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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

¿UNA ANTICRÓNICA?

CRÓNICA DE ALGO QUE NO SE DEBE HACER EN CASO DE SUMA URGENCIA PERO QUE SE HACE AUNQUE POCO A POCO VAMOS SABIENDO POR Q

La pequeña historia del anciano de la que trata esta crónica procede de la narración de su hijo a este periodista ambulante que ha decidido volver su deambular por estas tierras sin dios ni ley oportunidad para satisfacer la necesidad de dejar testimonio escrito de las muchas cosas que suceden sin que hagamos nada para impedir su repetición trágica, siempre trágica. Y de paso ganar algún dinerillo que permita medio bien vivir.

Le voy a llamar Tomás, a pedido suyo, en homenaje particular e ínfimo a Hobbes, el brillante escéptico autor del Leviatán.  Soy un viejo estudioso del inglés, como que llevo ya cincuenta años inmerso en su obra.  ¿Algún fin en particular? -pregunto.  No: simplemente para enterarme acerca de dónde estoy parado. Se gana mi interés, por supuesto. 

Interesa saber cómo fue que llegamos a esta conversación de la que he repetido apenas el fragmento que me llevó a suspender por unas horas mi desplazamiento a otra ciudad. 

Yo estaba liquidando mi cuenta en el hostal donde me había hospedado.  Había decidido hacer una escala en la ciudad de C., para descansar un poco.  Llegué a ella una noche de sábado planeando salir al día siguiente hacia P., situada a dos horas y media de allí.  Cuando me disponía a pagar la cuenta, se asomó al recibidor un hombre que de entrada llamó mi atención porque traía un libro grueso en una mano.  “Vea pues, me dije: alguien que sabe sacar provecho a su oficio”.  Desde hace mucho tiempo llaman mi atención aquellos oficios que dan oportunidad al trabajador de contar con suficiente tiempo para leer, como este del recibidor del hostal.  Lector vicioso como soy, practicante fiel de los diez mandamientos imprescriptibles del lector de Daniel Pennac, la necesidad de satisfacer los apremios de la vida con mi trabajo, me llevan a envidiar aquellos oficios en los que se consigue un pago a cambio de conceder todo el tiempo del mundo, como para que se pueda leer como se desee, sin que las interrupciones sean demasiado perturbadoras y no afecten la continuidad de la lectura.

Este hombre no aparentaba más de 45 años, se le veía un semblante jovial y se presentaba discreto en el trato sin exagerar la amabilidad.  Un buen tipo, podía pensar cualquiera.  Pero tenía un libro en sus manos y, mientras imprimía la factura no pude contener mi deseo por saber cuál libro estaba leyendo.  El Leviatán, de Hobbes, me respondió mientras me colocaba la portada en la visual.  Efectivamente: encabezada con el nombre del autor, aparecía la totalidad del título, Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil; la imagen de Hobbes interrumpía, parcialmente la tres últimas palabras del título, bigote, chivera y  pelo largo, y una mirada de preocupación que muy seguramente, imaginé, fue el gesto que se dibujó en su rostro cuando pesquisaba en los motivos que lo había llevado a afirmar que el hombre era lobo para el hombre.

Siento venir un tema de interés para mis crónicas de errancia cuando un suceso cualquiera me lleva a evocar asuntos de interés para todos.  Esa sentencia hobbesiana siempre me ha parecido perturbadora pues me crié en un ambiente en el cual se creía que el hombre era un ser bueno solo que la sociedad se encargaba de corromperlo, concepción que, no era de esperarse otra cosa, me había llevado a militar en toda clase de proyectos utópicos destinados a reformar la sociedad que corrompía la bondad de los seres humanos.

Allí me vi, pues, apurado por averiguar lo que solería averiguarse en estos casos si los seres humanos nos mostráramos más interesados por conocer, en vez de envidiar, los bienes ajenos.  ¿Estaría haciendo un postgrado en ciencias políticas este hombre?  ¿Estaría ayudando a hacer una tarea de filosofía a un hijo adolescente?  ¿Se había enamorado de una muchacha y quería ayudarla con una tarea o prepararse para hacerse el interesante con ella y seducirla?  Cuando sentí que las preguntas comenzaban a apoderarse de todo mi pensamiento, de inmediato visualicé mi viaje a la ciudad de P., durante dos horas y media sin poder desviar la atención hacia otros temas y fue entonces cuando decidí postergar mi partida. 

Explicarle quién era yo y qué hacía y pedirle que suspendiera la liquidación de mi factura fueron dos acciones que tuve que llevar a cabo en ese  orden,  queriendo atenuar cualquier malestar procedente de haber interrumpido una acción que él ya había llevado a cabo.  No pareció dar muestras de enojo alguno y, por el contrario, me manifestó que deseaba saber más acerca de mi oficio, el de cronista itinerante, dado que contrastaba radicalmente con el suyo, el de portero de hostal.  Era para celebrar aquel interés especular, le manifesté, pero yo estaría dispuesto a hablar de lo mío si el accedía a ser parte de esta crónica, contándome acerca de su interés por la lectura de un libro como ese.  Agregué manifestarle mi intriga acerca de oficios como el suyo que dejan todo el tiempo para la lectura.  No crea, a veces también me aburro leyendo.  Es de los nuestros, pensé, imaginándome en asamblea a la comunidad de fieles organizada alrededor de los diez mandamientos imprescriptibles del lector y gritando ¡viva! con esta  adhesión.

CONTEXTO PARA UN PROYECTO

Tenía cincuenta años, me dijo, antes de pedirme que si iba a escribir su nombre ocultara el verdadero y, en su lugar, usara el de Tomás.  Fue cuando se dio el fragmento de conversación que mencioné al principio de esta entrega. 

Cincuenta años más o menos bien vividos, explicaba y advertía, si por calidad de vida se entiende haber tenido una historia de amor, carecer de deudas bancarias y de enemigos peligrosos.  Le gustaba leer desde los 25, me explicó porqué: fue a consecuencia de un doloroso percance amoroso, la novia que amaba  murió de un cáncer en el seno y yo encontré en la lectura un modo de pensarla sin querer morirme con ella

Huérfano de madre desde los 10 años (también un cáncer de seno la mató) había quedado con su padre, un viejo artesano del cuero que tenía su taller en casa y acompañaba su oficio escuchando grabaciones de escritores famosos que una conocida emisora cultural había sacado al mercado en cintas de grabación. Su padre trabajaba duramente para cumplir dos sueños: dar educación a su hijo y comprar un lote en el centro de la ciudad para construir un hostal y pasarse a vivir en él, combinando las labores de su oficio artesanal con las de atención a los huéspedes.  Hay que decirlo: su padre era un magnífico conversador que gustaba de intercambiar opiniones con extraños porque, decía él, quien habla con forasteros le es más fácil tranquilizarse sabiendo que en todas partes del mundo hay problemas.

Cuando Tomás cumplió 22 años, se fue a vivir con su padre al hostal ya terminado.  Hostal La Esperanza, lo llamó, en homenaje a su esposa fallecida años atrás y a la que siempre evocó con el apodo de La Pera, añadiendo a este apodo, casi todas las veces, palabras de cariño como dulce y refrescante antes del hueso o redondeadita como  nalgas de muchacha negra. Tomás ya había conocido a Marisa, y todavía no sabía que en tres años se le iba a morir.  Él estaba realizando sus estudios de medicina en la universidad y comenzaba sus prácticas clínicas en el hospital universitario, a donde un día llegó Marisa acompañando a un familiar que requería de atención médica urgente.  Le faltaban tres años para graduarse.  Conocerse fue fácil, Marisa me hizo creer que yo la había sanado de un mal del espíritu haciéndola reír, y, por eso, había decidido no enamorarse de nadie más a partir de entonces. 

El no se sentía conforme con el ejercicio de la medicina.  Demasiado entrenamiento, poca formación. Se vuelve uno un presumido insoportable creyendo que tiene poder sobre la enfermedad y sobre la muerte. La primera lección que a uno deberían enseñarle en la facultad es la de que la naturaleza obra y el galeno cobra.  Sin embargo yo creía que podía hacer el bien con mis conocimientos y esto era lo que me sostenía durante los duros años de carrera. Sin embargo el amor de Marisa contribuyó a sostenerlo en su empeño pues su intervención fue exitosa con el familiar que ella había acompañado, un tío que se salvó por habérsele practicado una cirugía a tiempo.  Tomás movió cielo y tierra para que no se le dejara en la eterna espera de la agonía que es la sala de urgencias del hospital, allí donde uno se siente en las puertas del infierno porque todos los aliviados que deambulan por allí vestidos con sus uniformes ponen una cara de me importas un soberano pito, que eso no puede suceder sino en los mismísimos infiernos.  Así, el tío de Marisa fue intervenido a tiempo, salvándolo de una peritonitis y muy seguramente de la muerte.  Cuando le preguntaba porqué me quería ella me decía que porque me había visto salvar una vida. ¡Imagínese usted!  Yo qué iba a saber que tres años después no solamente dejaría de existir sino que se iría dejándome con el pensamiento de que en la otra vida me estaría odiando pues esa vez no pudo verme salvando la suya.     

Tomás, en el escaso tiempo que le dejaban sus obligaciones de practicante, ayudaba a su padre en el hostal. Y, claro que aprovechaba, nadie tiene motelcito gratis así no más, como para despreciar el papayaso.  Su padre lo sabía y nunca le hizo advertencia alguna al respecto, Marisa también se había ganado su cariño y él era de esos hombres, cada vez más escaso, capaz de entender un embarazo inesperado y abrir campito al nieto o a la nieta y celebrar el asunto sin ponerle mayores perendengues epidemiológicos moralizantes. Así que a Tomás le era fácil la vida aunque con Marisa jamás llegó a hablar de la posibilidad de un embarazo.  Ambos creían que lo mejor era cuidarse de un accidente pero sin magnificarlo más allá de la simple precaución pues, en caso de quedar embarazada, ambos estaban seguros que la cría sería hija del deseo y por tanto podrían considerarla deseada cuando les preguntaran en el Centro de Salud por el embarazo.  Aunque a mi me habían dado la más estúpida de las lecciones en la facultad. Me habían enseñado a creer que hijos deseados eran aquellos que procedían del mutuo acuerdo y del deseo explícito de los padres.  Yo abominaba esa idea tan propia de un pensamiento corto y de clara influencia escolástica.  Un hijo deseado es aquel que nace del deseo y por deseo sexual no entendemos propiamente una sesión deliberativa entre marido y mujer haciendo cuentas más o menos así, bueno ya tenemos el carrito, ya tenemos el apartamentico ahora sí podemos tener el hijito. Así, con diminutivos que es como hablan las almas atormentadas.  Eso no se llama concebir, eso se llama calcular, pura contabilidad de parroquia.

El punto es que la vida de Tomás transcurría tranquilamente creyendo que no era necesario pedirle más que lo recibido.  Marisa creía en él y sabía acompañarlo en sus momentos de duda, sobre todo los que sobrevenían después de cumplir un turno en urgencias y era testigo de que el maltrato a los pacientes por parte de una actividad rutinaria que sabe escamotear maliciosamente las preguntas al respecto, no provocaba sino deseos de vomitar sobre el carro último modelo del jefe de compras del hospital. Ella era la única persona capaz de no decirme esa babosada de que la vida era así y que había que aceptarla como tal como era. Era lo suficientemente inteligente para estar en silencio conmigo, acompañándome hasta que de repente me salía con eso de que bueno, hagamos de cuenta que este turno te ha dejado un chichón no en la cabeza sino en la mente y hagamos algo que por lo menos te quite el dolor en este instante. Y algo se nos ocurría, o a ella o a mi, pero algo se nos ocurría, entonces yo renovaba fuerzas para volver al día siguiente casi como nuevo.

Mi padre también sabía llevar las cosas de una manera tranquila.  Él decía que su vida había valido la pena haberla vivido por el solo hecho de haber conocido a mi madre que, sin ser una perita en dulce, era su peraEl decía que yo le había quedado mejor hecho que cualquiera de sus obras de talabartería y que no había sido propiamente con las manos, aunque estas le habían ayudado para que esa vez La Pera hubiera dado el mejor de sus óvulos. 

Tomás destacaba como lo mejor de su vida la existencia de esos dos seres con los que se veía a diario.  Todas las mañanas se levantaba después de que era llamado por su padre, ambos dejaban tendidas sus camas y luego de bañarse iban a la cocina a preparar el desayuno y dejar hecha parte de las dos comidas restantes del día.  Habían acordado que no comenzarían ningún día escuchando noticieros en la radio y en sintonizar una emisora que pasaba música clásica continuamente, suspendiendo apenas cada hora para recordar a los oyentes el nombre de la emisora. Tal vez por eso no nos envenenábamos desde tan temprano con las noticias.  Era una especie de terapia preventiva que mi padre me había enseñado desde pequeño, aunque yo sabía que mientras me ausentaba, él sintonizaba programas radiales en los cuales se hablaba de pendejadas todo el tiempo y él se divertía con ellas.  En varias ocasiones lo sorprendí pero nada le decía, él mismo me había enseñado que el único derecho humano que él reconocía era el derecho a contradecirse y hágame el favor si lo practicaba. 

Marisa comenzó a enfermarse meses después de que se enteró que su padre andaba en malos pasos en la vida y les hacía creer a su madre, a sus hermanos y a ella, que el negocio estaba prosperando fruto de su empeño.  Ella se dio cuenta de que andaba con una personas que no eran desconocidas para Tomás y su padre, algunos de ellos eran clientes de este último.  Nunca se quejó por ello pero desde ese día en su cara apareció un rictus de emoción contenida que nunca la abandonó hasta su muerte.  No es bueno para tu salud que no saques todo lo que piensas, yo le decía, pero ella me calmaba diciendo que ella tenía su modo de hacerlo y que no pasaba por el acto de hablar.  Para Tomás este no era otro que un signo de bondad extrema de Marisa como que también estaba seguro de que las personas que sueles aguantarse las rabias terminan enfermando generalmente de una enfermedad agresiva directamente proporcional a la emoción contenida.  Cuando Tomás cumplió 24 años, Marisa le dijo que le habían encontrado un cáncer en el seno y que empezaría su tratamiento a la semana siguiente.  En tres meses se la llevó y eso que contó con los mejores especialistas para su tratamiento.  Faltando dos días para morir hizo llamar a su padre al que le pidió que por amor a su familia dejara los enredos en los que se había metido.  En esos tres infernales meses fue la única vez que le vi atenuarse el rictus de dolor que se había apoderado de su rostro.  Pronto entró en coma y permaneció dos días así hasta que murió. 

Tomás abandonó la facultad de medicina inmediatamente.  Después del entierro se negó a volver y decidió permanecer en casa oyendo música el día entero.  Como su padre permanecía allí, este se daba sus modos para darle vuelta periódicamente sin decir palabra.  A veces, entreabría la puerta de la habitación, y se decidía a seguir, sentarse en la cama, a su lado, sobarle la cabeza y decirle cualquier cosa a propósito de nada.  Luego se marchaba a seguir con sus monturas y sus cinchas y sus correas y sus bolsos y sus muebles y sus programas radiales de maricones y de viejas chismosas y de profesionales timoratos invitados a decir pendejadas para justificar el cobro de la pauta publicitaria de las emisoras. 

 

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