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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

UNA FASCINACIÓN ESPECIAL




EL PRESTIGIO DE LOS TRAQUETOS Y LOS MEDIA


La, para muchos, desconcertante decisión de promover dramatizados que se relacionan con la cultura narco en la televisión nacional, asombra tanto como el desconcierto mismo.  La protesta se ha hecho sentir de varias maneras y las programadoras han tenido que ceder, por lo menos, respecto de los horarios de transmisión que seguramente se habían seleccionado después de los estudios de marketing correspondientes.

Empresarios que suspenden la pauta publicitaria, manifestaciones de televidentes inconformes a través de diversos medios de expresión, columnistas de opinión de distintos diarios, todos a una, manifiestan explícita y decididamente su malestar.

Con todo esto, y muy a pesar de quienes protestan, su reacción contribuye a revelar exitosa la fórmula publicitaria que calculaba poner en boca de todos, para bien o para mal, su producto.

Porque eso son los dramatizados, simples mercancías que se lanzan a la circulación  dispuestas a situarse depredadoras en el salvaje ambiente del intercambio.  Cautivando poblaciones atrapadas por el interés en el dramatizado, el producto cumple el cometido de interceder para que otras mercancías, incluidas las promociones gubernamentales, encuentren receptores a los cuales se les repita insistentemente el mismo contenido hasta lograr el cometido de convertir en verdadera cualquier afirmación a fuerza de repetirla.

Como producto ideológico, esta clase de dramatizados relacionados con la cultura narco, ha logrado situarse buscando legitimidad en tanto que resultado del ejercicio de la libertad, al tiempo que justifica su ocurrencia presentándose como la manera más adecuado de abordar una realidad trágica como ha sido la que, se supone, se representa en el dramatizado. 

Se procura legitimar como pharmacon y como demostración.  Como remedio, se supone que hace las veces de instigador de una cierta catarsis reparadora; como demostración, se postula prueba de la existencia del derecho a la libre expresión.  Libretistas, directores, actores y productores coinciden en señalar estas bondades, sobre todo la primera y esto porque parten del supuesto de que el televidente actual es otro muy distinto del feligrés que, presa de la ignorancia, obedecía ciegamente los mandatos de un pastor que se promovía como representante en la tierra de la única verdad existente.

Es cierto que el televidente actual difiere del feligrés antiguo, sin embargo, cabe preguntarse si la alfabetización que ha recibido le haya servido para mejorar sus criterios filosóficos y estéticos y, con ello, pueda refrendar la supuesta superación realizada.  “Amar es más difícil que matar”, expresa el slogan promocional del seriado Rosario Tijeras de RCN; me pregunto si todavía estamos en condiciones de entender que, en efecto, amar es más difícil que matar… para el matón, no para cualquiera, sino para aquel que a través de tantos testimonios nos ha informado de lo fácil y rutinario que se ha vuelto, en su vida, el acto de asesinar a otros.

Yo tengo la impresión de que las fascinaciones actuales con la cultura narco, son prolongación de las fascinaciones tempranas, aquellas que coadyuvaron a la creación de las primeras bandas criminales ligadas al narcotráfico.  Mientras el criminal formaba su banda, tenía que demostrar lo fácil que era matar al tiempo que balbucía todas sus inhibiciones cuando del amor se trataba y que sobre compensaba convirtiendo su objeto de amor en extensión de cualquiera de las mercancías circulantes, en “bamba” a exhibir como prueba de poderío. 

Las fascinaciones actuales reportan la extensión a la esfera pública de las idealizaciones particulares con las cuales se consiguió su apogeo y su entronización en la sociedad.  Estas bandas no están regidas por estatutos, reglamentos ni órganos de poder a los cuales deban someterse sus miembros, jefes incluidos.  Ellas se conforman alrededor de la demostración de crueldad de uno que termina por convencer a otros de su incuestionable don de mando.  Hacerse a lo más peligroso y configurar el círculo de poder con aquellos y aquellas que hayan dado muestras suficientes de impiedad y de agallas, garantiza una hegemonía que nunca se detiene en su afán por demostrar los alcances de su crueldad. 

Más de un jefe en la legalidad puede sentirse tentado por empresa tan rentable, eximida de todo apego a la ley y que con desvergüenza absoluta se sustrae de obligaciones contractuales, códigos laborales, constituciones políticas y auditorías externas. Liquidar un compinche es más barato (“más fácil”) que liquidar un trabajador…Matar es más fácil que amar…

La fascinación temprana prende y crece sobre la tierra abonada de las propias miserias que hacen parte de nuestra humanidad y de la sangre derramada como resultado del poder disuasivo de los criminales en contubernio con quienes estaban obligados a combatirlos.  Antes de haber prendido en la expectancia del televidente, no podemos olvidar que la fascinación por los réditos que ofrece la criminalidad, prendió inicialmente en muchos de los que estaban llamados a combatirla casi todos justificando su rendición con la discutible idea de que todas las fortunas, legales e ilegales, se habían hecho mediante la combinación de todas las formas de acción posibles.  A su incuestionable éxito debe agregarse la pusilanimidad reinante en amplias capas de la población que, incapaces de construir un proyecto político mediante el cual sacar adelante a una sociedad en crisis, prefieren, como el avestruz, enterrar su cabeza en la tierra para no ver lo que sucede alrededor.

Me parece que el slogan “matar es más fácil que amar” es un muy buen slogan de guerra que demuestra su utilidad cuando se descubre que la población es renuente a tomar las armas y se desea conseguir su coraje al servicio de alguna causa desesperada.  La burguesía de la capital colombiana sabe que los recursos que empleó para mantenerse hegemónica hasta hoy se agotan: se agota el empleo de fuerzas ilegales puestas a su servicio y con las que hoy se lanzan acusaciones recíprocas; se agota la ficción mediante la cual nos han hecho creer que el dominio del hampa exclusivamente sucede en lo que, eufemísticamente, ellos llaman “provincia”; se agota la creencia de que el mercado sería el único regulador que conduciría a la prosperidad de los pueblos y, por sobre todo, se agota la creencia de que sus productos ideológicos todavía son capaces de filar el rebaño como ellos desean.  Si alguien se toma el trabajo de observar la participación de la gente en los centenares de festivales culturales que se realizan en todo lo largo y ancho del país, entenderá que la población de televidentes no necesariamente se confunde con un grupo de feligreses. 

Hay que tomar las cosas en su real dimensión.  Cada televidente tiene la potestad de elegir si ve o no ve lo que se le ofrece.  Él tiene el control en sus manos.  Al mismo tiempo puede establecer qué es lo que fascina a la burguesía de la capital de toda esta llamada cultura narco, para darse cuenta de que esta fascinación nació al tiempo  que se formaron las primeras bandas criminales, que viene de antiguo.  Solo que ahora sus descendientes, menos apegados a la formalidad de los valores que practicaban sus antepasados, han encontrado en el ejercicio de la libertad y en las propiedades del pharmacon, un modo de intentar reorganizar la sociedad que sus padres nunca pudieron organizar como querían. 

Si deciden cerrar la revista Cambio, a pesar de que generaba utilidades, y mantener viva la revista Don Juan, a pesar de que genera grandes pérdidas, esto es un indicador preciso de cuáles son los intereses que los asisten.  En la representación mental contemporánea de estos descendientes de la burguesía capitalina, ofician Jaime Bayly, José Obdulio Gaviria y Plinio Apuleyo Mendoza un ritual que celebra todo tiempo pasado como mejor y anhela su restitución no importa cuanta sangre sea necesario derramar para su propia salvación y gloria.  Y todo a nombre de la opinión pública.

Santiago de Cali
Febrero 10 de 1010



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