TRES RELATOS Y UNA MEMORIA
Sin llamarse Funes, Edgardo Alberto Borrero Soto se acuerda de sus experiencias con el sacramento de la confesión. Me ha entregado por escrito esa memoria, dentro de los ejercicios que hacemos para evitar su deterioro, cercana que tiene la edad para ser considerado nuevo miembro de la tercera edad. Transcribo tal cual.
1961
En el colegio de La Presentación la monja responsable del Kínder era, al mismo tiempo, la encargada de prepararnos para nuestra primera comunión. Se llamaba Isabel, la Hermana Isabel , nada sabíamos de su nombre laico, sabido es que a todas ellas se les cambiaba el que traían de casa una vez se hacían monjas. Era una mujer de porte distinguido, capaz de combinar severidad con serenidad, generaba confianza. Empezamos nuestra preparación por los días de marzo con el propósito de culminarla hacia comienzos de junio. Yo estaba en Infantil, el curso que seguía a Kínder en la escala del progreso académico. Entonces tenía siete años cumplidos y la conciencia nítida de tres pecados por confesar, requisito sacramental sine qua non era imposible merecer la hostia el día de la primera comunión.
Mis tres pecados eran, cómo olvidarlos: la fascinación con el verbo fornicar, palabra que había escuchado en los cursos de catecismo, cuando se hablaba del sexto mandamiento. “El sexto: no fornicar”. Cuando conocí lo que mi edad me permitía conocer acerca del significado, no conté con suficientes deseos para impedir una irresistible tentación por cometer el pecado. El segundo pecado era que, en mi caso, no sería la primera comunión sino la segunda, yo ya había hecho la mía con el fin de impresionar a Claudia, la vecina que lloraba, como una Magdalena, cuando le decía que me iba a estudiar en el seminario. El tercer pecado era mi insinceridad manifiesta acerca de que lo más importante a celebrar en el día de la primera comunión era recibir a Cristo en el alma y no los obsequios que nos regalarían los invitados a nuestra fiesta.
Total que la preparación para el sacramento no estuvo exenta de una lucha interior denodada entre mi deseo por recibir a Cristo –juro, no en vano, que era sincero- y mis tendencias a gozar con la fornicación, a la simulación y a la mentira. No lo sabía entonces, pero la capacidad de rezar y empatar al mismo tiempo, terminó siendo la competencia para la que me preparó el curso dictado por la Hermana Isabel , la coordinadora de Kínder.
Entonces, por fuera del curso –y a veces dentro de su ocurrencia- recibíamos noticias alarmantes sobre el destino de los niños cubanos. Se nos decía que eran secuestrados por los rusos y conducidos a la Unión Soviética para ser devorados por los comunistas. Se nos pedía que rezáramos por ellos y cada uno de nosotros tenía la provisión imaginaria de niños cubanos en su pensamiento al tiempo que rezaba Sagrado Corazón de Jesús, Salvad a Colombia; Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío; más un padrenuestro por la salvación de Cuba.
Pero estas no eran preocupaciones capaces de provocar concentraciones muy marcadas en la mente del niño, así que yo seguía tomado por mis encrucijadas personales y por la pasión que empezaba a nacer en mí, la del fútbol, para lo que había demostrado poseer alguna habilidad. Por mi estatura los grandes me invitaban a jugar con ellos. Cabeceaba bien, era oportunista y también morrongo.
En el curso preparatorio todo marchaba bien hasta que mi padre enfermó gravemente. Decía que un bus de un colegio femenino lo perseguía todos los días al medio día y se ponía a llorar. Con mis cinco hermanos fuimos a vivir en casa de mis abuelos, mientras mi padre, decía mi madre, viajaba al exterior para hacer una cura de reposo. Fui retirado del curso de preparación, pues la enfermedad de mi padre comenzó hacia abril. Yo le escribía cartas pidiéndole que, a su regreso, me enseñara a hablar en inglés. Y lloraba todos los días porque me hacía una falta terrible.
Tuve que esperar al año siguiente para retomar el curso. La hermana Isabel se había marchado del colegio y habían nombrado, como coordinadora de Kínder a una mujer rubia, de unos veinte años, alta, trozuda y permanentemente alegre. Yo la veía en los recreos, cuando salía del salón de clases de mi primero de primaria. La fantasía no se dejó esperar; hoy creo que mi libido me jugó su primera buena pasada. Me llevó a creer que ella iba a ser la encargada de prepararnos, ese año, para la primera comunión. En febrero yo trasudaba esperando el comienzo de aquel curso con frenesí desmesurado al punto de asegurar sin titubeos, a mis compañeros, que íbamos a ser preparados por aquella mujer. He olvidado su nombre, lo cual me informa hoy del profundo impacto que me generó su existencia, la sola imaginación que me convencía de que ella era la que me iba a preparar. Deliraba, al igual que mi padre el año anterior, y gozaba con el delirio hasta los huesos. Mejor dicho: hasta ese nuevo pecado que sumaría el cuarto: hasta lo más duro de mi cuerpo, vigoroso descubrimiento que debía reforzarse tomando Pony Malta con huevo, que también era pecado.
Llegó, por fin, la fecha para iniciar la nueva preparación. Madrugué como de costumbre a esperar el bus que me conduciría al colegio. No cabía de gozo, de júbilo, cantaba Muchacha de Risa Loca, la canción aprendida de mis tíos. Una combinatoria de fe, de mística y de arrechera me inundaba invicta y sin cortapisas. Era, podía decir, el niño más feliz del mundo; la buena recuperación de mi padre también contribuía, ofreciéndome solaz para la ilusión.
Al entrar al colegio fuimos al salón de cada uno y, media hora después, vino alguien a avisarnos que se nos esperaban prestos a quienes íbamos a hacer la primera comunión. Cobarde ante el pecado, había jurado (en vano, por supuesto) que por aquella mujer sería capaz de confesar los cuatro y tal vez cinco que acogotaban mi caletre. En el salón de preparación nos estaba esperando no aquella mujer soñada con precisión de sinvergüenza, sino la Hermana Teófilo , sesenta años aproximadamente, dueña de una verruga en la quijada anterior y de la cual emergía un cañonero pelo hirsuto y puntudo como elemento del tridente del mismísimo Satanás. Que me trague la tierra, recuerdo haber pensado ignorando que el sexto pecado sería recibir a Cristo con defraudación y rabia. Entonces conocí el amargo sabor de la impotencia, del silencio al exterior, corolario infaltable de la bulla interna, la inmensa putería que no puede ser llorada porque nos pescan en flagrancia. Como un dolor por la separación de una amante. Se dañó lo que había ganado en caligrafía, comencé, en el fútbol, a cometer errores garrafales y me rajé en el examen de admisión para ingresar al llamado colegio de los grandes, pues no supe hacer una suma con números de tres dígitos, lo que llevó a decidir que debía repetir primero de primaria. Hermana Teófilo, hágame el favor. Ni siquiera el balón que me regalaron mis abuelos el día de la primera comunión, menguó la profunda defraudación libido-amatoria primera.
No recuerdo haber confesado ninguno de los pecados cometidos. Tal vez confesé que en ocasiones decía malas palabras o que me portaba desobediente con mi mamá, alguna de esas bagatelas que conforman el vademécum de las trasgresiones infantiles.
Claudia era tan rubia como la profesora de Kínder, entonces hasta ese momento me duró el amor por ambas. Primera noticia de lo que después los boleros iban a llamar amor eterno.
1962
Ya estoy en el colegio de los grandes. Mi padre me ha advertido, antes de ingresar el primer día, que debo cuidarme de cualquier manifestación de cariño de los curas. Que nada de permitir caricias y mucho menos besos. Mi padre no había quedado lisiado mentalmente después de su envidiable delirio, imaginarse que era perseguido por un bus completamente lleno de muchachas. Mi papá se las traía consigo, aun cuando enfermaba. He dejado de usar pantalón cortico y me ufano de ello ante mis hermanos menores. “Los van a picar los pollos”, me burlo de ellos y se enojan mucho.
Aquí la misa es obligatoria. Todos los días asisten los alumnos desde primero de primaria hasta sexto de bachillerato. Once grados, cada uno compuesto por cuatro clases, cada una con cuarenta alumnos en promedio, para un total aproximado de 1.600 estudiantes.
La misa es en latín, el cura da la espalda, de vez en cuando gira hacia el público y este contesta también en latín. Al dominus vobiscum del cura, los asistentes respondemos et cum espiritu tuo.
Fresca, mi culpa me hace temer lo peor con solo imaginar que debo confesarme. La prescripción del padre Astete, el mazdoqueísta infiltrado entre los católicos, es que el sacramento de la confesión se debe practicar regularmente, mínimo una vez por año, cosa que de no hacerse, constituye en sí misma pecado mortal. Los pecados se dividen en veniales y mortales. Los veniales son los que se cometen sin plena advertencia ni pleno consentimiento. Los mortales proceden de la plena advertencia y el pleno consentimiento. Juan Franco, mi amigo, tenía una aplicación práctica de la división: si uno robaba monedas, era pecado venial, si robaba billetes era mortal. Terminó devorado por el bazuco. Yo estaba advertido de lo malo que era fornicar, comulgar sin haberse preparado, preferir deliberadamente los regalos que recibir a Cristo en el alma y, finalmente, tener y gozar con las parolas, a todo lo cual, daba mi consentimiento, que “pasaba” con Pony Malta mezclada con huevo crudo.
En el colegio de los grandes confesarse era tan riesgoso como hacerlo en cualquier parroquia. Hasta hacía poco, los curas concedían indulgencias plenarias a quien matara liberales, mi padre lo era, aunque mi madre no. Ella decía que la libertad en exceso alejaba a los hombres de Dios. Yo no entendía cómo era que, matándolos se los acercaba a él, si por liberales que habían sido, una vez muertos se iban derecho al infierno. Los curas mostraban que en Cuba habían triunfado los ateos porque los cubanos se habían olvidado de Dios y se habían dedicado al placer y al baile. Continuábamos rezando por la salvación de Colombia y la de Cuba. Sagrado Corazón de Jesús…
Sin embargo, por mi padre, había aprendido cosas que me serían de mucha utilidad, para sortear situaciones difíciles. El nos contaba que durante la violencia, cuando estaba construyendo la carretera Sonsón-Dorada, uno tenía que protegerse de que los demás conocieran su filiación política, no faltaba el feligrés dispuesto a reducir la duración de su alma en el purgatorio, cadaverizando liberales. Si uno llegaba a una tienda, por ejemplo, nos contaba, y pedía una Kolcana, el tendero te la servía con dos vasos, uno de color azul, el de los conservadores, y otro de color rojo, el de los liberales, para averiguar qué filiación política tenía el cliente desconocido. Cuando le preguntábamos y vos que hacías, papá, nos respondía riéndose a carcajada batiente: pues me la tomaba a pico de botella y lo dejaba mamando.
En el colegio de los grandes, había un capellán y dos curas a su mando. El capellán, Mejía, ya estaba muy viejo y entonces daba la misa pero no confesaba. La confesión estaba a cargo de los dos ayudantes, el padre Macario y el padre Pablo. Macario era de Sonsón, Pablo de Alemania. Para la confesión cada uno ocupaba un extremo del comulgatorio que recorría todo lo ancho de la iglesia. El padre Pablo entendía muy poco el español, había llegado no hacía mucho de su natal Alemania. Llegada la hora de la confesión, la fila de penitentes del padre Pablo era la que más estudiantes tenía, mientras que en la del padre Macario solamente unos pocos, generalmente los sapos que entonces también existían, hacían cola para confesarse.
Los profesores responsables de los cursos intentaban disuadir a los que hacían la fila para confesarse con el padre Pablo invitándoles a que se cambiaran y la hicieran con el padre Macario. Pero la mayoría, renuente, continuaba imperturbable avanzando hacia el sacramento con fingidos aires de corazones contritos. De penitencia, el padre Pablo colocaba solamente rezag dos pagrenuescros y dos avemaguías. Parecía que fueran esas las únicas palabras del español que el cura se había aprendido.
Conté con la fortuna de no ser sacado de la fila del padre Pablo hasta que el responsable de mi curso, don Conrado, me hizo saber que siempre lo hacía con el mismo y que ya era tiempo de cambiar. La advertencia me la hizo un viernes y, aunque la orden de hacer fila con el padre Macario no era de obligatorio cumplimiento inmediato, sabía que a la siguiente oportunidad me iba a ser imposible permanecer en la que buscaba. Debo confesar que con el Padre Pablo conté todos y cada uno de mis pecados y recibí siempre la absolución. Sabía cumplir a dos amos al tiempo. Competencias del currículo oculto…
Faltando el propósito de enmienda, la sola idea de hacer la fila con el padre Macario me atormentaba todos los días con sus noches. Nunca, tampoco hoy, ha sido agradable estar rodeado por sapos y lambones, capaces como son de cualquier cosa con tal de beneficiarse. Pero es que Macario tenía fama de combinar las letras de su nombre de otra manera, pues ponía a los que se confesaban a informarlo acerca del tamaño de su prepucio y, quienes manifestaban tenerlo más grande, eran citados a la oficina de Pastoral para hablar con ellos. Como el grueso de su público lo conformaban los lambones, sabido es que estos no cuentan cosas sino a los amos, pero nunca a sus pares por lo que sucedía en aquella oficina de Pastoral, permanecía en total secreto para el resto de los estudiantes.
Creí encontrar la fórmula para poner punto final a mi tormento cuando un amigo, de esos que la vida le concede a uno en el momento en que lo necesita, me informó del método que él había aprendido de su padre, a manera de fórmula para confesarse sin tener que entrar en detalles que pudieran arriesgar la integridad física. Aquel querido y recordado amigo me dijo que uno debía pronunciar las siguientes palabras tan pronto terminara de darse la bendición: “Acúsome padre que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión”. El padre, inmediatamente, pronunciaba la penitencia que debía cumplir el penitente y concedía el yo te absuelvo (“ego te absolvo”) definitivo, hasta la próxima ocasión.
Tenía que llegar el día y don Conrado, halándome una oreja me condujo a la fila del padre Macario. Llegué asustado, adolorido, después de avanzar avergonzado, pero confiado en la enseñanza de aquella mala y al mismo tiempo lúcida compañía. Vino mi turno, me eché la bendición y empecé: acúsome padre que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión. Cuando me disponía a escuchar la penitencia seguida por la absolución, el padre Macario empezó a decir: “Qué bien, hijito, comencemos por el principio. A ver: ¿cuáles pecados son los de pensamiento…?”
Maldije, me maldije a mi y al mismísimo cura, maldije la confesión, maldije a mi amigo que no me había enseñado lo qué debía uno hacer en estos casos, estaba dispuesto a aplicar la recomendación que me había hecho mi padre en caso de emergencia y, de verdad que sería una verdadera emergencia si aquel cura me preguntaba por el tamaño de mi glande, en fin. Tuve que improvisar con repertorios basados en lugares comunes y como pude sorteé la situación del modo más digno posible.
Claro que por no ser citado a Pastoral, no pude enterarme de lo que allí sucedía con los citados. Pero recordando quiénes no tenían reparo para confesarse con Macario y luego ir a Pastoral, y viendo lo que hoy hacen y las posiciones políticas que practican, no me cabe la menor duda que la ideología les debió entrar muy profundamente en sus cuerpos, cómo se obstinan en gritar que todo tiempo pasado fue mejor.
1970
La confesión con Macario sería la última por muchos años. Seguí comulgando pero un cierto luteranismo se convirtió en auxilio, convencido de que, siendo los curas tan pecadores como nosotros, la relación directa con Dios podía legítimamente suplir la intermediación. Pero en 1970, cuando ya contaba con 16 años, vino a ocurrirme un suceso, otra vez en el confesionario, que me produjo unas consecuencias que, juro por Dios –y no es en vano- no podía prever en modo alguno.
El escenario es Pácora, entonces un pueblito perteneciente al departamento de Caldas. Los dones concedidos por la vida, hacía que fuera invitado a los paseos de las familias de los amigos, para amenizarlos con la guitarra. Entonces uno creía que ese era un modo de pasear gratis.
Los Maya me invitan a pasar semana santa en su finca. Voy. También han invitado a Samantha –ella aclara: Samanta no, Samantha-, 21 años, una aparición, motor de sencillos pero lúbricos enigmas y a la que enviaba frases, mentalmente, diciéndole Samantha sé mantha. El sábado vamos a la iglesia con toda la familia del gordo Maya. Confesión, hay que confesarse dice la mamá del Gordo. Perfecto. Observo que Samantha lo va a hacer. ¿Será que logro impresionarla confesándome, también, igual que ella? Enigma y apuesta, como la adolescencia, maravillosamente resumida allí en ese instante.
Es mi turno. Padre yo creo que lo que voy a contarle no es pecado porque dos investigadores norteamericanos han presentado un informe, basado en la encuesta más extensa que se haya realizado y han establecido que esto de lo que yo le quiero hablar no es anormal, sin embargo, los remordimientos a veces me atacan… Paja, hable y hable paja con ese cura que, claro, iracundo me interrumpe y me dice, puede que sea normal para usted y eso explica estos tiempos de perdición, pero que es pecado es pecado y la penitencia tiene que ser proporcional a la falta, inmediatamente me reza 20 padrenuestros y 20 avemarías, ¿oyó? Me dio la absolución traspirando enojo.
Me dirijo a la banca y me hago al lado de Samantha que, piadosamente, cumple, devota, su penitencia. Le pregunto en voz baja, ¿qué penitencia te puso? Veinte padrenuestros y veinte avemarías, me contesta y de inmediato, las buenas intenciones de cumplir con mi penitencia, serán definitivamente estorbadas por el recuerdo de lo dicho por el cura, la penitencia debe ser proporcional a la falta. A mi también, le digo, y su sonrisa de picardía será recuerdo imborrable hasta por toda la eternidad…
Extraños son los destinos del Señor, pienso, antes de comenzar la que sería una de las mejores temporadas vacacionales de mi vida, Samantha mediante, purísima Samantha, de todo concebida, menos de mansa.
HOY
Como si todo volviera al comienzo. Como si la vida no fuera más que una espiral, siempre en bajada. Le cuento estas cosas hoy a una amiga y no cesa de burlarse de mí todo el tiempo. Se burla diciendo que no es lo mismo las ganas de pecar que pecar con ganas. Que soy un cura frustrado, el mismísimo santo’e palo contrahecho, que más fácil volver decente un cura pedófilo que sacarme a mí de la rumiación atorrante, imbécil por lo menos. Que me tenga, que ahora se necesitan, bastante, chivos expiatorios para elevar cortinas de humo y tapar los verdaderos escándalos del clero y de sus aliados.
Y me advierte, cuando cesa de reír, poniendo aire de hechicera brillante: cuídate que el mundo está lleno de Macarios y de alemanes que se hacen los que no saben español, mijito, y mentiras, todo es una farsa, una vulgar y estúpida farsa, por lo que se nos hace creer en la dialéctica del mundo, en su división entre el bien y el mal, siempre dispuestos a copar toda la tramoya. Dos personajes son presentados a nuestra estúpida concepción de la vida como contradictores, cuando el más cuchito de la gallada, más sabio que todos nosotros juntos, les ha dado instrucciones para ejercer el sagrado oficio del simulacro y así mantener información de los hundidos y de los integrados, de los lambones y de los rebeldes, de los sumisos y de los infatuados, de la derecha y de la izquierda.
Jamás malicié un tratado de ejercicio de gobierno más sintético y profundo que ese. Hoy debo confesarlo, sumiso, hundido… Tal vez, y como siempre, embaucado.
Santiago de Cali, marzo 8 de 2010.
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