Eduardo Botero Toro
1965: pocos años han transcurrido desde el triunfo de la Revolución Cubana y menos del asesinato de John F. Kennedy. Recuerdo haber escuchado por la radio el anuncio de este último, un mediodía de noviembre de 1963. Se interrumpió el programa humorístico que transmitía la Cadena Radial Colombiana, CARACOL, entonces verdaderamente colombiana. Montecristo y sus aventuras. Un personaje de su picaresca, femenino, no lo llamaba por el nombre completo, Montecristo, sino por su apócope, Monte. Él le respondía a su llamado con una pregunta: “¿Ya?”. Risas. Un grito interrumpió la transmisión: “¡El repórter Esso! El repórter Esso!” Kennedy, el presidente de los Estados Unidos, el gestor de la Alianza para el Progreso (estrategia destinada a frenar los posibles efectos contagiosos de la Revolución Cubana), era asesinado. Montecristo se fue, ese día, para el carajo. Todos, cubiertos por la estructura del viejo Volkswagen de mi padre, quedamos en silencio. Mi padre se lamentaba, él derivaba beneficio en el precio de los repuestos para tractor que enviaban los Estados Unidos a través de la Alianza para el Progreso.
Entonces teníamos acceso a la realidad también a través de la prensa. El Colombiano, diario de influencia conservadora, contenía tres columnas de aparición regular. “Brevísimas” que, como su nombre indicaba, contenía notas acerca de sucesos ocurridos en el partido del domingo, ocurrido en Medellín, y “De los estrados judiciales”, también de aparición semanal, en la sección de páginas rojas, y en la que su autor convertía en crónica algún suceso criminal destacado. La tercera columna en realidad era una clasificación, se denominaba así: “Clasificación Moral de las Películas”, en referencia a las que se presentaban en los cinematógrafos de la ciudad. El autor, un cura llamado Fernando Gómez, dividía las películas en: Todos, Mayores de 18 años, Malas ("ofrecen serios peligros morales") y Malas ("prohibidas para todo católico”). De aparición diaria, daba a entender que la asistencia a estas últimas significaba cometer pecado mortal y, en algunos casos, hasta sacrilegio.
La Tele apenas cumplía 11 años, había comenzado a funcionar en 1954, bajo la dictadura de Gurropín (Gustavo Rojas Pinilla). “El Mundo al Instante” y “El Mundo al Vuelo”, eran los dos noticieros, el primero auspiciado por la famosa compañía alemana Lufthansa y el segundo por la empresa de aviación nacional, Avianca. ¿Desnudos en la tele? Ninguno. Pero ya la minifalda venía en camino. Por lo pronto nuestros padres, cuya máxima figura erótica hasta la fecha había sido la sota de bastos de la baraja, ahora empezaban a recibir, clandestinamente, fotografías en blanco y negro de bellísimas mujeres, desnudas tal y como habían venido a este pícaro mundo. Pecado mortal, se consideraba coleccionarlas y verlas.
Todavía la misa era obligatoriamente en latín, había que ayunar sólidos tres horas antes de comulgar y líquidos una hora. Los desmayos en la misa de ocho de la mañana, lipotimias relacionadas con la hipoglicemia, eran llamados desmayos de iglesia. Al cólico de la apendicitis, cólico miserere y al consumo de Pony Malta con huevo, pecado mortal, tal vez por los supuestos beneficios afrodisíacos. En el colegio había dos capellanes, uno de origen antioqueño y el otro de origen alemán que no comprendía bien el español. La fila para confesarse con el alemán supera diez, veinte veces, la fila para confesarse con el antioqueño. Creíamos que la internacionalización de nuestros pecados haría más meritorio el estado de gracia en que quedaríamos después de confesarnos. Ya se nos había enseñado la fórmula para confesarnos sin tener que entrar en engorrosos detalles: “Acúsome padre por haber pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Con el alemán funcionaba, penitencia inmediata. Con el antioqueño no, el tipo pedía detalles… Nos obligaban a la misa diaria con sermón incluido, generalmente refiriéndose a los pecados de la carne. Los tres enemigos del hombre, según el catecismo del padre Astete, eran: el mundo, el demonio y la carne. Un charlatán sostenía que con los precios que había adquirido esta última no podía pensarse sino en tratarla como enemiga.
“La Hora Católica” pasaba semanalmente en la radio, con la locución del padre Fernando Gómez, el mismo de la “Clasificación Moral de las Películas”. Vagabunderías según el padre: que las mujeres asistan con manga sisa o con slacks a la misa, que las mujeres casadas no se confiesen después de cumplir con el sagrado deber conyugal, que fumen, que digan palabrotas como los hombres y que tengan relaciones íntimas con sus novios sin haberse casado. Hasta hacía pocos años era pecado mortal leer El Tiempo, periódico capitalino de orientación liberal. Liberal manchesteriana. Excelentes caricaturas a color en su edición dominical. Mi tía era suscriptora.
En 1965 un médico ginecólogo, el Dr. Fernando Tamayo Ogliastri, deseoso por dedicarse al tema de la planificación familiar, fue advertido severamente por sus colegas de que podía ser excomulgado y quedar sin licencia profesional. La Iglesia Católica proscribía todos los métodos anticonceptivos que no se rigieran por la metodología de Ogino o por la práctica de la abstinencia. Las mujeres ricas, tal vez a sabiendas de que era la Iglesia la que dependía de las arcas de sus maridos, más que ellas depender de la Iglesia, tenían acceso a información y a métodos anticonceptivos y capacidad para ignorar deliberadamente las advertencias de las autoridades eclesiásticas al respecto de su uso.
Fernando Tamayo contribuyó a democratizar el acceso de todas las mujeres a la anticoncepción a través de la creación de PROFAMILIA, como entidad responsable de atender una solicitud que pronto evidenció el debilitamiento de la influencia eclesiástica en la determinación del comportamiento sexual, toda vez que, progresivamente, fueron más y más las mujeres de toda condición que se acercaban a la institución en busca de asistencia técnica destinada a evitar los embarazos. En 1965 llega y se aplica el primer dispositivo intrauterino, con el que, junto con los anticonceptivos, se hizo imposible retornar al tiempo en que la mujer acrecentaba su sometimiento a través de la imposibilidad por controlar sus embarazos. Más de 18.000 pacientes atendidas hasta la fecha, da cuenta de una política pública que contribuyó a transformar la concepción acerca de la sexualidad y, también, a resignificar el papel de la mujer en la familia y en la cultura.
Las reacciones, a nivel de la vida cotidiana, eran variadas. Muchos esposos conseguían anular sus matrimonios cuando demostraban ante el tribunal eclesiástico que sus esposas habían decidido violar la prohibición eclesiástica en materia de métodos anticonceptivos. El acceso a la universidad, con el consiguiente aplazamiento de la adolescencia de las mujeres y de la fecha de sus probables matrimonios, consiguió fusionar, en el imaginario reaccionario, métodos anticonceptivos con la decisión de profesionalizarse y vincularse al mercado laboral, lo que llevó a muchas familias conservadoras a proscribir el acceso de sus mujeres a la universidad con la consideración de que dicha decisión las arrojaba a la promiscuidad y al libertinaje. Sorprender a una hija portando, en su bolso, píldoras anticonceptivas, era tanto como sorprenderla portando marihuana o cocaína. El escándalo era inminente. El mismo varón que prohijaba el uso de anticonceptivos de su amante, reaccionaba airado cuando se enteraba que su esposa y sus hijas, también los usaban.
Existieron estrategias para vencer el anatema y la amenaza de excomunión. Una de ellas también contó con el concurso de la medicina: la prescripción de anticonceptivos para la regulación del ciclo menstrual, hizo presentable y legitimó el uso de las mismas por parte de las mujeres que ahora podían justificarlo sin temor a represalias.
Un amigo, Emilio, que cursaba su primer año de residencia en Psiquiatría, y que se hacía a unos pequeños ingresos dictando clases de biología en la jornada nocturna de un colegio de la ciudad, cuenta una anécdota simpática. Una profesora de literatura del mismo colegio, enamorada de Emilio, un día lo llevó hasta un rincón del corredor, abrió su bolso y le mostró una tirilla con píldoras que él, más ahogado por la influencia académica que asistido por la inquietud libidinal, creyó que se trataba de un poderoso somnífero con el que la profesora, consumada lectora de Kafka, Camus y Sartre, pretendía suicidarse mediante la sobredosis. El se ofreció, solícito e imbécil a ayudarla, ella cambió de objeto de deseo por otro que hoy conserva esta memoria al lado del aprecio por ella y el agradecimiento imperecedero a la imbecilidad de Emilio.
De ahí al amor libre quedaba pues un corto recorrido, su longitud dependía de la decisión voluntaria de la mujer. Ya aquellos tiempos en los que deliberadamente eran preñadas para forzar la transformación deformante de sus cuerpos, para mayor garantía de fidelidad hacia sus amos, la institución y la sociedad o para conseguir ahorrar en la economía doméstica procreando mano de obra gratuita, pasaban a mejor vida, es decir, al puro recuerdo acompañado por la decisión de jamás regresar a lo antiguo, que es lo que hoy y a la fuerza, muchos pretenden conseguir por la vía del cercenamiento de senos en la perspectiva de regresar a los valores del pasado.
Hay que contar, también y para finalizar, que en su momento inicial la política de planificación familia fue presentada como estrategia antisubversiva. McNamara, un personaje que gozaba de cierto prestigio en los ámbitos de los consejos poblacionales a nivel mundial, no dejaba de repetir que era más barato impedir el nacimiento de un guerrillero en el vientre materno que aniquilarlo en el monte.
Lo que nos indica que con la política de planificación familiar sucedió algo semejante a lo que ha sucedido con internet. Que un instrumento de claro origen imperialista, terminó por convertirse en una herramienta o bien de emancipación o bien de inter-conectividad favorable para los intereses progresistas de los pueblos. Lo cual no quiere decir que no se daba andar con precaución…
Santiago de Cali, septiembre 16 de 2010
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