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E. BOTERO T.

domingo, 19 de septiembre de 2010

PSICOANÁLISIS EN EXTENSIÓN X -QUEJA Y ELABORACIÓN

QUEJA Y ELABORACIÓN: DOS CAMINOS POSIBLES PARA LA MEMORIA

PONENCIA PRESENTADA AL CONGRESO NACIONAL DE PSIQUIATRÍA -2003

INTROITO

El Mi y el Sí se diferencian de las demás notas de la escala musical en el hecho de que ambas tienen la distancia de un semitono con respecto a la nota anterior en lugar de un tono, como es lo que sucede entre las demás notas.  Por tal razón fueron llamadas, en épocas de predominio de la música eclesiástica, notas del diablo.  Su excepcionalidad estaba dada por tener ellas mismas el valor atribuible a los bemoles y sostenidos de las demás, o, expresado de otra manera, por resistirse a tenerlo.  Es contradictoria esta afirmación: en efecto: el Mi carece de sostenido, pero tiene el valor de bemol del Fa.  Igualmente sucede al Si con respecto del Do.  Podría decirse que a la vez que el Mi (y el Si) son los bemoles del Fa (y del Do), lo que se produce simultáneamente es que tanto el Fa como el Do carecen de bemoles tanto como el Mi y el Si carecen de sostenidos.  El Concilio de Trento ordenó reducir toda música a la condición de canto religioso y precaverse de incitar a la lascivia y a la impiedad mediante el uso de las notas del diablo y de la armonía.  La humanidad debe a la desobediencia de Palestrina el fracaso estrepitoso de aquella orden.

Existe una leyenda atribuida a Charles Fourier, el socialista utópico francés.  Cuenta que escribió una carta a todos los mandatarios del mundo  en la que los invitaba a trabajar para conformar una sociedad que llevara por nombre Armonía, extendiendo a lo social lo que la música hace posible: una estética a partir de la combinación racional de las diferentes notas.  La armonía, siendo el resultado de la combinación de elementos diferentes entre sí, era una especie de secreto revelado por la capacidad humana y que debía ser tomado como ejemplo por quienes tenían la responsabilidad de dirigir la organización social de los humanos.  La leyenda cuenta que después de escrita la última de las cartas, Fourier se recluyó en sus aposentos a la espera de una respuesta.  La muerte llegó primero…

En los  pasajes anteriores podemos observar dos posiciones divergentes  frente a la armonía: la que la proscribe y la que la exalta.  Su distancia histórica no es irrelevante pues nada nos induce a desdeñar las indirectas influencias de la obra de Palestrina en las mentalidades socialistas de épocas posteriores, incluyendo a Fourier.  Si no hubiese existido un Palestrina, quizás hubiese sido imposible la carta de Fourier.  

Carta inútil si se la evalúa por el lado de los indicadores de logro a que son  adictos los funcionarios de estos tiempos de destrucción, pero gestora de un acontecimiento que se torna relevante por el hecho mismo de que ninguno de esos mandatarios pudo afirmar no sentirse concernido por esa invitación.  La sordera de los mandatarios -es verdad sabida de antiguo-  asustados después de conocer el destino de un gobernante que fue capaz de llevar su investigación hasta las últimas consecuencias: Edipo, Rey de Tebas, conductor de una investigación que lo descubrió a él mismo  culpable después de la cual se encegueció radicalmente y se suicidó su madre, obnubilados tal vez por el resplandor insoportable de aquella verdad.

Edipo no fue sordo a los reclamos de la Esfinge ni indiferente a la salud de su pueblo: pensándose angustiosamente corintio, terminó enterándose trágicamente tebano.  Después de Edipo,  gobernante alguno ha vuelto a prestar oídos atentos a las solicitudes reivindicatorias de la verdad.  Por el contrario, parece gozar de mayor popularidad entre la masa de gobernantes colocar en el lugar de la audición una sordera selectiva, capacitada con creces para discriminar sonidos y proclive siempre a escuchar exclusivamente las voces de poderosos que han sabido tolerar las transgresiones de los mandatarios acumulando expedientes contra ellos pero negándose a judicializarlos todo con el fin de sacar dividendos de la amenaza.  Es como si a Edipo, en lugar de la peste propiciada por una Esfinge portadora del afán de hacer justicia con la muerte de Layo, la Esfinge se le hubiera acercado y le hubiera dicho, a manera de susurro, que ella sabía quién era el criminal y que, por tanto, para no revelar públicamente el secreto, Edipo tendría que llevar a cabo todo lo que se le antojara a la Esfinge.  Hay que resaltar, también aquí, el profundo apego de la Esfinge a una cierta ética; podemos decir que entonces la perversidad aun no descubría que la manera más expedita de violar la ley era siendo ella, la perversidad, la ley misma…

La sordera de los mandatarios no es, pues, fruto de una incapacidad, por el contrario, ella se la conquista después de un arduo trabajo de preparación que incluye la academia y lo extra-académico.  Los precios varían, como varían los de las mercancías en el nuevo altar del mundo que es el mercado. A veces el precio es la entrega total de la economía, de la política y de la justicia de un país que se gobierna a los intereses de herederos espurios de Esfinges antiguas. Lo monocorde, el soliloquio, la felonía, la sacralización de lo mezquino, el ruido de la industria fabril y del ganado en el bramadero, las palabras aduladoras y las críticas impostadas, se convierten en única música aceptable.  “El mundo es bueno sí y sólo sí hace lo que yo  ordene”. 

¿No deliraba Schreber una raza superior después de copular con Dios?  ¿No planeaba el Tercer Reich el reino de predominio de la raza aria? Nuestra memoria nos revela que tanto  Paul Schreber como Adolfo Hitler fueron alumnos privilegiados de un higienista, el Doctor Schreber padre, para quien la debilidad del pueblo alemán era consecuencia de  la atención prestada a todos los discursos románticos que reivindicaban el sentimiento frente a la razón y que adjudicaban a las palabras de los jóvenes, de las mujeres y de los obreros un valor de verdad que para el doctor Schreber solamente habían conducido al escepticismo, a la desesperanza y a la pusilanimidad. 

Schreber como hijo, Hitler como lector, uno por la vía del delirio de convertirse en la mujer que faltaba a Dios, otro mediante el ascenso de su gobierno por la vía electoral en una Alemania deseosa de recuperación mediante el ejercicio de la venganza.  La crianza y la educación se revelaron capaces de conseguir dos destinos trágicos: uno individual, el del hijo, otro colectivo, la Segunda Gran Guerra del siglo pasado. Toda voz discrepante de los propósitos instaurados por el complejo militar-industrial nazi, merecía la desaparición, su exterminio…

El apego a gestos corporales (el saludo nazi, por ejemplo; pero puede ser cualquier otro gesto…), la afinidad y el gusto por la música marcial, la estética del horror revelada en la pulcritud con que se organizaban los campos de concentración y sus maquinarias (“En la colonia penitenciaria” es un relato  que bien vale la pena volver a leer), todos ellos han sido significantes capaces de cortejar el aplauso y conseguirlo mediante la ilusión de constituir un solo cuerpo, una sola sangre, una sola ideología, una sola teoría.  Desde el estudiante universitario que pide a gritos le sea enseñada una sola manera de entender las cosas hasta el teórico más brillante del dispositivo criminal, la unidad conseguida en la interpretación de la armonía como aquello que iguala las cosas y no como aquello que se revela posible precisamente porque los elementos que la constituyen divergen entre sí, se construye a través de la conversión de los gestos corporales en su marcha coreogeráfica.

Cualquier salida del ritmo y del gesto indicados, da lugar a la exclusión, primero a un no puede ir más y después a un debe dejar de estorbar para lo que es preciso que desaparezca.  De esta manera lo que se busca que desaparezca es el otro entre nosotros, toda vez que debemos identificarle  exclusivamente como nuestro adversario.  Todo aquel de nosotros que ose ser otro, inevitablemente está en el lugar del adversario.  

Debemos precavernos: la pulsión erótica tendrá que configurarnos como extensiones corpóreas del yo-ideal y la pulsión de muerte tendremos que canalizarla totalmente hacia la eliminación de los adversarios.  Todo lo malo que realice el adversario es prueba de su felonía, de su maldad; si nosotros hacemos algo similar, en nuestro caso se trata de un mal necesario que es preciso llevar a cabo para mayor gloria de nuestra causa. 
La causa es, en este sentido, la Causa.  En tanto que empresa que se representa a sí misma motor de la realización de nuestro yo ideal, ella justifica todas las acciones, inclusive las más criminales, toda vez que uno de los síntomas que delatan a nuestro adversario es la rabia que siente cuando le propinamos un golpe certero.  Cualquier vacilación, cualquier conato de piedad, cualquier interrogante sorpresivo en nuestras huestes, delatarán la presencia de extensiones del adversario en nuestro interior. Nuestra escucha entonces establece una distribución del significado de los decires y de los pensamientos, en la que la potestad de disentir se reserva exclusivamente al Jefe, al Patrón.  Nadie más puede encarnarla so pena de conseguir castigo si la transmite. 

Si por el fracaso de las instituciones ejecutoras de las órdenes emanadas del pacto llamado Ley yo me he abrogado el derecho a ser ejecutor exclusivo de la Ley misma y, por tanto, me he autorizado a desprenderme de la obligación de mi propio sometimiento a aquella y en su lugar he establecido que soy yo quien la encarna, autodenominando mi gesto como justiciero, entonces bien puedo postularme salvador y remedio en una situación que a todos agobie.  En cada ciudadano asustado por el fracaso de la democracia anida como Yo ideal aquel sujeto que ha sido capaz de sustraerse de las restricciones impuestas por la ley misma para colocar en su lugar sus propias representaciones de la justicia.  El rasero no puede ser otro que el rasero del Patrón, definido como aquel que está en la potestad de disponer a su antojo de todos los bienes circulantes.  Gramsci definía al fascismo como el intento de resolver los problemas de la producción y el intercambio con disparos de ametralladora y de revólver”.  Impuesta la legislación privada, a las huestes, para conservarse vivas, no les queda otro camino distinto que el del aplauso.

Encarnando el yo-ideal de cada uno, el Patrón se revela a sí mismo seguro de su obra.  No importa que su discurso apele siempre a la arenga, a una retórica vacía de contenido y llena de adjetivos y denigración contra sus contrincantes.  Discursos tales ofrecen al analista de la realidad pocas ideas, salvo a quienes se sitúan en la apología y la claque. 

Cuando se piensa que se es nada, colaborar con la gran causa es una manera de acceder a ser parte del todo. 

Hay aplauso en la tribuna ahora que el embrujo del actor funge de excelente. Excelencia es calificativo que se adjudica a todo superior. Una excelencia, es decir, una autorización, hay que reconocerlo, meticulosamente logradas.  Obra del esfuerzo, de la capacidad de hacer retórica desde siempre y de una capacidad mayor que todas las anteriores: la capacidad de continuar indiferente, incluso a las adulaciones procedentes de la tribuna.  Una certidumbre total en la perpetuidad de esa adhesión, en la eternidad del pacto entre  actor y espectadores.

La temporalidad contiene la tragicomedia de un espectador que aplaude hasta rabiar mientras se esfuerza por negar que sus derechos y sus bienes le sean afectados.  En ese tiempo el espectador recusa lo que siente o, cuando más, lo racionaliza: al fin y al cabo, para no quedar marginado de la gran obra salvadora, debe colaborar con su financiación.  Cuando se piensa que se es nada, colaborar con la gran causa es una manera de acceder a ser parte del todo. 


PRIMER MOVIMIENTO: DECRETAR EL OLVIDO


En buena parte de los procesos de paz que se intentan en el mundo, una de las vías a las que más frecuentemente apelan los gobiernos es  decretar el perdón y el olvido para aquellos crímenes que se cometieron por parte de un grupo de guerreros.
Invocar la lucha contra el terrorismo no es garantía ninguna contra el hecho de que el luchador se convierta, él mismo, en terrorista.  Proponer la obra del olvido por decreto contra los que han cometido crímenes de lesa humanidad es quizás una de las formas en las que se denuncia el hecho de que el perseguidor mismodescree de la criminalidad de los actos de quienes perdona.  Incluso invocando la mejor y más buena de las creencias religiosas, la conservación de la idea de que los criminales lo fueron en razón de cumplir con un imperativo que escapaba a la supuesta voluntad de adhesión a la democracia y al orden institucionales (o en razón de cumplir con otros imperativos….). 

Pero, sabemos, el olvido de lo trágico no solamente es deseable sino necesario tanto para un individuo como para una cultura.  “El histérico sufre de reminiscencias”, señalaba Freud, indicando que  ciertas formas de conseguir  memoria no convocan  la serenidad. El psicoanálisis lo que propone es la posibilidad de construcción del olvido pero por vías diferentes a las que habitualmente tienden a elegirse por los sujetos: si un buen destino de un  psicoanálisis era que el sujeto pudiera entablar relaciones irónico-humorísticas con su propio inconsciente como gustaba decir Thomas Mann, quiere decir que el recorrido consistiría no propiamente en el borramiento de lo sucedido sino en el sometimiento del mismo a la criba de la operación historiadora del pensamiento. 

No obstante debemos guardar las proporciones debidas: en efecto, ¿pueden compararse los dramas de la infancia de un sujeto, inclusive aquellos en los cuales el sujeto se postula responsable, con los delitos y crímenes de lesa humanidad cometidos por guerreros que eligieron la vía de las armas para imponer los intereses que dicen representar?  ¿Acaso pueden equipararse las fantasías parricidas de un niño con el asesinato de los padres de otros?

Todo crimen de lesa humanidad a lo que apeló fue al borramiento total de la humanidad del adversario, de sus familiares y allegados y del propio victimario.  Como recuerdan algunos estudiosos del tema, la práctica de la crueldad goza de una singular unilateralidad de fines con el fin de desterrar la humanidad para que la comprensión humana no altere la crueldad. (Eric Brenman, Cristofer Bollas, etc.). 

La humanidad se traduce en la posibilidad de contar con sentimientos de perdón, empatía, reparación, piedad, etc., todos los cuales son interpretados por el dispositivo criminal como debilidades y obstáculos que es preciso eliminar para mayor eficiencia, eficacia y efectividad de la empresa.  En la ejecución del acto criminal, no solamente se persigue el objetivo de exterminar al adversario sino otro, el de exterminar todo vestigio de humanidad en el victimario mismo.  Recuérdese que en el entrenamiento de sicarios la graduación no era otra cosa que la elección de una víctima al azar a través de cuyo asesinato el graduado demostraba toda la capacidad de control y de sangre fría necesarios para acceder a la condición de empleado de un Patrón, y recuérdese que tal proceder se prescribe explícitamente en los manuales secretos de entrenamiento de los principales organismos de inteligencia de los estados más civilizados del planeta. 

El criminal ya ha realizado dentro de sí mismo una capacidad de olvido, ingrediente indispensable para que pueda cometer sus crímenes sin poner en peligro el dispositivo intelectual y material que lo sostiene.  Uno de los procedimientos indispensable para recusar toda eventual emergencia de sentimientos de culpa, de piedad, de simpatía, ha consistido en designar de maneras distintas el asesinato y, simultáneamente, conferirle a su producción el estatuto de operación necesaria: de justicia privada, de ejecución a los traidores, de motor de la historia, de castigo ejemplar, etc.

El recorrido del criminal ha dejado profundas heridas en padres, madres, hermanos, hijos y amigos de sus víctimas.  Los sobrevivientes han sido compelidos a deshumanizarse, incrustándose en silencios mediante los cuales procuran salvar sus vidas y tratando de fabricar a como dé lugar un olvido que les confiera la garantía de no cometer la torpeza de hablar.  “Ver, oír y callar”, es una consigna de supervivencia que recorre los refugios de los desterrados para quienes la vida se ha vuelto una permanente amenaza de perder si eligieran el humano procedimiento de recordar, repetir y reelaborar con el fin de conquistar una relación de serenidad con la memoria de lo acontecido. 

A la condena se suma otra: la de su reclusión en la supervivencia, en otra vida posterior a aquella en la cual tenían por lo menos la ilusión de ser libres, de habitar las tierras que les vieron nacer y de desplazarse por ellas al relativo antojo de quien lo puede hacer porque las conoce.  Inmersos en la inanidad de una vida vivida en función exclusivamente de sobrevivir, la indolencia de la institución que –les enseñaron en la escuela- estaba llamada a proteger sus vidas, su honra y sus bienes, cumple con todos los requisitos de un segundo momento de la masacre y, admítase o no, hace las veces de complicidad con los ejecutores de la primera.  

En la ocurrencia de la masacre se hace evidente, concurre como facilitadora del éxito de los victimarios, la ausencia de una autoridad que supuestamente debía haber demostrado su presencia impidiendo la ocurrencia de la masacre.  La indolencia posterior confirma –admítase o no- que no se trató de una incapacidad.  La complicidad es evidente.  Olvidar lo ocurrido es un pregón que realizan representantes de uno de los actores que participó de la eficacia del crimen y, en tal sentido, se revela más como una forma de deslizamiento hacia la obtención del propio perdón por la vía de pregonarlo como destinado a otros. 

Sometidos los pobladores a recusar los acontecimientos que los lanzaron a la nuda vida (Giorgio Agamben), a la mera supervivencia, a las persecuciones que el mismo estado les depara cuando llegan a las ciudades a tratar de sobrevivir mediante el ingreso en la llamada economía informal, la producción del olvido se convierte en un imposible y a ella se presentarán siempre como obstáculos los acontecimientos que dificultan la supervivencia día a día. 

Que la imposición del olvido se procure por decreto gubernamental, institucional, solo será posible mediante la ilusión en el éxito por impedir toda oposición.  Para ello será preciso mantener un discurso de doble vía: memoria para los crímenes cometidos por el adversario, olvido para los crímenes cometidos por los aliados.  Todo aquel que devele la perversidad de esta disociación deliberada no podrá ser tenido sino como cómplice del adversario y, por tanto, deberá someterse al destino que le espera a este.  Como bien lo han dicho representantes de organizaciones defensoras de derechos humanos, la ilusión que subyace en este procedimiento no es otra que la de creer que la culpa del crimen la tiene quien lo denuncia y no quien lo comete.  Es al mensajero de las malas noticias a quien el tirano elimina, dueño de la desesperación que lo atormenta. 

Se ha dicho que el conflicto que nos afecta tiene todos los ribetes de una guerra de perdedores y tal decir parece haber suscitado airadas reacciones en quienes han abanderado una de las ideologías que participan del conflicto mismo.  Pero si en lugar de la rabieta se  pusiera el pensamiento en acción, tal verdad daría  cuenta de que, en efecto, todos los guerreros ilegales recuerdan a través de las entrevistas que conceden de cuando en vez a los medios de comunicación, que la lucha realizada por ellos fue motivada inicialmente por la orfandad a que fueron lanzados después de la aviesa crueldad empleada contra sus familiares.  O por los bienes de que fueron injusta y cruelmente despojados.    O por re-imponer la legalidad que fue conculcada a partir de la sublevación de los otros.  ¿Qué encontramos en estos alegatos sino justificaciones que revelan a los guerreros como instalados en una o en varias pérdidas?

Cuando tomamos al pie de la letra las justificaciones invocadas para el ejercicio de la violencia, no podemos menos que aventurar una hipótesis que es la de concebir la ocurrencia de la guerra en Colombia con la confluencia de los trámites realizados por cada guerrero para sortear los duelos a que fueron conducidos. 
En dicho trámite el proceder apeló a instaurar el olvido, ciertamente, pero también a hacer memorias de diversa índole: entre otras, y de una manera particularmente reveladora de la profunda identidad en que se instalaron, la de reconocer en qué actividades era posible encontrar recursos económicos para dar sostenimiento a la causa de la reparación de sus pérdidas…  Todos a una en la misma actividad, fuerzas institucionales, para-institucionales y subversivas, encontraron la mina.  Desde los organismos de inteligencia más poderosos hasta los guerreros más ínfimos, el enriquecimiento fue un elemento más, un ingrediente necesario para hacer operativo el trámite encubridor de fuerzas pulsionales más profundas. 

Como un tesoro, encontrado en medio del asalvajamiento del mercado, guerreros que habían logrado eliminar todo vestigio de humanidad en ellos mismos se lanzaron a conseguir su posesión sin importar qué clase de traiciones y de nuevos delitos deberían cometer para mantener en forma la vitalidad de sus causas, su Causa. 

Mientras operaban, también recordaron que era preciso ganar el corazón y la mente de la población: esta conquista no necesariamente exige el uso de la persuasión y de la promoción de buenas acciones, aunque de estas últimas la historia nacional de la infamia se ha encargado de revelárnoslas todas incluso ganando el corazón y la mente de supuestos adversarios del uso de la violencia y de la fuerza.  Exige sobre todo la imposición en la población de la desconfianza más absoluta con respecto de toda duda, de toda incertidumbre, de todo cuestionamiento. 

La reconstrucción del tejido social se produce mediante la ligazón lograda a partir de la identificación de cada uno de los miembros que lo componen con la elección de certidumbres por parte de los otros.  Cristofer Bollas lo define de modo preciso cuando expresa que al eliminarse las dudas y las opiniones contrarias lo que se logra es llevar la mente de la complejidad a la simplicidad, proceder que primero se obtiene mediante ligazones en torno a los signos ideológicos: los lemas políticos, las máximas de la ideología, los juramentos, los íconos materiales, todo esto lo que procura es el llenado del vacío dejado por la ausencia de la polisemia del orden simbólico.  El autor a que aludimos desliza una metáfora de la mente, elocuentemente simpática, por lo demás, al escribir que “cuando la mente, en su orden democrático, había dado cabida a las partes del sí-mismo y a los representantes del mundo externo, participaba en un movimiento multifacético de numerosas ideas ligadas a lo simbólico, lo imaginario y lo real”.  Mostrarse excesivamente terminante, es el procedimiento que, recuerda Freud en El Porvenir de una Ilusión, emplearía cualquiera con tal de impedir la inseguridad procedente de no estar instalado en una certidumbre.

Toda una tradición historiográfica revelaba precisamente el uso de los olvidos deliberados como forma de imponer la certidumbre de que el continente americano no podía sentirse menos que privilegiado por haber recibido los bienes de la civilización cristiana europea.  De esa manera se procuraba establecer el ingreso de nuestras mentes en el unanimismo al que aspiran “ciudadano angustiado y líder fascista” simultáneamente.  

Pero lo que la transmisión no podía impedir era la insistencia de lo olvidado en revelarse de muchos modos, bien porque algunos  eligieron hacer sus propias averiguaciones y divulgaron sus hallazgos propiciando la comparación, o bien porque el ingreso en un estado mental adulto hacía imposible perseverar en la repetición de una historia capaz de convencer exclusivamente a infantes.  Al fin y al cabo se trata de algo semejante en ambos casos, en tanto que salir de la infancia es someter al trabajo  del pensamiento todas las leyendas y mitos en los cuales se sostuvieron los dramas de ese momento de la vida en el cual la falta de  palabras hacía más poderosas las oscuras fuerzas afectivas y por tanto más difíciles de apresar.

Decretar el olvido es una manera de decretar el regreso de la mentalidad adulta a ese momento en que los dramas, al ser inefables, propician el terror a que toda tiranía aspira para imponerse sobre el resto.  Si observamos que el principal enemigo no es el adversario sino todo aquel que considere legítimo el derecho a tomar posiciones y a elaborar pensamientos con respecto del conflicto, quiere decir entonces que el discurso del gobernante se ha sublevado contra la ley propia de la democracia y progresivamente se ha deslizado a ser el texto propio de quien se abroga a sí mismo el derecho a decidir quién debe y quién no debe vivir en el territorio que se gobierna. 

Al marginarse del sometimiento a la ley se crea un vacío moral y así, lo que emerge en lugar de un ciudadano-presidente es una forma de identificación, la narcicística, puesta a llenar el vacío moral con la identificación proyectiva dirigida a una víctima seleccionada (con privilegio de aquellos para quienes la ley no es asunto menor en lo que tiene que ver con la práctica de los derechos humanos) a quien se le confiere como destino su aniquilación (factible, posible, siempre presente) a tono con el ingreso en la grandiosidad delirante.  Todo esto realizado a nombre de la depuración, de la purga, de la limpieza.

Decíamos más atrás que la pérdida de toda humanidad afecta en primera instancia al victimario mismo: no se trata simplemente de una negación de todo aquello que confiera obstáculo a la instauración en el vacío producido por la renuncia a sujetarse a una ley, es sobre todo una denegación, un negar que niega, y desde esta denegación la grandiosidad delirante se acompaña de una forma más sutil y “menos verbalizada” como lo es la idea de invisibilidad que tantos gustan denominar -no del todo erradamente-  transparencia.  Sobre tal extremo de la expansión imaginaria al propio cuerpo de la acción, la inteligencia del victimario  diseña y pone en acción el tinglado por medio del cual mantiene oculta la responsabilidad de sus acciones: una retórica que declara con insistencia su adhesión a la legitimidad del pacto llamado Constitución, puede hacer las veces de velo necesario para poner a salvo de miradas indiscretas los actos que las contradicen.  La invisibilidad es obtenida, es artefacto, es recurso escénico y a ella prestan su concurso corifeos cuyo encargo es mantener  a los afectados distraídos del drama que los afecta. 

Representarse la confluencia de divergencias en el mundo real como una siniestralidad que es preciso destruir a toda costa, es característica de individuos y de ideologías que consideran la alteridad como  estorbosa realidad, como límite insoportable.  La operación mediante la cual pretende sortear el estorbo acude a varios procedimientos, uno de ellos, el primero, la sordera o la ceguera frente a la existencia real de lo que es entendido como obstáculo; después viene la recusación de su existencia (“no existe pero hablo de ella”) para finalmente orquestar operativos cuya finalidad son el exterminio, la extirpación, la desaparición del obstáculo.  “Si el otro no hace lo que yo quiero, el otro debe desaparecer”.  Sus discrepancias, sus palabras propias, su pensamiento propio, en la medida en que conspiran contra la realización de mi ideal, extensión de mi yo-ideal, representan aquello que ya he sabido eliminar dentro de mí y por lo cual he llegado hasta la posición que ocupo.

Con todo esto el drama no queda desmentido.  Continuará: letalmente, fortificando cada vez más la destrucción y la autodestrucción.  Al fin al cabo se copia el modelo más universal que satisfaciendo los impulsos de unos cuantos pone en riesgo la supervivencia de la especie y, por tanto, de ellos mismos.
SEGUNDO MOVIMIENTO: LA EXALTACIÓN DE LA IDENTIDAD COMO VÍCTIMAS
No serían tan elocuentes las racionalizaciones de las tiranías, por las cuales nos enteran de las tragedias padecidas en el  pasado personal de quienes las encarnan, si no encontraran en nosotros una receptividad benévola.

Conocemos de la facilidad con la que se puede pasar de la benevolencia más santurrona a la ferocidad más criminal.  Estatuirse en la condición de víctima facilita en los demás una comprensión susceptible de transformarse en cólera cómplice: el advenimiento del aplauso de la  política pública que el tirano ejerce no procede sino de que algo en nosotros mismos se reconoce idéntico en la biografía: todos alguna vez hemos perdido algo. 

Pero, si no fuera porque alguien ha sido capaz de demostrar capacidad de ponerse a distancia de dicha pérdida y someterla al trabajo del pensamiento y de la simbolización, la condena que nos esperaría sería la de quedar presas del unanimismo y de los dramas provenientes del ejercicio de la crueldad. 

Reconocerse en otro lugar, aquel en el cual nos consideramos sujetos, a la par que nos salva de la siniestralidad del embrujo de la condición de víctimas, nos favorece en la tarea por impedir la devastación del malestar.  Si hay sujetos capaces de afrontar los dramas en términos de oportunidad, quiere decir esto que la pasión masoquista encuentra límites.  Esos límites pueden conocerse, establecerse, comprenderse y analizarse.   Quien logre historizar la vida se asume parte de una cadena, no comienzo y fin de todas las existencias. Con ello la alteridad adviene como oportunidad de acceso a los bienes espirituales de los que también ha sido capaz la humanidad. 

Con todo lo anterior, la defensa demagógica e irrestricta de las víctimas, se constituye en el lugar común a todas las ideologías que por distintos motivos se disputan el favor de las masas. Se auto-legitiman representantes de ellas en razón de ofrecer la representación que se hacen de ellas mismas. La noción de víctima lo que logra es “sustituir otra noción mucho más amplia y necesaria para tener en cuenta  en un proceso de acompañamiento que se ponga, deliberadamente, a distancia del afán de perpetuar la postración en las poblaciones”.  El concepto de sujeto, sujeto del inconsciente, significa que con quien debemos ir es con aquel que se prohíba a sí mismo ser objeto de conmiseración y de piedad.  Conmiseración y piedad fue lo que estuvo ausente en los victimarios, ciertamente, pero justamente porque ellos se consideran ejecutores de una acción destinada a cumplir con un ideal que se representan justo y necesario.  Esto vale tanto para el perpetrador de masacres como para el secuestrador que delinque amparándose en una justificación basada en la buena causa.  A la indignidad y avergonzamiento que sucede a una masacre, en la que los auto reproches  no son del todo representantes de un imaginario salido de cauce… la piedad y la conmiseración no hacen sino desconocer que las víctimas no están pidiendo un favor sino exigiendo que se cumplan ciertos derechos. 

Siendo conculcada la condición de sujeto, la victimización de los afectados (verdadera segunda masacre  perpetrada  contra su dignidad), no hace sino colocar la condición de sujeto en el Estado y en sus representantes, gubernamentales o no.  Todos nos semejaríamos en el hecho de cada uno ser privado de un derecho y solamente nos diferenciaría el derecho del cual cada uno haya sido privado.  No puede entonces suceder menos que la concesión a que sea el Estado el único que acceda a la condición de sujeto, que quita y pone según su naturaleza.  Estamos en terreno conocido: no existirá, entonces, sino una política, la política del 
Amo, que dentro de su estrategia de representatividad requiere no solamente de una provisión constante de víctimas sino de regular los términos en que esta provisión se produzca. 

Colocar el testimonio de una elaboración en disputa con la adhesión a la sola queja sería un camino a seguir con el fin de despojar a los guerreros de la base de sustentación sobre la que se han apoyado. Se trata de una operación que primero debe anidar en la conceptualización que hagamos de la guerra. En primera instancia quizás no tengamos otro camino que el de resistir: resistirnos a admitir como única posibilidad la instauración de ese vacío que solamente pueda ser llenado con la imagen de quien arenga a la tribuna.  

Obligados a repensar las cosas, tendremos que prepararnos para asumir el duelo por la desaparición del orden en que nos formamos: ese orden, precisamente ese mismo orden que hoy se muestra capaz de excluirse de la responsabilidad que él mismo tuvo en su propia desaparición..


 Estatuirse en la condición de víctima facilita en los demás una comprensión susceptible de transformarse en cólera cómplice: el advenimiento del aplauso de la  política pública que el tirano ejerce no procede sino de que algo en nosotros mismos se reconoce idéntico en la biografía: todos alguna vez hemos perdido algo.



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