El capítulo IV de la primera parte del Leviatán se titula Del Lenguaje y es donde Hobbes presenta su conocimiento acerca del origen del lenguaje.
Amante y seguidor de una concepción basada en la geometría, Hobbes primero destaca como afirmación contundente que más que la invención de la imprenta, con todo y lo ingenioso que tuvo su invención, se rinde en importancia ante la invención de las letras.
Hay que ser osado: tenemos a un pensador que contempla a sus contemporáneos extasiados ante la invención de un instrumento que vendría a cambiar muy radicalmente las cosas con respecto al conocimiento y a su difusión. Es como si no se dejara llevar por el inevitable entusiasmo y por tal motivo pudiera llamar la atención acerca de una invención sin la cual la imprenta poco habría tenido que hacer, la de la letra.
La teoría acerca del origen del lenguaje que Hobbes menciona es la que atribuye a Cadmo, el hijo de Agenor, rey de Fenicia, el haberla llevado a Grecia. Hobbes destaca como beneficio de tal invención, la perpetuación de la memoria del tiempo pasado y la posibilidad de conjunción del género humano disperso en tantas y en tan distintas regiones de la tierra. Pero agrega además que la dificultad de tal invención radica en que ella es el resultado de una minuciosa observación del movimiento de labios, paladar, lengua y otros órganos de la palabra. Un proceder siguiente en la dificultad sería la diferenciación de caracteres para representar las letras.
El lenguaje vendría a ser aquello que, usando las letras, permitiría la nominación de las cosas y la conexión de esas nominaciones diversas. Por el lenguaje se enuncian los pensamientos pero también se pueden recordar y él estaría en el origen del gobierno, de la sociedad, de los contratos, de los tratados que harían a los humanos superar la condición de los leones, los osos y los lobos.
Creyente como era, Hobbes destaca que el primer autor de la invención es Dios mismo que instruiría a Adán en cómo llamar a las criaturas que le presentaba. No obstante, inmediatamente Hobbes registra no encontrar en la Escritura relato que permita inferir que se enseñara
… a Adán los nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos, fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún las de entidad, intencionalidad, quididad, y otras, insignificantes, de los Escolásticos[1].
Todas ellas debieron ser inventadas por la posteridad de Adán, pasando por la confusión de lenguas en la torre de Babel construida para salvarse de otra inundación, mito que explica la diversificación del lenguaje a través de la dispersión.
La madre de todas las invenciones, la necesidad, también daría luz a esta invención. Debemos destacar el hecho de que la complejidad del invento se debe al hombre mismo, esto es, que en tanto la invención obliga a la diversidad, esto sucede a pesar de la determinación de la divinidad, en incluso, contra la intención que se le adjudica.
Tal vez por eso Hobbes da paso rápido al asunto de la autoría y pasa directo al uso del lenguaje. Su misión es la de traducir la serie de pensamientos en serie de palabras con dos fines: poder recordar las ideas de tal manera que los nombres sirvan como marcas del recuerdo y servir de comunicación entre los hombres que acuerdan un uso compartido de las letras, para lo cual las letras se denominan signos.
Pero hay más, se trata de los usos especiales del lenguaje que son: registrar lo que por meditación descubrimos como causas de las cosas, presentes o pasadas, y lo que ellas pueden producir, lo que sería el origen de las artes; mostrar a otros los conocimientos adquiridos (la enseñanza); mostrar cuáles son nuestros propósitos o intenciones con el fin de solicitar ayuda y concederla; jugar inocentemente con las palabras, “para deleite nuestro” (¿Joyce prefigurado?).
A esas cuatro virtudes se corresponden cuatro vicios: cuando somos descuidados en las palabras con que denominamos las cosas, nos engañamos a nosotros mismos; cuando se usan metafóricamente, se engaña a los demás; cuando mentimos acerca de cuál es nuestra voluntad y, finalmente, cuando usamos las palabras para agraviarnos unos a otros.
Pero hay más: verdad y falsedad son atributos del lenguaje y no de las cosas. Donde no hay lenguaje no existen verdad y falsedad… puede haber error, pero no verdad y falsedad en las cosas. Por eso la verdad y la falsedad solamente pueden imputarse al hablante y no a las cosas. Definir es el primer proceder para poder estar en el campo de la verdad.
La consecuencia que se desprende de lo anterior es fundamental: es necesario colocar las definiciones de los autores que anteceden al estudioso para efectos de establecer la verdad o falsedad de las mismas. Esto implica un proceder que se reclama partidario de pensar y renuncia a considerar pensamiento sinónimo de sumisión y obediencia.
La corrección del uso de los nombres es condición necesaria para instaurar la comprensión de las cosas.
Así en la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones, finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus meditaciones propias; quedan así tan rebajados a la condición del hombre ignorante, como los hombres dotados con la verdadera ciencia se hallan por encima de esa condición[2].
Es al lenguaje al que debe atribuirse la ignorancia, o más precisamente, a su mal uso. En tanto que los hombres abundan en copiosas palabras, del uso que hagan de ellas serán sabios o “más malvados que de ordinario”.
Y nótese esta advertencia de naturaleza etiológica:
Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordinariamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la enfermedad, o por defectos de constitución de los órganos). Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de locos que las avalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de una Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva.[3]
Logos es el nombre griego que significa al mismo tiempo lenguaje y razón, pues para ellos no era posible el raciocinio sin el lenguaje.
Hobbes pasará a relacionar las cosas expuestas hasta el momento (sensaciones, imaginación y consecuencia de imaginación) cuando agrupa en cuatro clases la diversidad de palabras que pueblan el lenguaje: en primer término una cosa puede considerarse como materia o cuerpo, siendo las palabras nombres de materia; en segundo término, debe considerarse algún accidente o cualidad de la cosa (caliente/calor, movido/movimiento, largo/longitud), que también permiten distinguir las cosas entre sí; en tercer término, se consideran las propiedades del propio cuerpo mediante las que se hacen distinciones, es decir, que las cosas son vistas por nosotros en lo que se considera nuestro acto y no a la cosas misma; finalmente, se le adjudican nombres a los nombres mismos, como cuando decimos interrogación, universal, equívoco, nombres que lo son de expresiones. Existen además los nombres negativos como nada, nadie, etc.
Por fuera de estos grupos Hobbes considera que “todos los demás nombres no son sino sonidos sin sentido”. Tanto en lo referente a los neologismos como a las palabras compuestas que entrañan una contradicción entre sí, como es el caso de sustancia incorpórea o cuerpo incorporal.
La advertencia final por parte de Hobbes suscita nuestra admiración:
Aunque la naturaleza de lo que concebimos sea la misma, la diversidad de nuestra recepción de ella, motivada por las diferentes constituciones del cuerpo, y los prejuicios de opinión prestan a cada cosa el matiz de nuestras diferentes pasiones. Por consiguiente, al razonar un hombre debe ponderar las palabras; las cuales, al lado de la significación que imaginamos por su naturaleza, tienen también un significado propio de la naturaleza, disposición e interés del que habla; tal ocurre con los nombres de las virtudes y los vicios; porque un hombre llama sabiduría a lo que otro llama temor; y uno crueldad a lo que otro justicia; uno prodigalidad a lo que otro magnanimidad y uno gravedad a lo que otro estupidez, etc. Por consiguiente, tales nombres nunca pueden ser fundamento verdadero de cualquier raciocinio. Tampoco pueden serlo las metáforas y tropos del lenguaje, si bien éstos son menos peligrosos porque su inconsistencia es manifiesta, cosa que no ocurre en los demás[4].
No se diga, pues, más.
Muy interesante!!
ResponderEliminar:)
Gracais por la información, me ha sido de mucha utilidad!!