Eduardo Botero
Se dicen cualquier cantidad de cosas al calor de los acontecimientos. Se piensa y se habla en caliente. Como en caliente se hace una defensa militar, en caliente se intenta acceder a la fuerza de un argumento. Sin embargo, en lugar de avanzar en el esclarecimiento, nos estancamos en tal manera de repetir ciertas opiniones que cada quien se considera capaz de interpretar asertivamente procedencia, intenciones latentes y destinos anhelados en las opiniones que producen los demás.
El asalvajamiento del conflicto pareciera no corresponderse, entonces, con la libertad de conciencias, tan necesaria para avanzar en la perspectiva del esclarecimiento y del hallazgo de nuevos modos de aprehensión del conflicto mismo.
Es necesario partir de la imposibilidad de negarlo, porque, aunque se esté hablando de un Estado democrático asediado por una banda de forajidos, esto, en sí mismo, representa un conflicto verdadero, aunque se considere a la caracterización un puñetazo certero contra las explicaciones más profundas y ponderadas acerca del mismo y que existiendo por fuera de los conciliábulos del poder, procuran explicaciones más completas y necesarias.
No puede, pues, caber la menor duda acerca de que estamos inmersos en un conflicto verdadero y que la democracia también consiste en promover la legitimidad de la pluralidad de enfoques acerca de su existencia. Pretender que todo enfoque propuesto por fuera del enfoque oficial es ilegítimo y que favorece a los intereses de los forajidos que asedian al Estado, es, antes que nada, la manifestación de una verdadera inseguridad que pretende sobrecompensarse con la retórica que reclama el monopolio de una verdad absoluta. Aunque resulte incómodo, la procedencia del gobernante del ejercicio electoral, lo obliga a separarse de otras procedencias del poder como la divinidad y la genética. Un presidente no es lo mismo que un Rey o que un Papa y ni siquiera estos pueden eximirse de estar sujetos a pactos que reglamentan su proceder.
Dentro del desvarío de las opiniones ocupa un lugar destacado la que asegura que la popularidad de un mandatario procede directamente de las acciones de sus adversarios. Es decir, la fuerza de uno, depende de las debilidades del adversario que, obstinado y terco, persevera en llevar a cabo aquellas acciones que terminan asegurando el prestigio del primero.
La maldad del diablo prueba siempre la bondad de Dios, probablemente, pero no explica el límite que objetivamente le plantea a la omnipotencia de ambos. Si todo lo que existe es obra de la divinidad, valiera la pena retomar la pregunta por la creación del demonio, siempre presentada como protesta contra el monopolio divino, esto es, como potencia procedente de otro lugar distinto al de la misma divinidad.
Seguramente maestros tienen las iglesias para explicarnos este verdadero obstáculo a la completud divina en cuanto a omnipotencia se refiere. Sea por la mitología que lo encarna en la serpiente tentadora, o por la teología que lo concibe necesario para representarse el mal, o por la demonología que lo asegura capaz de posesiones que llevan a hombres y a mujeres a toda clase de desatinos, la existencia del demonio indica que el Dios del monoteísmo no las tiene todas consigo y que un verdadero acto de fe debe aceptar tal duda como corolario de una relación inteligente con la divinidad misma.
De tal modo, pues, que la aseveración acerca de que el prestigio de un mandatario determinado que gusta de confundirse a sí mismo con atributos y valores de la creencia en una divinidad proviene de los actos cometidos por sus adversarios, es una manera de mantener invicta la ausencia de respuestas a las preguntas fundamentales acerca de las relaciones entre el bien y el mal.
Es más bien de la propagación de una percepción predominantemente mítica de la realidad que propone y practica uno de los adversarios del actual conflicto armado en Colombia, la que reclama la interpretación de los hechos que ocurren dentro del conflicto, siempre en beneficio de dicho adversario.
Yo creería firmemente que ciertas acciones y declaraciones de los adversarios del actual gobierno lo beneficiarían inmediatamente, si las acciones y las declaraciones de este último no contribuyeran, a su vez, a aprestigiar las intenciones de sus enemigos. Pero la realidad dista mucho de revelarnos tal correlación de actos entre unos y otro. Por el contrario, si algo resulta imposible de ocultarse, es que el apego a la combinación de todas las formas de lucha, legales e ilegales, no ha sido potestad exclusiva de los adversarios armados ilegales. No solo en la confrontación bélica contra estos, también en la administración de la cosa pública, en donde encontramos toda clase de actos de corrupción francamente destinados a favorecer el ensanchamiento de las arcas de los ya poderosos o sembrar el capital semilla para emporios futuros en los familiares más cercanos al mandatario.
La percepción mítica de la realidad nos lleva a considerar que todo el bien está de un lado y todo el mal está del otro. Concepción que revela la pobreza conceptual en tanto que esta se representa al mundo complejo de una manera tan mentirosamente fácil que no contribuye sino a establecer una especie de escritura sobre el monopolio de la posesión de una de las dos cosas.
Llevadas las opiniones a tal punto, no queda menos que recomendar el santo rosario como ejercicio de apoyo a la labor gubernamental y la lectura de las consignas bolivarianas como apoyo a la labor de la insurgencia y la revolución.
Colombia, en ese sentido, no hace más que parecerse, in extenso, a una disputa pequeño burguesa de esas que son tan frecuentes en el seno de las familias, los colegios y las universidades a donde las familias, no contando con otro recurso para librarse de los petardos que han tenido por hijos, los han enviado para ver si se hacen a un cartoncito con el que puedan competir en la vida. Poseedores de más cartones que un tugurio, vienen luego a pontificar como expertos para decirnos que en el actual conflicto colombiano el prestigio del presidente procede de las malas acciones de sus adversarios. Y para eso hicieron: once años de estudios básicos, cinco años de carrera, cuatro de especialización, maestría y doctorado, y dos o tres años de experiencia que quieren presentarla como gran cosa. ¡Háganos el favor!
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