Estás en el momento del baño, te palpas algo que antes no estaba allí y te asustas.
Hay noticias que nunca quisieras escuchar, muchas otras que jamás querrías contarte. Algo de lo que eres se revela ahí mismo, en el instante de la detección. Si es pregunta: ¿Benigna o maligna? Si es certeza: Maligna. Benigna. Pero saber cómo eres quien eres, de poco vale en esos instantes. Inevitablemente debes consultar.
Al hacerlo también conocerás la diversidad propia de la condicion humana. La médica que te asiste te palpa y dice que no es nada, que debes tranquilizarte. Tu marido, médico, menos confiado te sugiere buscar otra opinión, le parece demasiado intrépido quien habla como si los pulpejos de sus dedos reemplazaran cirujano, patólogo y microscopio simultáneamente.
Haces caso, todavía lo quieres, todavía crees en él.
Una segunda opinión, con más experticia, se muestra reservada y sugiere realizar un examen adicional. Debes buscar autorización de la aseguradora que te cobra mensualmente como adulto y te trata diariamente como imbécil incapaz de uso responsable de los servicios que pagas. Antes de asistir a que se te haga la Resonancia Magnética, debes ir a la oficina de la aseguradora. Como estás al día, saltas el primer escollo. Como se trata de un procedimiento especializado, debes esperar que un auditor lea la nota de la segunda opinión buscada. Deberás esperar ocho días para que te llamen a decir si se te autoriza, o no, el procedimiento.
Recibes la llamada ocho días después. Está autorizado. Dos antecedentes familiares de cáncer, parecen haber sido absolutamente convincentes. Buen tipo, dice tu esposo refiriéndose al auditor. Magnífico servicio, dices tú porque te atendieron amablemente.
Después, el silencio entre los dos, los chistes tontos, compartir bobadas, por primera vez se asoman ambos a contemplar una miniserie que pasan todos los días por la TV. Se te cae el pelo, se te reduce el apetito y él te mira haciendo un gran esfuerzo porque no se note la compasión en su rostro. Al fin y al cabo, como médico, es capaz de toda la frialdad necesaria. Como cuando acompañaba a la cuñada, a la suegra y a la tía enfermas gravemente. Dos de ellas murieron y no le viste derramar una sola lágrima. Pero él baja de peso aceleradamente, en una semana ha perdido tres kilos y se ha tornado más silencioso de lo que acostumbra. Y lamenta que su tío haya muerto, pero no llora. Y que su hermano tenga una enfermedad catastrófica, pero no llora. Que su amigo esté sin empleo, pero no llora.
¿Qué hace él, entonces, fuera de ofrecer su precario modo de acompañarla? Escribir. Escribir. Él tiene la experiencia de contar con un cuerpo que ha sido, siempre, inclusive en la enfermedad, más aliado que adversario. Cree que la escritura es como una muleta. La metáfora es tan verdadera como desastrosa desde el punto de vista poético. Pero le es suficiente como para sentirse relativamente confortable en medio del profundo pánico que lo asedia esta terrorífica espera de la noticia acerca del resultado del examen.
Sabes que te quiere. Pero no puedes obligar al cuerpo a que rectifique su desvarío. Él tampoco. Y esa complicidad en la impotencia les revela a ambos inéditas justificaciones para continuar, juntos, hoy, después de veintiún años de estarlo.
Santiago de Cali, septiembre 21 de 2010
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