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E. BOTERO T.

lunes, 20 de septiembre de 2010

TRINIDAD TEMPORAL

En orden de desaparición este cuento va dedicado a:

A José Saramago.
A Carlos Monsiváis.
Adiós.


EBT


Por esas cosas raras del destino que la vida -en este caso, más bien, la muerte- les deparan a los ateos, Carlos Monsivais y José Saramago, o lo que es más exacto, los espíritus de ambos, se encontraron sentados en dos asientos de una pequeña sala, sobriamente amueblada y carente de decorado.

Al fondo, también sentado, un viejito los miraba a la par que les sonreía. Mucho gusto, se les presentó, soy Dios.

Carlos carraspeó y casi produjo un maullido semejante al de alguno de los gatos que tanto amó en la tierra. José soltó una estruendosa carcajada.

Mucho gusto, ambos pronunciaron mockusianamente estas palabras pero eran sinceras. José, mientras las decía, palpaba todo su cuerpo con las manos, no vaya a ser que fuera un sueño. Ambos, José y Carlos, intercambiaban furtivas miradas al tenor de su especial estado de nerviosismo.

Maúllas como un gato, dijo José a Carlos. Y tu te ríes como un cìnico, contestó este. ¿Estamos en la otra vida? Preguntó José. Eso parece, contestó Carlos. Entonces sí existía, dijo José. No nos apresuremos en sacar conclusiones, advirtió Carlos. Tu no eres novelista, te queda más fácil decirlo, desconfías de la imaginación. Y tú no eres ensayista, así que tus relaciones con la razón son discutibles.
Y este -dijo Carlos, presionando con su lengua al interior del carrillo de su boca- ¿es verdad que es el que dice que es? Pues pregúntaselo directamente, respondió José: es a tí a quien te atosiga la duda.
¿A tí no? Bue... dijo José: a mi me da lo mismo, al fin y al cabo, para qué ha servido lo que dicen que posee, todo el poder, si el mundo que dejamos era una porquería discepoliana. 

Ambos fueron lectores del Libro, interrumpió el viejito la conversación. ¿Me equivoco?

Si en verdad eres quien dices que eres, sabes muy bien que no puedes equivocarte porque, siendo eterno, tal como pregonan de tí que lo eres, el remordimiento te atosigaría por toda la eternidad. Esto lo dijo Carlos, y continuó: tienes razón, por lo menos en mi caso, leí creo que una de las mejores traducciones de la Biblia, cuando tenía seis años de edad. Para mi fue un aprendizaje de la lengua porque me tocó leerla en la traducción de Cipriano de Varela, verdadero caudal de la lengua, riquísima prosa que me hizo perfectamente plausible introducirme en los difíciles meandros de muchas cosas, entre otras, las relaciones entre el pasado y el presente.

Y tú... el viejito se dirigió a José.

¿Yo? José todavía estaba conmocionado. Yo claro que lo leía pero me hacía preguntas, muchas preguntas, sobre todo sobre tí, si es que sí eres quien dices que eres. Me preguntaba, por ejemplo, qué clase de Dios es uno que para enaltecer a uno de sus hijos, Abel, desprecia al otro, Caín. Con esa pregunta me despaché en la novela a la que titulé con ese nombre, Caín.

El primer muerto del que se tuvo noticia, interrumpió Carlos.

No, el segundo, corrigió José, el primero fue el burro que aportó la famosa quijada. 

Los tres rieron. José continuó, sin dejar de mirar un poco con sentimientos contradictorios a Carlos, molesto con la interrupción a la vez que gozando con su corrección. Y expresó: me crié en una cultura que valorizaba más el ritual que el texto, entonces para mi el texto fue una especie de objeto que públicamente se reconocía como fuente del ritual al tiempo que no se estudiaba, como por ejemplo, lo hacían los protestantes. Amén, valga la expresión, de que mi entusiasmo se intensificaba con algunas narraciones.

Se hizo un corto silencio durante el cual el viejito se levantó del asiento que ocupaba y se acercó un poco más a aquellos dos hombres que no habían dejado de expresar recelo en situación tan particular. 

Una vez estuvo sentado más cerca de ellos el viejito les dijo: ¿Saben que yo leía los trabajos de ambos?

Y, ¿para qué? Contestó Carlos, ¿no dicen que todo lo sabes incluso siglos antes de que se produzca?

Los tres volvieron a reir de buena gana. 

Eso son calumnias de los que han usurpado mi nombre, dijo el viejito. Lo que vengo sabiendo desde que hice las cosas materiales es que muy pocos han comprendido la soledad en la que permanezco desde que contemplo a los hombres sometidos a otros hombres de modo tan mezquino y criminal. Lo que no sabía era que, entre ellos, yo podría encontrar la forma para introducir solaz en mi desolación perpetua y la escritura de ambos, agregada a la de muchos otros, ha servido no solo como acicate sino como fuente de comprensión y de esperanza para mi. 

En este punto José y Carlos se acomodaron de otra manera en sus respectivos asientos. 

Ustedes no han dejado de interrogarse acerca de lo que sucede en la relaciones de los hombres con ellos mismos, continuó diciendo el viejito. Muchas de las preguntas que ustedes se han hecho yo las ignoraba, entonces me han servido para buscar posibles respuestas, me han salvado de permanecer quieto en una sola de ellas y me han demostrado que uno de los atributos de la creación, la diversidad, no es ajena al pensamiento ni a la acción. 

Espera, espera... interrumpió José. ¿Y qué sucede con el Demonio?

Ah, ese traidor, respondió el viejito... Le dije, le di la orden de que estuviera entre los hombres exaltando su grandeza y vean en lo que terminó, usándolo para sus propios fines. A nombre de la adulación del hombre miren, contemplen... para qué se los digo... eso es lo que ustedes también han hecho muy bien, contemplar reflexivamente... Miren lo que ha hecho ese traidor: volver correctos, dignos y estimables al crimen, a la traición, a la codicia, a la explotación, a la miseria espiritual, a los cuerpos, a los potentados, a los poderosos... 

Pero nosotros exaltamos a la humanidad, señor, dijo Carlos suponiendo el acuerdo de José. 

Sí, lo sé, y eso me interroga y este dilema parece que va a acompañarme por toda la eternidad si es que sigo gozando de ella: fueron algunos de ustedes, de los hombres, los que me hicieron ver que mi falla había estado no en la creación del hombre sino en la de los ángeles. Gabriel me tiene hasta la coronilla gastándose todo el presupuesto en rituales, iglesias, catedrales, burocracias, pastores, curas, etc. Ya no lo soporto. En cambio ustedes han logrado persuadir a muchos de que el mundo, como está, no debe ser mantenido a no ser que se quiera acabar con la humanidad entera, con el planeta. 

¿Juegas al ajedrez? Preguntó, no ingenuamente, José.

Jorge Luis dice que sí y tiene razón en su pregunta fundamental, contestó el viejito.

¿Has muerto? Preguntó, socarronamente, Carlos.

Federico lo dijo de una manera insuperable, respondió el viejito. Y continuó: pero ahora debo dejarlos por un momento, tengo que hacer cosas entre otras decidir que voy a hacer con ustedes. Y se retiró
del lugar.

¿Qué crees? Preguntó Carlos a José. Creo que trata con una familiaridad inusual a los escritores y a los pensadores, viste cómo se refirió a Borges y a Nietzche. Yo creo que el viejito es sincero, ¿y tú? Carlos dijo: a mi me parece verosímil, lo que no me parece creible es que tu y yo, ambos declarados ateos pero preocupados por la confiscación de la espiritualidad por parte de los burócratas religiosos, estemos en el cielo. Pero él dijo que se retiraba para ver que iba a hacer con nosotros, total, dijo José, yo todavía me siento en la antesala de algo, no sé si el cielo, si el infierno, si el purgatorio o si el mismísimo limbo, pero sí en una antesala. 

Entonces el viejito regresó y proncunció estas palabras en un tono más solemne que el coloquial de antes de retirarse: ¡Hey! Carlos Monsivais, hijo querido del México rebelde y soberano y ¡tu!, José Saramago, quien llevas el nombre del que hice mi padre en la tierra pero al que nunca evangelista alguno le asignó voz, valido de mi majestad generosa les concedo el derecho a escoger la clase de otra vida que cada uno quiera para sí... Sin perjuicio de que puedan cambiarla cuantas veces les plazca. 

¿Y la sexualidad, maestro? Preguntaron los dos al tiempo, como si se hubieran puesto de acuerdo en las palabras... ¿Y la sexualidad, qué?

Libertad absoluta queridos hermanos, respondió el viejito, el buen Dios.

¿Y eso? No fue así en el génesis... La desnudez motivó el primer sentimiento de vergûenza del que tengamos noticia, padre.

Tranquilos, hijos: yo también leí a Sigmund. Con Lacan apenas lo estoy intentando, aunque no deja de asombrar escuchar a un francés diciendo que no hay relación sexual. 

Se despidieron los tres y en aquella sala nunca desapareció la luz. La que siempre se hizo.

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