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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

LEER A HOBBES




Como experiencia personal fabulosa debe considerarse el estudio de la obra de Thomas  Hobbes de Malmesbury titulada “Leviatán o la materia, forma y poder de una República, eclesiástica y civil”, publicada en 1651, escrita durante la guerra civil inglesa que ajustició al rey Carlos I y entronizó en el poder la figura de Cromwell, un siglo largo antes de la revolución francesa.

Afirmar que Hobbes predica el utilitarismo en moral y el despotismo en política, se ha vuelto lugar común al que sucumben no solamente los partidarios de su contradictor más cercano, J. Rousseau, sino el grueso de un público que decididamente ha desconocido la obra del pensador refugiándose en las afirmaciones ya mencionadas.  No ha ayudado mucho la ilustración del Leviatán, antropomorfización de todos los humanos que lo contienen, mientras sostiene con sus manos un báculo y una espada y se revela dominando el campo y la ciudad. 

La experiencia es fabulosa desde el comienzo de la lectura.  Hobbes considera indispensable dedicar toda la primera parte de las cuatro contenidas en su libro, al Hombre, esto es, a todo aquello que lo constituye, lo designa y lo especifica.  No de otro modo se puede esperar de quien se encuentra inmerso en el propósito de aplicar el método científico al conocimiento de la condición humana, por una parte, mientras que por otra, se ubica en la nueva concepción de la política, emancipada de la tutela filosofal comenzando a ampararse y sostenerse en la experiencia histórica. 

Porque Hobbes hace  que su filosofía política de cuenta de una transición radical que describe el paso de la soberanía basada en la divinidad a la soberanía basada en el pueblo.  Que en su trabajo mencione una república eclesiástica y civil,  es la manera de dar cuenta de una formación de compromiso entre dos tendencias que siglos más adelante desembocarán en la constitución de estados separados radical y positivamente de la tutela eclesial. 

A Hobbes no solamente le tocó en gracia vivir en tiempos difíciles sino que supo hacer su oficio valido del pensamiento como instrumento de análisis de la realidad que figuraba el horizonte de su época.  La concepción del Estado no podía exigir como mínimo replanteamientos esenciales en relación con la concepción de lo humano.

Hobbes da testimonio del esfuerzo descomunal que realiza en aras de lograr la comprensión de lo humano que necesita para dar coherencia a sus ideas acerca del Estado como resultado de un pacto entre quienes lo conforman.

Hobbes se ubica en una tradición que desde Aristóteles se plantea el problema de cómo los principios racionales pueden llegar a ejercer influencia sobre la mayoría de los hombres.  Lo que en Aristóteles es duda, en Hobbes es certeza absoluta, de tal modo que en lugar de fijar su atención en la establecida impotencia de la razón, se pregunta más bien por la eficiencia de los preceptos que por la rectitud.  Hobbes sabe que entre los preceptos filosóficos y las leyes y normas con las que se pretende realizarlos, no puede ser la moral la que rija el conocimiento, sino la experiencia histórica, las enseñanzas que esta deja.  Un planteamiento radical pues mientras que la preceptiva involucra a una minoría de la sociedad, las leyes afectan a todos los hombres.

Con esto se emancipa de Aristóteles pero no de la filosofía, que empieza a derivar de la física, de la astronomía y de la matemática, y mediante la historia, desemboca en la moral y en la política.  Entonces es el hombre el que pasa a ser el tema central de la política.  Toda una revolución, todo un acontecimiento. 

Digamos de paso que la objeción contra Hobbes proviene en gran parte de quienes habilidosamente están en condiciones de esconder el utilitarismo que conceden a la moral mediante fórmulas retóricas con las que quieren hacer creer al resto de los mortales que ellos se rigen por principios morales y no más que por ellos. Es a esto a lo que hemos asistido en los últimos años con la entronización catastrófica del llamado neoliberalismo que denunciado el llamado por ellos estado asistencialista, han terminado por actuar de tal modo que han usurpado el manejo del mismo en la perspectiva de convertirlo en asistencialista pero de sus propios intereses y no del interés común.  Refinancian las bancas que han quebrado por la acción criminal e irresponsable de sus ejecutivos, subsidia a los que más tienen a nombre de una presunta estimulación de la creación de empleo, se valen de sus cargos para modificar la legislación con el fin de valorizar propiedades adquiridas a precios irrisorios, orquestan la toma de los órganos públicos de control mediante la satanización de los adversarios que denuncian sus baladronadas, castigan a los feroces que los amenazan mientras mantienen la amenaza contra los que nos los acolitan, en fin, hacen del uso del estado no más que la ejecución de una moral utilitarista en beneficio de unos cuantos.  

No deja de ser curioso el hecho de que, al mismo tiempo, toda la ordalía deposite sus creencias y propósitos en la arbitrariedad propia de toda clase de adivinos y doctrinas esotéricas que propalan en la población sin ahorro de energía ni de escenarios.  Progresivamente la imagen del trabajo en equipo, la productividad ligada al consenso entre los hombres y las mujeres que participan de ella, va dejando lugar al predicador, al prestidigitador, al mago, al pregonero, al agitador que apela a la repetición de los insultos con los que ha reemplazado la imposibilidad de contar con argumentos. 

Simultáneamente, también, una gran sospecha se entroniza en el medio social: la de que toda acción pública que no haga parte del libreto que la orquesta ejecuta, es sospechosa de peligrosidad para con el bien común.  Validos de una religiosidad propia de esclavos, de una exaltación de la víctima a la condición de suprema figura menesterosa convertida en rebaño privilegiado por la mirada de su pastor, dicen pensar, hablar y actuar atenidos exclusivamente a la defensa de sus ovejas, amenazadas por lobos hambrientos que desean apoderarse del corral en beneficio propio. 

Cuando hablan a las masas, las adulan a tiempo que reparten baratijas entre ellas con lo que logran la euforia del colectivo.  Las adulan diciéndoles que el hombre nace bueno pero que las doctrinas alejadas de la fe se han encargado de volverlo malo, que el amor profundo del pastor por su rebaño es la única referencia legítima para responder a los empeños de los enemigos que están al acecho. 

Vuelven otra vez, como brujos que estuvieran retornando, a la conocida manera de administrar el poder sobre la humanidad a nombre de la fuerza de una deidad de la que, por supuesto, ellos son sus únicos representantes. Una profunda desconfianza con el saber, una política deliberada de asfixia a la universidad pública al tiempo que se acredita la tecnificación de la formación en las universidades privadas al servicio de la producción de autómatas dispuestos a ejecutar lo que les sea ordenado sin derecho –ni capacidad- para hacer uso de un pensamiento crítico propio, una restitución progresiva de prohibiciones formuladas al tenor de una doctrina hegemónica y retardataria, todo eso revela que estamos asistiendo a una desvertebración de valores fundamentales como los de la democracia, de la soberanía y de la necesidad del apego a un pacto entre los hombres para poder mantener a raya sus apetitos.  

Hobbes, la lectura de Hobbes, nos inspira para que, mediante el cotejo con el horizonte de nuestra época, podamos entender porqué estamos progresivamente deslizándonos hacia una situación que busca convertirnos en la única isla de la región en la que no ha sido posible volver a plantearse el asunto de los derechos, de los deberes, de la libertad y de la justicia, mientras que en el vecindario se atreven a realizar profundas reformas tendientes a resolver los principales problemas de los ciudadanos. 

Es la utilidad que, por lo pronto, derivo de la experiencia relatada.  




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