí tres elementos, a saber: 1) Que el Amo es soberano en tanto que decide qué vida merece ser vivida y cuál no; 2) Que el enfermo mental no está en condiciones de establecer inteligentemente (¿racionalmente?) si desea o no estar vivo; y, finalmente, 3) Que se requiere de una intermediación entre el Amo y la sociedad para hacer posibles las consecuencias que se derivan de aquella soberanía. 

Comienzo por el tercer elemento.  La intermediación entre el Amo y la sociedad que hacen posible la soberanía de este para decidir cuál vida merece ser vivida, es de naturaleza histórica.  No me puedo extender en ello más allá de señalar que el intermediario está designado en razón de aquello que el Amo desea establecer.  Ya hemos dicho que se trata de su soberanía acerca de cuál vida merece ser vivida y cuál no, entonces, la intermediación es ejercida tanto por quien de cuenta de un saber al respecto como de quien de cuenta de una habilidad que haga las veces de ejecutora. 

La alianza entre medicina y legislación aparece como saber.  Me detendré en sus antecedentes, a los que Giorgio Agamben declara fundamento terreno de la legitimidad y la soberanía del estado actual en occidente. 

La proclamación universal de los derechos del hombre y del ciudadano, se amparaba en esta fundamentación.  Su artículo I dice  que los hombres nacen libres e iguales en derechos. Es decir, es el nacimiento lo que se constituye en el referente para derivar la libertad y la igualdad como beneficios.  Basta nacer para lograrlo.  No se requiere de ninguna otra cosa.  Y, simultáneamente, al sustentar la soberanía en la nación, como única soberana, se establece que ni la raza, ni la religión, ni el sexo, ni la concepción del mundo, sean  condiciones necesarias para gozar de tales beneficios. 

Se trata entonces de acordar que, un momento de la vida, como es el nacimiento, basta para postularse beneficiario de los derechos.  El nacimiento es lo que, en palabras de Giorgio Agamben*, quedó inscrito “en el corazón mismo de la comunidad política”.  La palabra nación deriva del latín nacere, y al establecer el nacimiento en un territorio y en unos lazos de sangre, queda establecida definitivamente la transición de la soberanía de origen divino a la soberanía nacional. 

No es pues el hombre el que está en el principio de la soberanía, sino su nacimiento, su nuda vida.  Ella es la que hoy constituirá el fundamento terreno de la legitimidad y la soberanía del estado.  Cualquier análisis que realicemos con respecto a los dispositivos de poder y al modo en como el estado penetra en los cuerpos de los sujetos y en sus formas de vida, deberá remontarse a la consideración de que dichos dispositivos configuran todo un repertorio que el gran pensador Michael Foucault nos enseñó a reconocer a través de su laborioso ejercicio de deconstrucción  expuesto a través de numerosas obras y conferencias. 

Dos expresiones relativamente recientes de movimientos biopolíticos, es decir “que hacen de la vida natural el lugar por excelencia de la vida soberana” (G. Agamben, op. cit., página 163), fueron el nazismo y el fascismo.  Su acción consistió fundamentalmente en volver problemático el sello entre el nacimiento y la nación, al establecer la preguntas acerca de la diferencia (ya sugerida en la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano), entre lo que debía considerarse hombre y lo que debía considerarse ciudadano, y, por tanto, establecer qué hombre no lo era. 

Con ello, la pregunta acerca de qué era y qué no era alemán, pasó a coincidir con la tarea política suprema, la de llevar a cabo el ideal de superioridad de la raza aria.  Tanto en el nazismo como en el fascismo, lo que se hizo fue redefinir las relaciones entre hombre y ciudadano, lo cual no podía hacerse inteligible sino a la luz de esa Biopolítica inaugurada por el establecimiento simultáneo de la soberanía nacional con la declaración de los derechos.  Todo esto se tradujo en la multiplicación de toda clase de normas a través de las cuales se operaría en consecuencia con la diferencia entre ser hombre y ser ciudadano. 

Al momento de establecer, entonces, al enfermo mental que en tanto que hombre posee derechos, pero que en tanto que ciudadano,  es susceptible de ser privado de ellos en razón de su enfermedad, la normatividad se llevará hasta los extremos.  Es  cuando surge el concepto de vida que no merece vivir, expresión  acuñada en 1920 por Karl Binding y Alfred Hoche, el primero un especialista en derecho penal y el segundo un profesor de medicina que se había dedicado a la cátedra de ética de la  medicina (G. Agamben, op. cit., pág. 172). 

Escogiendo el suicidio como expresión de la voluntad del hombre y dada la realidad de su impunibilidad, en tanto que el suicidio no se deja comprender como delito ni como acto jurídicamente indiferente al mismo tiempo, el derecho tiene que establecer como consecuencia, que el hombre vivo es soberano de su propia existencia.  El derecho carece  de un poder con respecto del suicidio: le es imposible postularse  garante de su prohibición.

Es de esta realidad que el penalista infiere la legitimidad de autorizar “la supresión de la vida indigna de ser vivida”.  El panfleto en que aparece este concepto novedoso, nos recuerda Agamben, era uno destinado a promover la legitimidad de la eutanasia.  Agamben considera que esta es la primera aparición, en la escena europea, de la articulación jurídica de la Biopolítica en la estructura fundamental de la modernidad. 

Para Binding, el acto suicida prefiguraba la  legitimidad de la impunidad en la supresión de la vida ya no limitándose al suicida mismo sino a la muerte de otros.  Esto produjo una pregunta que nos recuerda Agamben en la página 174: “¿Existen vidas humanas que hayan perdido hasta tal punto la calidad de bien jurídico, que su continuidad, tanto para el portador de la vida como de la sociedad, pierde asimismo de forma duradera cualquier valor?”

Y nos explica Agamben que de este modo: “el concepto de vida sin valor (o indigna de ser vivida) se aplica ante todo a los individuos que, a consecuencia de enfermedades o heridas deben ser considerados perdidos sin posibilidad de curación y que, en plena consciencia de sus condiciones, desean obtener su liberación y han manifestado de una u otra forma ese deseo” (op. cit. pág. 175)

No deja de sorprendernos el matiz humanista de este discurso, la conquista del bien social.  Dicho en las palabras de Binding se trata de “idiotas incurables, tanto en el caso de que lo sean por nacimiento, como en el de los que hayan llegado a esa situación en la última fase de su vida, como por ejemplo, los enfermos de parálisis progresiva*.  Estos hombres – escribe Binding-  no tienen la voluntad de vivir ni la de morir.  Por una parte no pueden dar su consentimiento, a menos de forma verificable, a que se les dé muerte; pero por otra, esta no choca con una voluntad de vivir que deba ser superada.  Su vida carece absolutamente de objetivo, pero ellos no la sienten como intolerable”. (G. Agamben, op. cit., pág. 175).  La conclusión no puede ser otra que “descubrir” la ausencia de razones jurídicas, sociales o religiosas para  pensar en contrario.  Para Binding estos hombres no son otra cosa que la imagen invertida de la humanidad.  La competencia para autorizar su muerte, según Binding, la tiene el propio enfermo en caso de que sea capaz, o bien un médico o un pariente próximo y que la última decisión estatal repose en una comisión compuesta por un médico, un psiquiatra y un jurista (p. 176).


La biopolítica crea pues una nueva realidad: la de un umbral de la vida “más allá del cual la vida deja de revestir  valor jurídico y puede, por tanto, ser suprimida sin cometer homicidio” (p. 176). 

La nuda vida pasa a ser habitante en el cuerpo biológico de todo ser vivo y en tanto se establece la veracidad de la soberanía del individuo sobre su propia existencia, la condición de ciudadano amplía su horizonte lo que es el verdadero horizonte de nuestra época.

 
Pasemos ahora a las otras dos consideraciones.

Que el enfermo mental no está en condiciones de establecer inteligentemente (¿racionalmente?) si desea o no estar vivo.

Aquí nos encontramos con una problemática que debemos presentar del modo más preciso posible.  La reducción de las reacciones emocionales de los afectados por la violencia a los diagnósticos de trastorno mental existentes, en tanto que el diagnóstico hará las veces de representante del afectado con todas las consecuencias jurídico-políticas que se derivan de ello. 

Desde las discusiones acerca de lo normal y de lo patológico, hemos discernido acerca de la no inocencia del diagnóstico una vez se es proferido con respecto de un paciente.  La ausencia de un diagnóstico es muy grave en términos clínicos, ciertamente, pero en términos jurídicos también puede serlo su presencia. 

Cuando nos relacionamos con poblaciones víctimas del conflicto armado, sabemos que la mayoría de los pobladores si bien presentan síntomas de naturaleza emocional, no necesariamente enferman en el sentido de que dichos síntomas estén articulados a una patología tipo esquizofrenia, trastornos afectivos o trastornos de ansiedad. 

No obstante, cuando se trata de establecer jurídicamente el daño psicológico, la ley exige contar con un diagnóstico preciso para definir el grado de incapacidad y contabilizar los daños producidos. Sin esa contabilidad resulta prácticamente imposible calcular los modos precisos de reparación integral.

El concepto de nuda vida tomado de Agamben lo que hace es recordarnos la posibilidad de un destino para un diagnóstico determinado.  Un destino funesto si es aquel de que el enfermo mental no estaría en condiciones de decidir, por sí mismo, si desea vivir o no.

Es preciso preguntarnos sobre el dispositivo actualmente definido por el estado para la atención de los problemas de salud de los pobladores.

¿Qué implicaciones tiene la delegación del tratamiento de los enfermos mentales a organizaciones cuya misión y visión contienen el afán de lucro dentro de sus presupuestos?  ¿A qué concepción valorativa de la vida le corresponde una política que reglamenta la oferta de salud de un modo tal que desconoce las singularidades de cada caso e impone para todos el mismo protocolo de atención?  ¿Bajo qué ópticas evaluar la reducción del equipo de profesionales encargados de ejecutar la política pública en salud mental?  La reducción del caso a la condición de mera cifra y la manutención de fronteras restrictivas en el ámbito de la pura designación diagnóstica, para lo cual se requiere obligatoriamente del acortamiento feraz de la duración de la cita médica, ¿acaso no apuntan a la expropiación de la experiencia subjetiva del sufrimiento tanto del enfermo como del médico?  La sustitución de un nombre, de una historia de vida y de una oportunidad para expresar el para qué de la enfermedad misma ¿acaso no significa la introducción de una muerte decretada contra las posibilidades terapéuticas derivadas de la dialéctica subjetiva entre el saber y el no saber, tanto del enfermo como del terapeuta?  La negativa a permitir  escoger libremente el terapeuta por quien se desea ser tratado ¿no coloca al enfermo en condición de lactante sin derecho a hacerse responsable de las consecuencias de su acto?  ¿No se restituye en un rol de menor de edad que solo puede esperar la magnanimidad de los superiores para con su malestar? 

Todas estas son preguntas obligatorias al momento de definir el alcance de nuestras intervenciones.  Inevitablemente basculamos entre el afán de la precisión diagnóstica para efectos de precisar los montos de la reparación integral y la puesta en marcha de dispositivos que privilegien la puesta en acto de una palabra no reducible al estrecho marco de la significación diagnóstica.

Se trata de lograr dos cosas simultáneamente, no siempre complementarias y, las más de las veces, contradictorias. 

Los actuales sistemas de clasificación diagnóstica, muchos de ellos influenciados por las necesidades de la industria aseguradora, exigen hacer abstracción de la singularidad subjetiva del enfermo de tal modo que sea posible homologarlo con los criterios de repetición estadística establecidos por los protocolos.  Y la justicia se basa en dichos diagnósticos para cuantificar la reparación por parte del responsable.

Pero, por otra parte, siendo cierto que no todos enferman gravemente desde el punto de vista de los diagnósticos establecidos como enfermedad catastrófica, no quiere esto decir que las poblaciones no hayan sido afectadas por agentes capaces de practicar la impiedad, la felonía y la sevicia con todas las consecuencias emocionales derivadas de ellas.  Es necesario entonces que el afectado cuente con un dispositivo en el cual su palabra remita más allá de la reducción diagnóstica y le permita encontrar el modo en que como sujeto se vio implicado en la situación referida.  Que acceda a un decir que le permita transformar la queja en elaboración y que de este modo se implique en el propósito de detener el riesgo que representa quedar reducido a la condición mental de alguien que no está en condiciones de decidir si quiere vivir o no. 

En este sentido consideramos necesario oponer al carácter determinista de la memoria, la operación historiadora del pensamiento.  Del carácter determinista de la memoria solo se obtiene como resultado la incrustación en la parálisis bien sea que esta se sostenga en el puro odio o bien sea procedente de una resignación impuesta por la intimidación y la garantía de impunidad que ofrece el Amo a sus guardianes.  No debemos confundir memoria automáticamente con verdad, porque la verdad se puede establecer solamente a condición de que el pensamiento ejerza su operación como historiador de lo acontecido.

En este punto se atraviesa como obstáculo aquella concepción que divide a las poblaciones entre vulnerables y resilientes.  Dicha clasificación, dispuesta como eje fundamental de comprensión de la magnitud de los daños, deposita en las víctimas la responsabilidad de lo que la afecta sin posibilidades de trascender las causas que la condujeron, supuestamente, a su afección. 

Sabemos que la ética del psicoanálisis es la ética de la verdad.  Frente al imperativo de definirse culpable o inocente (vulnerable o resiliente) proferido por el Amo, la verdad reposa concomitantemente con la responsabilidad subjetiva, en tanto que reconocerse afectado por el acontecimiento implique poder definir quiénes han sido los verdaderos responsables del mismo y quiénes no. 

Por el paso de la reducción a la dialéctica entre vulnerabilidad y resiliencia, fácilmente nos deslizaríamos a considerar que los efectos psicosociales después de tal o cual masacre procedieron de la falta de resiliencia de los pobladores y no de los agentes que planearon y llevaron a cabo la masacre.  Y terminaríamos haciendo uso de las categorías psicoanalíticas de modo tal que el Amo se beneficiara de ellas, por ejemplo, adjudicando los efectos psicosociales no a la ferocidad de los victimarios sino a la defectuosa constitución yoica de las víctimas.   Y de esa manera colocando nuestro saber al servicio del ocultamiento de la verdad.

Así llegamos al primer punto de la síntesis de la cual partimos, que el Amo es soberano en tanto que decide qué vida merece ser vivida y cuál no.  Cuando todos nos representamos como beneficiarios de derechos, cuando nos postulamos exclusivamente como exigentes sin exigirnos, conciliamos fatalmente con la intención de ser el Estado el único sujeto que quita y dispone según su naturaleza, entre otras cosas, decidiendo qué vida merece ser vivida y cual no.

Si es cierto que asistimos a los efectos de una contrarrevolución triunfante que ahora opta por extender al grueso de la sociedad los beneficios que ha derivado de monopolizar tierra y gobierno, quiere decir entonces que la cultura es el lugar en donde habremos de encontrarnos con verdaderas posibilidades para constituirnos en obstáculo para esos propósitos.

También por nuda vida entendemos la reducción de la existencia a la mera supervivencia, al modo en que se redujo la vida del prisionero en los campos de concentración. La inseguridad autocrática, esa que a veces se presenta como encrucijada del alma en uno de los tantos amitos por los que se revela el Amo,



    



  





    

    




* Giorgio Agamben, “HOMO SACER, el poder soberano y la nuda vida”.Pre-textos, Valencia, 2003, página 162.
* Se trata de la misma sífilis terciaria.

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