No han pasado muchos años después de que el General Augusto Pinochet, invitado por su amiga Margaret Tatcher a visitar Londres, le fuera prohibido regresar a su país de origen dada la acusación formulada por el Juez Baltasar Garzón que tenía los alcances, en la Unión Europea , de obligado cumplimiento procedimental en tanto se refería a crímenes contra ciudadanos originarios de países adscritos a la legislación continental, cometidos durante el gobierno de facto conformado a partir del golpe contra el gobierno democrático de Salvador Allende en la República de Chile el 11 de septiembre de 1973.
El caso fue puesto a consideración de una corte conformada por ciudadanos-súbditos ingleses, cinco en total, la cual debía decidir si el acusado debía permanecer en Inglaterra y ser juzgado o si contaba aún con el derecho a regresar al país austral del que procedía. Los cinco lores que conformaban la corte, promediaban 64 años de edad, es decir, habían nacido por el año de 1930, ocho antes del inicio de la segunda Gran Guerra.
Al General Pinochet se le autorizó a contar con abogado defensor, en su caso una abogada, que debería presentar ante la corte de los lores su alegato a favor de la necesidad de permitir el regreso del general a Chile. En el alegato llamó la atención de todos lo afirmado por la abogada defensora en relación con la legalidad del lugar en que debería ser juzgado el acusado cuando apeló a un recurso, el de la ficción: si Hitler hubiera sido capturado vivo, él debería haber sido juzgado en Alemania y no en cualquier otro país. No se tenía que hacer ejercicio alguno de perspicacia política para entender que, con osadía, la defensora no tenía reparos en aceptar que el acusado podía compararse perfectamente con Hitler, y, en tanto que lo que estaba en discusión no era si lo hecho por el General lo colocaba al nivel de aquel otro criminal de guerra, sino si la legislación concedía al acusado el derecho a ser juzgado en su propio país, entonces ella, la abogada defensora, se hacía a la imaginativa idea, a la ficción, de que si Hitler hubiese sido capturado vivo, gozaría del derecho a ser juzgado en su propio país de origen independientemente de los crímenes por los cuales fuera a ser juzgado.
Tres votos contra dos decidieron que el General debía permanecer en el viejo continente y sabemos que no pudo prosperar el juicio debido al peso que se le concedió al peritazgo médico-legal que diagnosticó Demencia Senil al anciano chafarote revirtiendo la decisión de los jueces de la comisión de la Cámara de los Lores. Pinochet pudo viajar a Chile, donde fue recibido por familiares y amigos, todos los cuales dieron festivo testimonio con la impecable salud física y mental de su admirado benefactor.
Como efímera esperanza para los intereses de la humanidad brilló el resultado de aquella votación definitiva de los Lores; ella hizo pensar a muchos en que por fin una brizna de justicia humana se abría paso en la inclemente costumbre de equivocaciones que llenan las cárceles con inocentes en escabrosos porcentajes mayoritarios, mientras los verdaderos criminales se pavonean por el mundo, al igual que el General, haciendo de su cinismo causa de prestigio y de legitimidad entre todos los gángster del mundo que son legión.
Porque el prestigio de un gángster no procede solamente de su capacidad de impiedad y sevicia de la que hace gala, sino de su habilidad para sustraerse del imperio de la justicia la cual prefiere tener siempre, como todo, a su exclusivo servicio.
Los tres casi ancianos lores que votaron a favor del juzgamiento del general Pinochet en el viejo continente, honraron la justicia y concedieron a la esperanza de muchos, la idea de un mundo justo y de un aparato judicial al servicio de los justos, de este mundo, tan escondidos del afán por ser, ellos mismos, legión.
En el escondite que cada quien emplea para sustraerse del malestar que le produciría si le interesara la vida en común de la que, inevitablemente, hace parte, es posible que se tienda a olvidar que los jueces son, también, seres humanos, individuos de carne y hueso, sujetos a la lucha entre la virtud y el vicio, la memoria y la amnesia, la justicia y la arbitrariedad, en fin, sujetos a los vaivenes de la eterna lucha entre el bien y el mal.
Este olvido tal vez sea la forma en la que suponiendo a nuestro destino regido por dioses, nos reconforte creer que nada de lo que hagamos servirá para cambiar el estado de cosas existente. Convencidos inteligentemente de la inutilidad del martirio, terminamos por encuevarnos en los interiores de una oscuridad que nos hace creer que si no pensamos en los problemas estos dejan de existir.
Tomando un descanso en relación con esta forma que uno no sabe cómo es que muchos llaman “vida”, uno podría entender que aquellos tres ancianos lores reaccionaron animosamente al escuchar el nombre de Hitler y se encontraron con que la vida les daba una magnífica oportunidad para saldar cuentas con su pasado.
Es fácil establecerlo: en 1938 se inició la Segunda Guerra Mundial que finalizaría en 1945. Entonces ellos tendrían ocho años. Entonces Churchill, ante el ataque inminente de los bombarderos alemanes, decretó el traslado de todos los menores de edad de las ciudades al campo, como forma de protegerlos de los ataques así como de asegurarse una población predominantemente de adultos, más dispuesta a las labores a sabiendas de que sus hijos gozaban de seguridad.
Entonces esos niños tuvieron que sufrir con la separación de sus casas, como suele suceder con cualquier niño que se encuentre a gusto en casa. Habrá casos excepcionales, pero para esta elucubración poco cuentan. Lo más probable es que esos niños tuvieron que relacionar la figura de Hitler con su sufrimiento y el de sus padres, pero sobre todo, con la impotencia en esa edad para combatir al infame a la par que se es capaz de creer posibles toda clase de aventuras. Terminada la guerra, muchos de ellos recuperarían la convivencia con los suyos y ya estarían en edad de enterarse de los criminales.
Muchos años después, ya lores, miembros de una Comisión de su Cámara, designados para juzgar a alguien acusado de cometer crímenes de lesa humanidad, una abogada defensora los pone a recordar cuando les menciona a Hitler. Y entonces el recuerdo de aquella impotencia que contrastaba con su imaginación desbordada, ahora los colocaba en una situación diferente: menos soñadores, eran más poderosos. Podían por fin vengarse de Hitler aunque fuera a través de uno de sus subrogados, Pinochet. Entonces votaron y tres de ellos dieron muestra de su capacidad de memoria y de sentido de la oportunidad para no dejar pasar, esta vez, en su vida, la única que se les ofreció, en bandeja de plata, por parte de la abogada defensora del acusado.
Nunca supe qué fue de ella. Y, en verdad, nunca me importó saberlo.
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