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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

¿TODO TIEMPO PASADO FUE MEJOR?

DE BÁRBARAS NACIONES




“Todo tiempo pasado fue mejor”, todavía oímos decirlo y continúa asombrándonos tanto la supervivencia de la frase como la popularidad de la que goza.  Una vez dicha, son pocas las voces que la ponen bajo crítica y demasiadas las que la celebran con asentimiento propio de ovejas en rebaño.

Se dice por todo, al respecto de todo: de las costumbres, de las modas, de la música, del arte, de la política, de la educación, del bien decir… La lista es interminable tanto como la vida de la frasecita en cuestión. 

Yo disiento de ella radicalmente.  Alcancé a sufrir los libretos ejecutados por una concepción acerca de la educación según la cual la letra con sangre entra.  Como me gustaba estudiar mi sufrimiento no tuvo que ver con que mi cuerpo hubiera recibido castigo alguno para aprender.  Pero es que había otras cosas  que se procuraba hacer entrar con sangre: una manera de vestir, una manera de cortarse el cabello, unas maneras de saludar a la autoridad (“su reverencia”) que exigían inclinar el cuerpo y retirar la mirada.  La negativa a aceptar cualquiera de esas exigencias se traducía en castigo corporal para el que la autoridad se dotaba con toda clase de instrumentos: correas, chanclas, perreros humedecidos, puñetazos, bofetadas, pellizcos (estos últimos, a veces, acompañados con música, lo que llevaba a un primo mío a decir pellizque pero no musique, cuando su madre ejercía el sacrosanto papel de autoridad que le confería otra madre más santa y feroz). 

La dificultad para rebelarse contra esos castigos tenía que ver con dos cosas: la primera, la interiorización de la necesidad del castigo, al fin y al cabo nadie ponía en duda la importancia de llegar a ser alguien en la vida y árbol que nace torcido jamás se endereza; la segunda, porque entonces la autoridad era la que actuaba en gavilla pues los padres representaban, domésticamente, a las autoridades laicas y sacerdotales, siendo estas últimas, a su vez, representantes de la máxima autoridad que está en el cielo y que se nos enseñaba a representárnosla con rostro ceñudo y el auxilio de una libretita en la que apuntaba todas y cada una de las malas acciones que llevábamos a cabo en esta puerca vida, todo con el fin de estar actualizado el día del Juicio Final, cuando se decidiría la eternidad de cada uno, si en el cielo, contemplando extasiados a la Divinidad, o en el infierno, recibiendo castigo en el fuego eterno.

Cada niño, en privado, al recibir castigo, se enfrentaba, pues, con toda una gallada, una verdadera patota, organizada no según los preceptos de una escandalosa constitución política sino según la arbitrariedad de sus respectivos padres. 
Se nos dice que mientras eso fue así el mundo estuvo en orden, hágame el favor. Mientras se mantuvo incólume la combinatoria entre la interiorización de la autoridad y la condición gregaria de la misma, posiblemente las gentes no se atrevían a plantear un desafío abierto pues el castigo con que se amenazaba todo conato de libertad era una especie de realización de lo infernal en la tierra.

Recuerdo un suceso particular que en este momento puede auxiliarme como prueba acerca de la veracidad de mis evocaciones.  Tenía siete años y había sido matriculado en primer año elemental en el colegio de las monjas de la Presentación.  De la casa al colegio y del colegio a la casa, usábamos el autobús ofrecido por las monjas.  En ese autobús los puestos se asignaban siguiendo la diferencia de géneros: los hombres de la mitad del bus hacia delante, las mujeres de la mitad del bus hacia atrás.  La división era rigurosa así como la obligación de guardar absoluto silencio durante los trayectos, so pena de ser sancionados si hablábamos con alguien. Una monja se encargaba de vigilar que se cumplieran las órdenes de distribución y de mutismo impuestas.  Una vez enfermó gravemente mi padre por lo que fue hospitalizado lo cual generó en todos nosotros gran conmoción.  Un día, mientras nos dirigíamos al colegio, yo no pude contener mis lágrimas pensando en la eventualidad de que mi padre muriera y la monja-policía del bus, considerando mi llanto grave falta de disciplina, me envió a la última banca del bus, a sentarme en medio de las mujeres, cosa que ella consideraba castigo pero que para mi significó la recepción de una consoladora caricia  inolvidable por parte de la muchachita que a mi me gustaba. No contaré la escena de cuando aprendí a silbar, cosa que me sucedió justo en medio del obligatorio rezo que había que hacer antes de cada clase: después de lograr un silbido nítido y exacto como el de un rufián, recibí una trompada de la monja encargada de la clase que con su puñetazo en la boca me hizo derramar sangre, lágrimas y orgullo, porque, además, consideró necesario complementar el castigo colocándome al sol en la mitad del patio de recreo, durante este, para recibir las miradas inquisidoras de mis pares.  Tampoco relataré la escena casi diaria de mis compañeros que llegaban al colegio sin poder ocultar el tatuaje que habían dejado en sus piernas los fuetazos del día anterior, en casa.  Menos que hablaré del chico que convulsionó después de que su padre le obligó a fumarse toda una cajetilla de cigarrillos, obligación que incluía la aspirada en cada fumada, después de haberlo sorprendido fumando al escondido.

La letra con sangre entraba.  ¿Cuál letra?  Una pista: cada estrofa de nuestro Himno Nacional, por ejemplo, escrita por Rafael Núñez.  Esa letra que dice, por ejemplo, antes de inaugurar un seminario sobre la violencia en Colombia: “Cesó la horrible noche…”. ¿Cuál otra?  Los diez mandamientos, las obras de misericordia, las tablas de multiplicar, los manuales de urbanidad…

Pero no dejaré la impresión de una infancia absolutamente desoladora por la ocurrencia de estos hechos.  Porfía siempre la libertad, como la maleza, en el más obsesivo trabajo de los entramados del cemento, donde crecen tercas las yerbas.  Porque al lado de esos personajes siniestros infatuados con la idea de que representaban la autoridad divina y terrena, se erigían otros capaces de testimoniar su crítica para con esos métodos y de levantarse insurrectos contra su práctica. 

Otros que fueron capaces de poner el orden procedente de La Ilustración, sin miedo a ser castigados por ello.  La irreverencia decía, a ojos vistas de nosotros todavía envueltos en el temor, todo aquello que estaba prohibido decir enseñándonos que era posible entonces otros modos de pensar; que nos revelaban historias comprobadas, por ejemplo, que toda la jerarquía celestial, la que divide a los ángeles en Tronos y Potestades, en Querubines y Serafines, en ángeles y arcángeles, no era otra cosa que exacta copia de la jerarquía militar del Imperio Romano; o que las bienaventuranzas variaban según el autor, bienaventurados los pobres en Lucas, cristiano de las catacumbas, bienaventurados los pobres de espíritu de Mateo, cristiano de una religión convertida por el Emperador Constantino en Religión Oficial del Imperio; o que la energía y la materia ni se crean ni se destruyen sino que se transforman, versión de un Lavoisier que nos entregaba la idea de la eternidad del mundo material; o que donde manda capitán no manda marinero solamente es posible por el hecho de que los marineros no estaban sindicalizados, o que eso que se llamaba “La Violencia” no había sido otra cosa que la sevicia con la que se expropió a los propietarios de la tierra en beneficio de unos pocos terratenientes; o que…

Entonces llegaron esos maravillosos años 60’s, esa euforia colectiva de una generación que se declaró dispuesta a explorar otros modos de pensar, de sentir y de actuar, mundo posible para realidades alternativas, seguramente dando muestras de imposibilidad para controlar los excesos inevitables, pero dispuesta a acabar con la interiorización del miedo y a socavar la condición gregaria de la autoridad.  Movimiento libertario a nivel mundial, capaz de poner en jaque al establecimiento capitalista y a la burocracia autoritaria soviética, al tiempo que instauraba nuevas formas de organización social, pero sobre todo, nuevos modos de relación entre las generaciones, entre pares, entre amos y esclavos, entre hombres y mujeres.

Y ya la letra tenía que eliminar su proclividad draculiana, vampiresa, entonces los nostálgicos de un orden que prohibía la risa porque afectaba la piedad y, sobre todo, el temor a Dios, pusieron su grito en la tierra y organizaron la ordalía contrarrevolucionaria y dinamizaron su revancha exaltando los métodos mediante los cuales adhieren a su consigna fatal: viva la muerte.

Y entonces organizaron la reconstrucción de las cosas: a los despojados, desaparecerlos, a los dueños, expropiarlos, a los librepensadores, acusarlos de complicidad con el terror, a las mujeres libres, señalarlas como criminales, a los vencidos, declararlos vulnerables, a los menesterosos, envenenarlos, a los retrazados mentales, usarlos como muertos en combate… y así, como es hoy, como está sucediendo hoy. 

Retomaron el control sobre la tierra.  Se han tomado el gobierno.  Ahora quieren tomarse el Estado, todo el Estado. Después querrán retomar el control sobre toda la sociedad.  Dictarán conferencias en las que declararán porqué es lícito matar comunistas al tiempo que dictarán otras en las que declararán porqué el aborto es un crimen (claro: les dejarán sin materia prima para el futuro).

¿Todo tiempo pasado fue mejor?     

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