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E. BOTERO T.

sábado, 18 de septiembre de 2010

ESCRITURA DEL DESASTRE IV -TRAUMA Y SHOA

PENSAR LO IMPENSABLE
O
DESEAR LO IMPOSIBLE


La Noción de Trauma y los Campos de Concentración Nazis

Eduardo Botero

ENVÍO

Comenzaré por el final: envío este texto, especialmente, a aquellos personajes que suelen tomar una posición particular durante los debates políticos e ideológicos y que consiste en recomendar prudencia a quien se atreve a disentir de verdades oficiales. 

Su acto resuena ostensiblemente con el de silencio practicado por algunos regímenes democráticos y religiosos (sea el caso de la Iglesia Católica con el régimen nazi) y contrasta notablemente con aquellos “justos de las naciones” que han sido capaces hasta de salvar vidas sin importarles poner en riesgo las suyas.  

Cuando la humanidad toda se encuentra concernida en su supervivencia, esos llamados a la prudencia no son más que favores que se prestan a la causa de los exterminadores que, antes de poner en acción sus dispositivos de sometimiento y de exterminio, promueven la desubjetivación por la vía de confundir el acto de pensar independiente con el peligro de muerte inminente.  Con este ensayo no presumo de valentía ni de coraje diferentes de los que cualquier ser humano, preocupado por la situación de la especie a la que pertenece, debe tener. 

Probablemente la cobardía sea el gesto por excelencia de aquel débil que ha perdido toda posibilidad de defensa, sometido como ha quedado a las circunstancias que el otro impuso y que él no pudo impedir: sin embargo, hago propias las palabras que un militar alemán degradado y encarcelado por el régimen nazi, comunicó a Primo Levi durante su estancia en Auschwitz:  “Que somos esclavos sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una suerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento”[1].  Este el es único sentido del ensayo que entrego, una manera de dejar constancia de que por mi parte no me parece digno vivir si no hago uso de la facultad que tengo, la de negar mi consentimiento a lo que sucede.


LA EXPERIENCIA DE LO REAL INEFABLE

“… en Auschwitz la razón planificó la masacre, la ciencia la volvió posible, el marco de una cierta democracia no supo impedirla e incluso la facilitó, y todo fue hecho en nombre de Occidente en un discurso del bien y con una voluntad de emancipación”[2]

El campo concentracionario nazi fue la última expresión de algo que ya habían probado los españoles en la guerra contra los Estados Unidos por el dominio de Cuba y los ingleses en la llamada guerra de los Boer. La contribución nazi es específica porque ella significó la creación de todo un dispositivo que servía a la realización de un ideal de superioridad de la raza aria y que fabricó una noción de adversario que encontró en el “judío”[3], que adquirió, así, un estatuto de significante ligado al Mal y a la Impureza, que era necesario exterminar.

Ese ideal de raza superior requería de unos instrumentos que sirvieran a su realización y el campo de concentración (el Lager) se convertía en el escenario del dispositivo de exterminio por dos vías: la rápida, a través del horno crematorio; la más lenta, a través de un régimen de trabajo forzado, “facilitado” por un aporte exiguo de calorías (no más de 500) al día, absolutamente carente de proteínas.

Se trataba, ante todo, de propiciar la muerte pero también, dicho propósito, incluía el establecimiento de saberes acerca del máximo de resistencia que un ser humano puede tolerar cuando es sometido a las condiciones del Lager.  La muerte y el exterminio, porque, quienes eran cremados, conservaban la pérdida del nombre propio que ya les había sido confiscado a su llegada al campo de concentración.  Aun después de muertos, se excluían del derecho a gozar de su entierro en una tumba que fuera significada por su propio nombre con las fechas de nacimiento y de muerte correspondientes*.

El acontecimiento que aquí se produce tiene que ver con este hecho fundamental: un grupo de hombres deciden quién merece vivir y quién no, validos de una concepción que los coloca a ellos en el lugar de los jueces y a otros en el lugar de los acusados, con la idea de que la pertenencia a una raza determina cuál de los dos lugares es el que a cada individuo le corresponde ocupar. 

Con todo y lo execrable que fue el dispositivo en sí, me parece que la alusión metafórica a la relación juez/acusado, hace caso omiso de una realidad que le es fundamental a todo proceso judicial: que el delito por el cual se acusa al sospechoso, derive de su responsabilidad en el hecho.  Ser responsable del delito del que se acusa, provee a la defensa del sospechoso de la oportunidad de demostrar su no responsabilidad (condiciones en las que se cometió el delito, inimputabilidad por enfermedad mental, etc.).  Pero aquí, de lo que se trataba era ni más ni menos de la pertenencia a una raza determinada, hecho sobre el cual nadie tiene responsabilidad alguna, en tanto que nadie está en condiciones de elegir dónde y de quién nace.  En el régimen nazi se era culpable de ser aquello que no se podía elegir.  Si se excluyen los homosexuales y los comunistas, quedan la raza (judíos, gitanos, negros…) y la enfermedad mental, como “delitos”. 

El nacimiento, pues, y como señala Giorgio Agamben, pasó a convertirse en el rasero a partir del cual se juzgaría quién merecía morir y quién no, o sobre quién se justificaría cometer todo tipo de excesos. 

Su definición de “nuda vida” queda expresamente correlacionada con la experiencia de las víctimas en los campos de concentración, en tanto que por nuda vida se entiende aquella

“a la que cualquiera puede dar muerte impunemente y, al mismo tiempo, la de no poder ser sacrificada de acuerdo con los rituales establecidos, es decir, la vida ‘uccidible y sacrificable’ del homo sacer y de las figuras análogas a él.”[4] 

Siendo así, la reglamentación del campo de concentración no podía estar sometida a una legislación que exigiera la responsabilidad del sospechoso con el delito del que se le acusa.  Entonces el campo de concentración pasará a gozar de una verdadera lógica moebessiana, cuyo estatuto procede de una legislación de excepción, el estado de excepción, de tal modo que el campo

“…es una porción de territorio que se sitúa fuera del orden jurídico normal, pero que no por eso es simplemente un espacio exterior.  Lo que en él se excluye, es, según el significado etimológico del término excepción, sacado fuera, incluido por medio de su propia exclusión”.[5]

Y agrega Agamben:

“Quien entraba en el campo se movía en una zona de indistinción entre exterior e interior, excepción y regla, lícito e ilícito, en que los propios conceptos de derecho subjetivo y de protección jurídica ya no tenían sentido alguno (…) El campo, al haber sido despojados sus moradores de cualquier condición política y reducidos íntegramente a nuda vida, es también el más absoluto espacio biopolítico que se haya realizado nunca, en el que el poder no tiene frente a él más que la pura vida sin mediación alguna”.[6]

A mi parecer, es esto lo que constituye la principal característica que dio vida a la construcción y operación de los campos de concentración: el acto fundacional de los mismos, procedente de una decisión política o, más exactamente, biopolítica, que combinó la nuda vida con el estado de excepción y articuló ambas cosas a un ideal de raza superior que requirió la creación de un contra-ideal, el del adversario, sobre el cual recayó todo el peso de esa manera de posicionarse frente a la ley. 

Lo real siempre tiene la marca de lo inefable, pero en este caso lo real del acontecimiento exige ser puesto en palabras aproximadas a su intelegibilidad, de tal manera que lo que deseemos esclarecer acerca de lo traumático de la experiencia vaya más allá del modo en como este real afectó a quienes capturó en su siniestralidad. 

Porque la primera y fundamental captura inicial fue la de la razón con la que se planificó la masacre, de la ciencia que la hizo posible y de las democracias que no supieron impedirla cuando no la facilitaron, parafraseando a Benasayag y a Charlton.  Porque esta captura inicial fue la que realmente hizo posible todas las humillaciones y excesos que fácilmente se confundieron con actos de locura todo por reducir la noción de trauma a la simple provisión de enfermos, que es lo que hace precisamente una concepción psiquiátrica contemporánea la cual escamotea la consideración de las contribuciones de la razón, de la ciencia y de la democracia a la producción del acontecimiento traumático.

Significar un acontecimiento de esta magnitud como traumático va más allá de su reducción al estatuto de enfermedad y revela su siniestralidad mucho más allá del número de enfermos que haya podido producir.  Habiendo demostrado que era posible lo inimaginable, siguiendo las palabras de Paul Valery, dicha demostración fue posible porque lo que estaba aquí en juego no era la imaginación sino la razón. 

Una razón que, puesta en acto a través de todos sus instrumentos, produciría la marca que daría registro a que, ahora, los restos que quedaban activos del medioevo, tendrían motivos para denunciar este acontecimiento como revelador de que la ignominia y la arbitrariedad no eran de su dominio exclusivo, que también la razón, hija de la Ilustración, sería capaz de cometer acciones equiparables a la Inquisición y a la conquista de América. 

RAZONES DE EXCEPCIÓN, LEYES CORRESPONDIENTES

Dentro de ese orden de lo real del acontecimiento, hay que situar el apotegma hitleriano:

“Lo repito: para mi la palabra ‘imposible’ no existe”[7]. 

Director General del “Imperio de los Mil Años”, Adolfo Hitler, supo canalizar el miedo del pequeño burgués alemán que, asustado con la confluencia de la derrota de su país y el triunfo de la revolución bolchevique, pedía a gritos un régimen que restituyera el orgullo patrio y se convirtiera en el adalid de la lucha anticomunista. 

La conversión de un ideal en posibilidad real hizo que en el lugar de una promesa se instaurara una representación de sí que corroborara las extrañas tesis acerca de la superioridad de la raza.  Podemos considerar este apego a la noción de raza como uno de los núcleos sobre los cuales es posible levantar una política que más tarde que nunca considerará sus acciones como propias de una gesta heroica.

Asimilado el concepto de raza al de patria y al de supremo bien, el asunto de la pureza (tan importante en el campo de la cría de animales domésticos y tan notoriamente ausente en el caso de los animales salvajes y de los insectos), pasa a un primer plano.  La razón, puesta al servicio de esta conversión de sí en ideal supremo, se traduce en legislaciones favorables para el cumplimiento del ideal tanto por la preservación de los matrimonios entre miembros de una misma raza como por la determinación a tomar con respecto de los que contradicen dicha pureza. 

Como parte del real del acontecimiento que estamos tratando, la “ley contra los delincuentes peligrosos para la sociedad”, promulgada el 24 de noviembre de 1933, ordenaba la castración de todos aquellos considerados débiles o enfermos tales como los que sufrían de debilidad mental congénita, los esquizofrénicos, los epilépticos, los ciegos de nacimiento y los alcohólicos.  Todo en nombre de la preservación de la pureza de la raza, en tanto que la ley se aplicaba a los ciudadanos alemanes porque para los judíos, el solo hecho de serlo, se constituía en motivo suficiente para su encierro y exterminio. 

Producir la castración del débil era un modo de significar una valoración especial de los atributos del fuerte.  Lo excluido volvía a quedar significando el valor de lo incluido.  Durante la existencia de los campos de concentración era notorio el contraste que ofrecía una educación de los alemanes que concedía la mayor importancia a la llamada presentación personal y a la postura corporal y las condiciones de higiene a que eran obligados los prisioneros de los campos de concentración.* 

La observancia de unos ciertos hábitos de vida saludables, posible para unos cuantos, prácticamente quedaba excluida de posibilidades reales para los prisioneros de los campos de concentración, lo cual era un modo de forzarlos a enfermar y por esa vía asumir una forma suprema de castración como era la muerte y la cremación en los hornos. 

El poder político hizo de su apoyo en la eugenesia y en la salud, la forma de extenderse de manera expedita en la mentalidad de muchos que practicaron el silencio cómplice con respecto de lo que estaba sucediendo en Alemania quizás deseosos de pensar que tales acciones estaban encaminadas a protegerlos también a ellos de las amenazas que conspiraban contra el capital. 

Las condiciones que hicieron posible esa expansión en las poblaciones no se reducen solamente al interés por cuidar el propio bolsillo.  La emergencia de una relación con la muerte, significada por Philippe Aries como “muerte seca”*, creo que se corresponde con otra emergencia, la del ideal de salud. La confluencia de ambas se expresa en el prestigio que se le concede a la información acerca del número de cadáveres al tiempo que se despoja a la muerte de todo intento de sacralización, que, no olvidemos, implicaba una forma de simbolizar como hecho trascendente este acontecimiento inevitable.  Des-sacralizada la muerte, el lugar queda ocupado por el cadáver, esto es, la castración y, a manera de reacción especular, la lozanía de la juventud pasa a ocupar el primer plano del ideal. 

Lo real del acontecimiento de la política eugenésica y sanitaria nazi, puede considerarse la primera configuración de una tríada que conforma el ideal: raza superior-salud-inmortalidad.  El imperio de los mil años del régimen ario procuraba exudar salud por todos los poros. 

“Su majestad el bebé”, podríamos repetir con Freud.  Se trata de un ideal de omnipotencia que supone la castración solamente posible a través de otro representado enfermo, castrado, débil.  Rémora que estorba en el ascenso imparable del progreso, pícaro que roba al buen ciudadano, campeón de la falacia y de la mentira, trashumante que no conoce apego a terruño alguno, todas estas maneras de significar al Otro no son más que reversos de una condición que se desea recusar hasta volverla ajena. 

Como si se tratara de reformar todo sometimiento a la Ley, el régimen nazi tenía que empezar por reformar las virtudes que la civilización le había atribuido a la Ley misma.  Según Legendre:

“…el tránsito al acto hitleriano operó un regreso al punto crítico del sistema jurídico occidental, desarticulando toda su construcción mediante una puesta en escena de la filiación como pura corporalidad.  Se dio un salto: el que va del cuerpo como vía de acceso a la interpretación (la circuncisión) al cuerpo como argumento de supresión del intérprete (biologismo racial)”.[8]

Mitologizar la ciencia se reveló posible, también, con la ideología nazi, así la corporalidad quedó reducida a la sola biología, a la nuda vida de Giorgio Agamben.  Otro mito del laicismo, expresado en la obra Tótem y Tabú de Freud, establecería una referencia que servirá para señalar una hipótesis que me parece sustentable en este punto: el régimen nazi, al despojar a la Ley de su apego al orden de la subjetividad atravesada por la palabra y el imposible de la misma, forcluyó el padre heredero del asesinato del padre de la horda primitiva, intentando restablecer a este mismo bajo los atributos propios del régimen nazi. 

Resaltando el derecho a decretar la excepción, el III Reich apura para sí atributos del protopadre, poder absoluto sobre todos los bienes.  No se somete a la Ley, él es la Ley misma: el “concepto científico de raza” daría sustento a la consideración de la raza aria como raza superior y, por ende, a la consideración de las “otras” razas, como inferiores, merecedoras apenas de un no lugar que el campo de concentración revelaba posible.  A esta se sumaba otra concepción, la de proceso natural o destino natural, que las otras razas obstaculizaban.  El “judío” representaba un cierto objeto-fetiche al respecto.  Como bien expresa Zizek:

“… los judíos funcionan como un especie de amo oculto que aspira a la dominación del mundo: son la imagen contraria de los arios, una especie de doble negativo, perverso: por eso han de ser exterminados, en tanto que a otras razas únicamente se les ha de obligar a ocupar su propio lugar.”[9]

Un desconocimiento deliberado de la relación entre los hombres, una recusación radical de la realidad que vincula el conflicto y la armonía en la dialéctica de las relaciones humanas, la negativa a asumir, desde el pensamiento, el conflicto real que acontece en todas las relaciones, queda reemplazado por la fetichización del adversario, constituido a su vez como representante supremo de todo el mal, a la par que obstáculo para la consecución de los grandes ideales de aquella gesta que empezó con la supremacía de la raza aria, pasó por la defensa de la patria y se entronizó como ideal supremo a través de la eugenesia y un cierto darwinismo social. 

Querer no saber nada acerca de la complejidad de la vida si bien se puede postular como un ideal de comportamiento, también ignora el destino que ese III Reich habría de tener viéndose forzado a aceptar un trueque entre el imperio de los mil años por uno de doce.  Esto quiere decir que la fetichización del adversario no siempre es garantía suficiente de triunfo toda vez que el mundo suele poner límites a todo aquel que suponga que la suya es la concepción que apura los anhelos universales.  Siempre habrá un tope y desconocerlo más que signo de equivocación en el cálculo, será síntoma de estupidez, por más ilustrada que esta emulación con los antecesores quiera mostrarse. 

Proyectada la castración en el otro, la omnipotencia del Amo supone garantizada la eternidad de su dominio.  La racionalidad suprema concebirá el exterminio como proyecto necesario, pero contará necesariamente con el odio que representa la proyección de la amenaza en el otro.  “El me amenaza”, bien podría ser la fórmula que encubriría aquella otra que, de ser admitida, no conduciría sino a la fusión amorosa (“Yo lo amo”).  Volviendo con Zizek, la figura del judío era fetiche en tanto que condensaba fuertes antagonismos heterogéneos:

“… económicos (el judío como usurero), políticos (el judío como maquinador, dispositivo de un poder secreto), religioso-morales (el judío como un corrupto anticristiano), sexuales (el judío como seductor de nuestras inocentes muchachas)…[10]

Podemos establecer, en este punto de nuestra reflexión, que un elemento característico en la decisión de exterminar a otros era el proveniente de los propios prejuicios acerca de ellos mismos.  Se producía una ruptura radical con el ideal de un saber construido al tenor de una relación con el otro y reemplazado por una constatación de que el otro era lo que los prejuicios dictaban acerca de él.  Aquí también nos encontramos con una dimensión del trauma bastante elocuente en la medida en que tampoco al objeto le correspondía posibilidades de injerencia en la constitución de su condición de fetiche, que es otra manera de señalar, la nula responsabilidad de su actuación con respecto de las expectativas que el régimen tenía puestas en él. 

Otra forma de la desubjetivación que anuda la experiencia de la víctima a la imposibilidad de su defensa en términos de argumentación.  Decidida como esa ofrenda que se quemará ante los dioses oscuros del nazismo, su puesto no podrá ser otro que el de chivo expiatorio, cordero ofrecido a la divinidad. 

Esta es una dimensión poco estimada de las características de un traumatismo como el que aquí se ha revelado: convertido en fetiche, el objeto ofrecido en sacrificio, hace las veces de pharmacon con el que el oferente intenta recusar su propia castración y proyecta toda la falta que lo constituye en quien, digámoslo ahora, no puede acceder  a la condición de adversario, reducido como está a la de desvalido absoluto.

La descripción obliga una pregunta: ¿Es posible, y de qué modo, construir una subjetividad capaz de conducir al afectado más allá de las marcas que, como tatuaje quedaron adheridas a su memoria?  En otras palabras: la superación del traumatismo ¿acaso no pasa por la des-fechitización del objeto y su conversión en adversario legítimo que lucha contra una afrenta?

Por el momento dejaremos planteadas estas dos preguntas.  Es fácil inferir que ellas obligan a replantear la noción de trauma y llevar a quién lo sufre a un estatuto diferente al de mero enfermo o afectado: alguien que sea capaz de resignificar el acontecimiento, teniendo la ética por el establecimiento de la verdad del mismo (lo real) y sabiendo colocarse a distancia crítica de la sola marca determinista de la memoria.  Esto implica reconocer como imposible una superación de la experiencia que no apele a la vinculación del afectado con proyectos encaminados a restaurar todo aquello que la experiencia nazi quiso eliminar por siempre.

EL NOMBRE PROPIO Y SU DESAPARICIÓN EN VIDA Y EN LA MUERTE

Traza fundamental de la experiencia concentración-aria fue la desaparición del nombre propio de los prisioneros y su cambio por un número que les era tatuado a todos en la piel. 

En el campo de concentración se hizo evidente una forma de goce que comenzaba por la separación entre el cuerpo y la subjetividad[11].  La magnífica novela de Elie Wiesel describe de modo magnífica y trágicamente exacto como esa desubjetivación comenzaba desde la conducción de los prisioneros en trenes “como animales al matadero” (Milmaniene); luego eran recibidos en el Lager, se les desnudaba completamente, se les expropiaba toda pertenencia, se les rasuraba, se les desinfectaba y luego se les tatuaba el número en la cara anterior de su antebrazo el cual pasaba a significar el despojo de todo nombre humano.

Antes de toda eliminación los cuerpos resultaban útiles para toda clase de experimentaciones estrafalarias por parte de los científicos del régimen.  Como lo narra César Vidal, citado por Milmaniene:

“Los experimentos a los que se vieron sometidos los reclusos en la mayoría de los casos ni siquiera contaban con una aplicación práctica de tipo bélico, algo que no hubiera justificado su realización pero, al menos, quizá la habría convertido en explicable desde una óptica militar.  En algunas ocasiones, surgieron de una curiosidad médica por cuestiones absurdas, ahora satisfecha en la persona de indefensos inocentes.  Ejemplo de esto fueron los delirantes experimentos con gemelos realizados por Mengele o el hecho de que se obligara a reclusos a tomar agua de mar, para comprobar el tiempo que podían resistir vivos consumiendo sólo la misma.  En otros casos, se pretendía examinar la posibilidad de esterilizar o castrar en masa a los judíos.  Por último, buen número derivó del deseo de demostrar la veracidad de las teorías raciales nazis.  Ejemplo de este último grupo fueron los experimentos con cráneos de judíos realizados por Hirt.  Los mismos exigían el previo asesinato de los reclusos y la separación de la cabeza de su cuerpo.”[12]

Cuando el cuerpo era llevado al horno crematorio, era sometido a toda clase de nuevas expropiaciones: por ejemplo, la piel con el fin de encuadernar libros.  Tomás Eloy Martínez, recientemente fallecido, cuenta lo acontecido a la actriz Norma Aleandro:

“…un día, los viejos mostraron a Norma Aleandro (la actriz se hallaba en mayo de 1965 de vacaciones en las sierras de Córdoba) su tesoro más venerado: cierta rara edición del Fausto de Goethe, publicada en Munich hacia 1850, y encuadernada en cuero lustroso, tierno, que la actriz no supo identificar.  Preguntó  a la pareja qué clase de encuadernación era aquella.  La esposa, que tenía una dulce mirada azul, bajó los párpados y murmuró: ‘Es de piel de judío.  Mi marido era oficial de un campo de prisioneros, en Polonia’”[13]

Podríamos preguntarnos: ¿de la piel de quién se habla?  El nombre propio se perdía desde el ingreso al campo de concentración y jamás volvía a recuperarse, porque también se expropiaba al reo sacrificado del derecho a tener una tumba en la cual contar con la inscripción de su nombre. 

Con esto nos encontramos con otra dimensión de la experiencia traumática difícilmente contenido en los manuales de clasificación psiquiátrica existentes y que introduce una cierta singularidad de la experiencia traumática que la coloca en otro lugar diferente al de otras. 

Nombrar es un acto de creación de lo verdadero mediante el cual el nombre pasa a convertirse en lo real del sujeto: en cierto sentido quien posee un nombre posee una forma de sublimación que permite responder algo a la pregunta de “¿Quién eres tú?”  Seguida del conocido diálogo: “Fulano”, responde el preguntado.  “¿Y quién es ‘fulano?’”, insiste el primero. 

Escogido casi siempre antes del nacimiento, el nombre está allí antes de corresponderse con un cuerpo y esta anticipación procura borrar la condición de desvalimiento inaugural en la medida en que un nombre se parece a otro nombre pero, a la vez, significa este en particular y lo diferencia del otro que porta uno parecido.  A la espera de la constitución del inconsciente mismo, la letra del nombre hace posible, por así decirlo, la humanización de la concepción y del nacimiento.

Pero, además, el nombre remite a la leyenda sobre la cuál reposa su escogencia: la sonoridad del mismo, la evocación de tal o cual familiar del padre o de la madre, el homenaje a otro sujeto, la reafirmación de la paternidad siempre interrogada, siempre bajo sospecha, etc. 

En tercer término el nombre está ligado siempre a un porvenir, a una esperanza de que haya un porvenir. Y justamente era eso lo que desaparecía durante la experiencia concentracionaria: la esperanza por el porvenir, que muchos consideran característica propia del judaísmo, aunque no necesariamente exclusiva.[14] La esperanza por el porvenir provee al sujeto de una representación de un futuro abierto a múltiples posibilidades, incluidas las relacionadas con el fracaso.  Precisamente la instauración de un tiempo “homogéneo y vacío” (la expresión es tomada de Allouch) colocaba a la muerte en el horizonte inmediato de la experiencia. 

Es tal vez Robert Antelme quien sabe dar cuenta precisa de este asunto en su única novela “La Especie Humana”:

“Militar aquí es luchar razonablemente contra la muerte.”[15] 

Despojado de todo, incluso del nombre propio, las posibilidades sublimatorias de la experiencia adversa prácticamente son reducidas a cero.  Visible a perpetuidad, la marca del número que reemplaza el nombre, hace prácticamente imposible el olvido y fuerza a una variedad de reacciones que pasarán a constituirse en verdaderas trazas singulares de esta experiencia traumática.


TRAZAS DEL TRAUMA

J. E. Milmaniene describe lo que para él son dos maniobras defensivas características de lo que considera, fundamentalmente, experiencia masiva imposible de ser asimilada por el psiquismo constituyéndose en un verdadero desquicio simbólico.[16]  Es frente a este desquicio simbólico que se conocen las siguientes maniobras defensivas por parte de los sobrevivientes de la experiencia:

1.           La recusación total y absoluta de los acontecimientos traumáticos.
2.           La disociación de la personalidad
3.           La culpa insoportable por haber sobrevivido.

La recusación total

Amnesias, lagunas en la memoria acerca de lo vivido a veces acompañadas por la idea de que fue a otro a quien le sucedió.  La opción es la más socorrida de todas: al sujeto se le impone la orden de guardar silencio con el fin de precaverse contra los efectos emocionales propiciados por el recuerdo y el hablar de ello.  El efecto nocivo de esa orden se traduce en toda clase de sintomatología psicológica y física que no se restringe exclusivamente al afectado sino que alcanza a extender una, dos generaciones más.  Llegan incluso a producirse verdaderas identificaciones con el agresor por la vía de justificar su acto validos de las consideraciones sobre las cuales se sustentaba por parte de los victimarios. 

Disociación de la personalidad

Se postula que dicha defensa permitió en buena parte hacer soportable la experiencia de una vida reducida a nuda vida durante la permanencia forzada en el campo de concentración. 

“La escisión de la personalidad, con una parte adaptada –que continúa anclada en la realidad luchando por la vida-, y la otra parte silenciada y reprimida –llena de dolor y de vergüenza- fue la única alternativa de sobrevivir psíquicamente para muchas víctimas de la Shoah”.[17]

La culpa por la sobrevivencia

A veces de tal magnitud que resultaba incompatible con la existencia misma.  Es como muchos se explican el suicidio de un Primo Levi o de un Bruno Bettelheim. Como lo expresa Maud Mannoni:

“…el sobreviviente tiene gran dificultad para no sentirse culpable de todas las muertes de los campos: como si debiera su vida precisamente a esas muertes”.[18]


Sin embargo, cabe mencionar la experiencia de un Wiesel confinado junto con su padre en el campo de concentración y de la que da testimonio en su novela “La Noche”. 

Escrito en otro lugar, me parece necesario repetirlo dado que se corresponde con la hipótesis acerca de la forclusión del nombre del padre de la Ley por parte de un régimen que se constituyó en émulo del protopadre. 

Wiesel interroga a Dios desde la convicción cotidiana en la que permanece al lado de su padre.  Pero no comprende las respuestas no porque estas vengan desde el fondo del alma sino porque Dios, terriblemente, calla.  En el fondo del alma nace, valga decirlo así, la muerte de Dios.  Para declararlas incomprensibles Dios tendría que haberlas formulado.  Silencio absoluto. 

Simultáneamente el eslabón de la cadena generacional, el padre de Wiesel, sufre su propia transformación.  El hombre que despreocupado por los sucesos familiares, “culto, poco sentimental… más ocupado de los demás que de los suyos” (p. 17), desaparece y, en su lugar, emerge el hombre que acompaña todas las horas de todos los días a uno de los suyos el que, a su vez, declara objeto preciado de su defensa, sostener este acompañamiento a cómo de lugar y hasta que sea posible. 

La pobreza de su herencia en un momento próximo a sucumbir definitivamente (una cuchara y una navaja) no podemos declararla mas que desde la soberbia que nos concede la distancia temporal y geográfica.  Ambos instrumentos recuerdan la relación de la humanidad con la transformación de la naturaleza, sí, pero además, resistencia del valor de uso de esos objetos en virtud de su pertenencia a quien sabe manipularlos, un hombre, instrumentos al servicio de dificultarle al cuerpo las consecuencias de su finitud.  

Porque ese es el legado: conservar la humanidad en medio de la decisión por eliminarla a como de lugar. La paternidad, podemos decir, se desliga de su conexión con la divinidad, emerge en bruto como referente único de posibilidades expresada en el padre acompañante.  La orfandad con respecto a la divinidad queda subsanada por la exaltación de una filiación que igualmente, se basa en la creencia, pero que esta sí, mitiga el sufrimiento, alivia, auxilia.  La humanidad del padre de Wiesel revela su costado salvador ausente en la divinidad. 

Ya no el legado después de muerto, sino aquel que se gesta en vida: con su padre, ambos compartiendo la experiencia, es con el único ser que Wiesel puede seguir obteniendo todas las bondades que provienen del derecho a interpelar al otro sin temor a consecuencias negativas sobre el propio cuerpo.  Con el kapo, con los SS, mucho menos con Mengele,   ningún prisionero tiene la esperanza de obtener provecho con el uso de la interpelación, todo lo contrario.  Inclusive entre los prisioneros mismos, la interpelación puede acarrear consecuencias negativas.  Prevaleciendo el miedo como único afecto autorizado –y propiciado- por los carceleros, no falta quien encuentre en la singularidad de ser soplón lo que no encontraría manteniéndose fiel al grupo. 

El padre de Wiesel puede ser interpelado por él.  Una fabulosa excepción a aceptar la reducción a la pura condición de instrumento. 

Después de esta experiencia al yo de la enunciación “no le queda más remedio” que encontrar una narración que sustituya lo trágico anclado con lo inefable por lo dramático desplegado en el hallazgo de una escritura propia, en cierta forma, la comprensión de aquel legado ya no del padre sino de Moshe-Shames según el cual “las verdaderas respuestas (…) sólo las encontrarás en ti mismo”.

Debemos destacar que  esta relación entre un padre y un hijo es narrada por el hijo que sobrevive al padre y al campo.  Ambos han dejado de ser lo mismo que era cada uno antes del acontecimiento: el padre ya no puede sino preocuparse por uno de los suyos, en Wiesel ha muerto Dios.  Para el que sobrevive la otra vida, la mejor vida, será, en vida, la libertad, incluso para que esta pase a hipotecarse mejor en las exigencias de la escritura, de una escritura propia, la del hijo que nace cuando el padre pronuncia su nombre como último estertor.
   


[1] Primo Levi, Si esto es un hombre. Muchnik Editores, Barcelona, 1999, p. 43.
[2] Miguel Benasayag y Edith Charlton, Crítica de la Felicidad, Nueva Visión, Bs. As., 1992, p. 39
[3] Dos trabajos merecen ser considerados en este punto:
-          Julia Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos, Plaza & Janés, Barcelona, 1991.
-          J. F. Lyotard, Heidegger y los judíos, Biblioteca de los Confines, Bs. As., 1995
Ambos trabajos aparecen citados en: José E. Milmaniene, EL HOLOCAUSO, una lectura psicoanalítica.  Paidós, Bs. As., 1996, p. 25.
* Es precisamente lo que se produce con las desapariciones y con la negativa a revelar el lugar en que reposan  los restos de quienes mueren bajo condiciones de secuestro.  De ahí la importancia que tiene para la elaboración de los duelos de los familiares, el trabajo de exhumación de cadáveres enterrados en fosas comunes, la investigación mediante técnicas modernas del nombre al que pertenecen los restos exhumados y la respectiva entrega de los mismos a sus familiares y amigos.
[4] Giorgio Agamben, HOMO SACEr. El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos, Valencia, 2003, p.217
[5] Ibidem, p. 216
[6] Ibid. p. 217 
[7] Citado por Tzvetan Todorov en Frente al límite, Siglo XXI, México, 1993, p. 219.  Citado a su vez por J. E. Milmaniene, op. cit. p. 122.
* Me parece aun precipitado considerar este contraste como uno de los elementos que indicaría la extensión de Auschwitz a toda la modernidad, sobre todo en un país donde se concede tal importancia a la presentación personal de sus funcionarios públicos y privados mientras que cuatro millones de campesinos expulsados del campo se ven sometidos a ocupar, hacinados, los lugares de que mala gana se les asignan en las ciudades de destino. 

* Cfr: Philippe Aries, El hombre ante la muerte, Taurus, Bs. As., 1999
[8] Pierre Legendre, El crimen del cabo Lortie, Siglo XXI, México, 1994, p. 22.  En: J. E. Milmaniene, op. cit. p. 69.
[9] Slajov Zizek, El sublime objeto de la ideología.  S. XXI, México, 1992, pp 174-5.  En: J. E. Milmaniene, op. cit., p. 70.
[10] S. Zizek, op. cit., pp 172-3.  En: J. E. Milmaniene, op. cit., p. 72.
[11] Cfr: J. E. Milmaniene.  Op. cit. pp 121-129
[12] César Vidal, El Holocausto, Alianza Editorial, Madrid, 1995, pp 114-5.  En: J. E. Milmaniene, op. cit. p. 140
[13] Tomás E. Martínez.  Las memorias del General, Planeta, Bs.As., 1996, pág. 168.  En: J. E. Milmaniene, op. cit. p. 134
[14] Jean Allouch, “Necrología de una ‘ciencia judía’”.  Rev. Litoral #20, Córdoba, 1995. 
[15] Robert Antelme, La Especie Humana, Arena Libros, Madrid, 2001, p. 44
[16] J. E. Milmaniene, op. cit. pp 140-146
[17] Ibid, p. 143
[18] Maud Mannoni, Amor, odio, separación. Nueva Visión, Bs. As., 1994, p. 38.  En: J. E. Milmaniene, op. cit., p. 144.

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