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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

JOYCE PROFANADO



¿…POR EL PSICOANÁLISIS…? 


“Mientras escribía, tenía tu carta delante y los ojos clavados, como ahora incluso, en cierta palabra de ella.  Hay algo obsceno y lascivo en el propio aspecto de las palabras.  El propio sonido es como el acto mismo, breve, brutal, irresistible y diabólico”.

Carta de Joyce a Nora Barnacle, del 2 de noviembre de 1909


A Julián Henríquez, como devolución pertinente…




Cuando el psicoanálisis se vale de una obra literaria para probar algunas de sus tesis o para proferir aquellas que solamente puede encontrar expresadas allí más que en otra parte ¿se puede asegurar que profana la obra? Valerse de un arte para hacer ciencia extranjera al arte mismo, ¿quién -si no Joyce-  se propuso recuperar la novela del dominio de la psicología?  (¿Sí oyís?  ¿Yois? Sí, túis). Al igual que los niños podemos decir: él empezó.  ¿Quién? ¿Freud? ¿Joyce? ¿Lacan?  ¡Comencemos con el juego!


Hace cien años, en sus cartas a Nora Barnacle, el irlandés sabía connotar su fascinación privada por “algo” de la palabra que está más allá  (¿estamos seguros de que es más allá? Y por qué no con ellos) del sentido y del significado.  El 8 de diciembre de 1909  escribe a su mujer: “Has subrayado una palabra encantadora, querida, para que la casques mejor”.  Y el 9 de diciembre: “Es encantador oir esa palabra (y una o dos más que no has escrito) en los labios de una muchacha”.  Y una semana más tarde,  15 de diciembre: “Es sólo el sonido indecente de la palabra lo que me gusta”. No le cuece el coco católico irlandés a Joyce para   escribir así, de ese modo, en el mes que celebra la virginidad de María (con fuego) y la natividad de su hijo.

Se trata del mismo escritor de Ulises en que aparece el siguiente fragmento:

Si porque anteriormente Él jamás había hecho algo parecido a pedir su desayuno en la cama con dos huevos desde el Hotel City Arms en que se le dio por hacerse el enfermo en la cama con su voz quejosa mandándose la parte con esa vieja bruja de señora Riordan que él creía forrada en y no nos dejó un cuarto de penique todo en misas para ella y su alma la gran avara siempre andaba con miedo de gastar cuatro peniques para su mezcla de alcohol etílico y metílico contándome todos sus achaques tenía demasiado charla de vieja acerca de la política y los terremotos y el fin del mundo tengamos ahora un poco de diversiones mientras podemos si todas las mujeres fueran  como ella naturalmente que nadie le pedía que usara trajes de baño y escotes supongo que su piedad provenía de que ningún hombre la miró nunca dos veces espero no ser nunca como ella milagro que no quería que nos tapáramos la cara pero era una mujer bien educada y sin duda y su charla acerca del señor Riordan por aquí y el señor Riordan por allá supongo que se alegró de librarse de ella y su perro oliéndome la piel y siempre dando vueltas para meterse debajo de mis enaguas….

Tranquilicémonos, en inglés es más difícil.  Advirtiendo los pormenores que deberán tenerse en cuenta con la traidora traducción, en la lectura encontramos más que fascinación por la palabra solitaria, por la palabra nuda, por la sola palabra y sus nexos con unos labios de mujer, con una voz de mujer, con una garganta y unos oídos conectados con el sistema nervioso autónomo.  Se trata de una extralimitación de lo puramente gozoso, metástasis en la sintaxis,  la semántica, el  ritmo, como si se propusiera posible la intelegibilidad por fuera de las reglas ortográficas que trasgrede, al tiempo que mantiene su apego a la mayúscula de todo nombre propio  incluida la  del pronombre de la tercera persona del singular. 

También es asombroso que el texto  nos resulta entendible: nos enteramos eficazmente de que la señora Riordan es tacaña, miedosa, dipsómana, pacata, bien educada e insoportable con su cornudo marido, el señor Riordan.  Pero todo eso nos es dicho a la manera joyceana, que no es la manera habitual, la de todos, la del texto bien decir, la del apego a una regla, a una norma.

Veamos otro fragmento del mismo Ulises:

“Yendo hacia el sombrío lecho había un lugar al volver la roca del huevo de alca de Simbad el Marino en la noche del lecho de todas las alcas de las rocas de Sobraenmal el Diabrillador”.

Y uno más:

Simbad el Marino y Timbad el Sarino y Jimbad el Jarino y Winbad el Warino y Ninbad el Narino y Fimbad el Farino y Bimbad el Barino y Pimbad el Parino y Mimbad el Marino y Himbad el Harino y Rimbad el Rarino y Kimbad el Karino y Vimbad el Varino y Limbad del Yarino y Ximbad el Phtarino”.

Es el puro juego que cautiva al escritor haciendo de las palabras fichas al servicio de unos dados que, invisibles, sabemos se han  lanzado para determinar movimientos precisos que pueden mezclar, en una simultaneidad arbitraria, el apego a ciertas reglas al mismo tiempo que se rompen otras. Hay resultado (porque hay resultado…) en tanto que goce privado, absoluto, íntimo, y no al servicio de causa general alguna.

Insistamos en que asombra tanto como el desapego, el acatamiento a la obligación de la mayúscula con el nombre propio. Una especie de formación de compromiso, de pacto posible entre el bien y el mal, dios y el demonio, las reales academias de la lengua y el  lenguaje llano que prefiere sucumbir a la música y a la pragmática.  Un desvarío tangencial por el mal decir -que no maldice- para bien decir de otro modo, a través de lo cual el autor se hace carne en las quisicosas dichas por sus personajes y leídas por el lector.  Cualquiera puede probarlo leyendo en voz alta.

Esto está más allá –pero mucho más allá- de Cabrera Infante con sus Tres Tristes Tigres o de León de Greiff y sus greifferías (estas últimas susceptibles de diccionario greiffiano como el que construyó Fabio Lozano Simonnelli), más allá de los juegos de palabras del corte de baja la valija Jaime o de ¿Sixta´stá? Si Sixta si´stá. ¡Sixta! (¿oyeron la palabra taxista?) o Yo no nado nada porque no traje traje. 

Si un genio cartesiano fuese posible (y parece que lo es, no de otro modo uno se explica que en la postmodernidad escuchemos argumentaciones medievales en boca de dictadorzuelos criollos) creeríamos que Joyce viaja al pasado para hablarnos en el presente.  Permitámonos la imaginación para entender que Joyce encuentra la posibilidad de realizar hoy la existencia de un muy posible familiar antepasado de la lengua, la glosolalia, el farfulleo, bisabuelos del balbuceo, abuelo del tartamudeo originario, padre de la frase, de la oración, sea que esta se produzca en el prefigurado ámbito de un consejo comunitario o proceda  de la estatura intelectual de Borges.  ¡Joyce, igual que Freud, se toman en serio la niñez!  Lo de ayer, hoy, pero transmutado: bahareque en tiempos de ladrillo.

No se trata de repetición, de retrato, el realismo no es su fuerte; el paso de la sonoridad a la palabra escrita exige que la letra diga lo legible y no que sea vehículo del puro ruido, solamente sonoridad. No obstante, siendo legible, aquello a lo que alude no hace lazo ni resonancia con nada de quien lee, es puesto ahí para que la repetición sonora de lo leído produzca simplemente un eco y probablemente un placer. Tal vez el método paranoico-crítico de Salvador Dalí nos permitiría contar con claves de acceso inimaginables por las vías de la circunspecta racionalidad científica.

Si Joyce hubiera escrito antes de Anselmo (está bien: San Anselmo), a quien Agustín (listo pues: San Agustín) admiraba porque leía en silencio y no en voz alta como era costumbre en aquellos siglos, los monjes del auditorio del lector de su obra –la de Joyce- en voz alta quizás habrían creído que el monje lo hacía embriagado por el vino de algún monasterio, seguidor de Dios y de Noé con idéntica fe y simultaneo apego. 

Desde la sola palabra hasta una de las parrafadas más extensas de la literatura último capítulo de su Ulises, Joyce dice cosas de otro modo, intercalando, al arbitrio del puro goce privado, el mero juego y la intelegibilidad posible del texto a partir del trabajo del lector.  ¡Porque es claro que Joyce es exigente!  Aquí no topamos con la Iglesia, Sancho, nos encontramos con un altavoz del gran Zaratustra, con un autor que no hace concesiones al facilismo de lectores habituados a gozar solamente entendiendo, verdadero acto masturbatorio intelectual que explica la deserción masiva del amor al libro hacia el abastecimiento del rebaño que pasta como audiencia de la televisión… latinoamericana…

Que un psicoanalista tome la obra de Joyce para preguntarse si estamos ante un perverso o un psicótico, y termine concluyendo que ni lo uno ni lo otro, (sino todo lo contrario dirían la ironía, el sarcasmo y la metida de pata) y, para legitimar su pregunta, ofrezca testimonio de lectura verdaderamente realizada, de esfuerzo y de trabajo no me parecen ni exabrupto ni mucho menos profanación.  Al fin y al cabo es de lo humano que escritores y psicoanalistas –pero también otros, por supuesto- estamos hablando y que, probablemente, los códigos lingüísticos de un futuro lejano considerarán nuestras reflexiones tímidos balbuceos alrededor de la obra de un genio, de un precursor.

Aunque Joyce no anuncia nada, todo lo enuncia: cada quien haga de ello  motivo suficiente, incluso, para ignorarlo, que dolerse por una lectura psicoanalítica del autor dice más de las prevenciones personales contra el arte o la ciencia (como se prefiera) de la interpretación, cosa esta última que fue posible después del encuentro del ciudadano con el texto escrito: por la lectura en silencio (Anselmo y Agustín) que propició la introspección y la autobiografía; por la traducción de El Libro a las lenguas nacionales, que hizo posible la eliminación del monopolio de los intermediarios; por la imprenta del sabio artesano, que realizó el milagro verídico de la multiplicación de las ideas, superior al de la multiplicación de panes y de peces.

Hay que habitar en la puerilidad o en los meandros de la idealización del buen salvaje, para  extender la noción de virginidad al texto literario y considerar que las lecturas provenientes de otras artes lo profanan.  Como el niño que recién salido del farfulleo –inocente hasta la “denuncia” freudiana- se lamenta al enterarse de que fue concebido por el puro y exclusivo goce privado de la pareja, goce carnal, obsceno, visceral, reproductor de quejidos, maullidos, frases cortas, sin obligación de orden, asindéticas y en fugas -musicalmente hablando- maravillosas.  Bobaliconamente prefiere creer que todas las mujeres, menos su santa madrecita, tiran para procrear, en lugar de representársela profanada por su abusivo marido, por su per sécula seculorum, aborrecido papá.

El texto pretendidamente inmaculado no se defiende como obra que pertenece a lo humano demasiado humano de la humanidad sino a los prejuicios de quien cree protegerlo.  No por infantil menos macabra esta especie de argucia para promover el silencio absoluto sobre las obras de los hombres, a nombre de la defensa de la obra misma que se cree proteger de la lúdica intelectual del librepensador y del vulgo, del réprobo malpensante, de la oveja negra y descarriada (tantas y que abundan en familias de lobos), del disidente, de la peste que no se pliega sino a los determinantes de sus propios límites, absolutamente indolente e irrespetuosa con las jerarquías y las divisiones entre los humanos. 

Joyce juega y su escritura nos dice que goza haciéndolo, para dolor de cabeza de traductores y placer de lectores interesados ¿Por qué hemos de maldecirnos por  averiguar a qué juega Joyce y cómo?  Y preguntar: ¿este juego qué nos dice del sujeto que juega en la forma en que lo hace? ¿Qué dice de nosotros mismos la resonancia de su palabra en nuestra propia humanidad? ¿Por qué no dice de nosotros mismos como sí lo hacen las lecturas de un Kafka, de un Dostoievski…? Embrujado por la fonética de la palabra y el azar de las combinatorias, Joyce le ofrece a la humanidad otra versión de infancia transmutada en posibilidades estéticas  enriqueciendo  lo literario y mucho más, forzándonos a interrogarnos por otras maneras de saber acerca de lo humano imposibles antes que él.

Sabemos que la tragedia de su artista adolescente, que lo llevaba a inhibirse de reaccionar violentamente contra los atropellos del matón llamado Héron y sus amigotes, se volvió oficio de escritura en inglés  durante toda la semana, manera exquisita de alejar la otra mejilla después de la primera bofetada.  Algo nos dice que no estamos ante un retrato como sí de un autorretrato de quien después escribió Finnegan´s Wake, Ulises y las cartas a su esposa, Nora Barnacle.

La obra, como la tierra, permite la interpretación y el arado.  Es seguro que la nostalgia por la vida de recolectores  suprima las seguras bondades que ofrece el espíritu investigador que es propio de las infancias invitadas a vivir por el deseo de quienes las concibieron. Que el nostálgico elija reducirse a la espera de la gracia divina, someterse a la jerarquía que dice representarla y obedecer ciegamente a las voces de los amos que él mismo ha elegido interiorizar, sea.  Pero que no suponga que el resto de la humanidad tenga que privarse del placer por hacer de esta única vida que tenemos otra cosa distinta de la sumisión, el sometimiento y la obediencia. 

Para Dios no hay lugar en el cerebro aunque sí en la mente, esa cosa que no pudiendo ser espacio nos obliga a pensar en la verosimilitud del no-lugar y a preguntarnos desde qué lógica se puede sustentar que un solo ser tenga el monopolio de su posesión si es que esta fuera posible en tanto que tímidamente vamos entendiendo la noción de no-espacio. La realidad desde hace tiempo sobrepasó las posibilidades sabiamente concedidas por Euclides.

En el no-lugar cabemos todos, se trata del orden de lo Real.  Incluso quienes no han leído a Joyce, nada de Joyce, ni un poquito de Joyce.  Yois, tuis, eils… esta llana, vulgar y maravillosa trinidad laica eximida de misterios y que promulga, que anuncia el nombre, de muchas maneras… Quizás una polisemia salvadora en la escritura del pronombre de la tercera persona del singular: El. 

ENVÍO

Devuelvo, con este escrito, la cortesía de Julián Henríquez con el suyo dedicado a mi persona, huérfano de un comentario psicoanalítico que su autor, contradictoriamente con su postura al respecto, reclama.  Así como se puede hacer literatura mala, también se puede hacer psicoanálisis de mala calidad cuando se pretende forzar a las ideas a que se revelen ejemplos de verdades posteriores a ellas mismas.  Con este ensayo, que se me ocurrió mientras estudiaba el seminario de Jacques Lacan titulado Le Sinthome (homofónicamente en francés dice “síntoma” y “santo hombre”) y que se apoya buena parte del tiempo en la escritura de Joyce, lo que procuro es extender el comentario lacaniano acerca del significado de la escritura joyciana.  La noción de goce privado tiene implicaciones superiores  que este ensayo no menciona, ni siquiera, de pasada. 

Preferí el camino de la defensa de una acción que considero a la par que legítima, contribuyente a la ampliación del saber.  Y sobre todo la oportunidad que brinda un nuevo objeto de investigación como es la relación Lacan-Joyce, inédita hasta que Lacan presentara su seminario.  De ese nuevo objeto destaco dos cosas: en primer lugar, la inanidad del tema, en segundo lugar, la vinculación de lo inane con lo trascendente.  Por lo primero, Lacan hace de un artefacto cotidiano (el goce privado con las palabras que escuchamos o decimos, habitualmente en ámbitos de nuestra intimidad), objeto legítimo de análisis, valorizado ya no por las anécdotas de alcoba sino por toda la escritura de un autor como Joyce.  Por lo segundo, que una mirada más atenta con la que Joyce hace su obra, nos familiariza con cierta exactitud del azar y, por tanto, con una dimensión más compleja de lo real, frente a la cual la física newtoniana y la geometría euclidiana se revelan rebasadas  radicalmente. 


Bibliografía consultada

Joyce, J., Retrato del Artista Adolescente, Alianza Editorial, Madrid, 1979

Joyce, J.,  Cartas de amor a Nora Bernacle, Premia Editora, México, 1981.

Joyce, J., Ulises, Editorial Solar, traducción de Rafael Martínez, Bogotá, 2005.

Lacan, J., Seminario Le sinthome, inédito, 1975-76.

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